lunes, 3 de marzo de 2025

Introducción a Jesucristo, el verdadero Isaac, por el P. Louis-Hilaire Caron (I de III)

 Introducción a Jesucristo, el verdadero Isaac, o La divinidad del cristianismo demostrada por la historia del Santo Patriarca Isaac

Por el P. Louis-Hilaire Caron

 

Nota del Blog: Sobre el autor, ya habíamos publicado antes algunas cosas de otro de sus libros, las similitudes entre José, hijo de Jacob y Nuestro Señor. Ver ACÁ.

 

INTRODUCCIÓN

 

Siendo Nuestro Señor Jesucristo «el fin de todas las obras de Dios, dice el gran obispo de Meaux[1], todo lo que se ha hecho de extraordinario desde el principio del mundo no miraba más que a él. Todas las cosas sucedían a nuestros padres en figura (Gál. IV, 3; I Cor. X, 11), dice San Pablo. Para aclarar esta verdad[2] con la doctrina del santo Apóstol, expongamos primero este principio: todo lo que actúa por medio de la inteligencia se propone necesariamente un fin con el que relaciona sus acciones; y cuanto más perfecta es la causa, más exacta es la relación, y la razón de esto es evidente; pues si la causa es más excelente, se sigue que la operación está mejor ordenada. Ahora bien, es cierto que el orden consiste en la concordancia del fin con los medios, y de esta concordancia resulta esa rectitud que se llama orden.

»Asumida esta verdad, pasemos ahora a decir: la ley mosaica es obra de la inteligencia, y de inteligencia infinita, pues es una obra del espíritu de Dios. Por lo tanto, tiene un fin al que está destinada, y cuando conocemos este fin, no debemos dudar de que todas las partes de la ley están relacionadas con él. Ahora bien, el Apóstol Pablo nos asegura que Jesucristo es el fin de la ley (Rom. X, 4). Por esta razón los Patriarcas y Profetas suspiraban continuamente por su venida, porque Él era el fin de la ley y el tema principal de sus profecías. De esto se desprende que todas las ceremonias de la ley, todas sus solemnidades, todos sus sacrificios, se referían únicamente al Salvador, y que no hay página de las Escrituras en la que no lo veamos, si nuestros ojos están suficientemente afinados.

»Y ciertamente, puesto que a nuestro gran Dios le agradó revestirse de carne humana, era conveniente que, al igual que este misterio se había cumplido, celebráramos su grandeza con acción de gracias; así también, los que precedieron a su realización vivían en la expectativa de esa felicidad que iba a llegar a nuestra naturaleza. Es cierto que el Verbo eterno, al hacerse hombre, nació en un tiempo limitado, pues es consecuencia de la condición humana. La eternidad se combinó con el tiempo para que los que están sujetos al tiempo puedan aspirar a la eternidad. Pero, aunque la venida del Salvador fue detenida por un cierto tiempo por los designios de la divina Providencia, es necesario reconocer que el misterio del Verbo encarnado debía llenar y honrar todos los tiempos. Por eso era conveniente que, donde no estaba por la verdad de su presencia, lo estuviera, al menos de otra manera, por figuras muy excelentes. Por eso la ley de Moisés está llena de figuras maravillosas que nos representan al Salvador Jesús. Esto es lo que hizo decir a Tertuliano: ¡Qué antiguo es Jesús en la novedad de su Evangelio[3]! Lo que honramos es nuevo porque Jesucristo lo trajo a un nuevo día; lo que honramos es antiguo porque su figura se encuentra desde los primeros tiempos».

«En efecto, si lees las divinas Escrituras –continúa Bossuet[4]–, verás al Salvador Jesús en todas partes, si tus ojos son lo suficientemente agudos. No hay ninguna página en la que no se encuentre. Está en el paraíso terrestre, en el diluvio, en la montaña, en el cruce del Mar Rojo, en el desierto, en la tierra prometida, en las ceremonias, en los sacrificios, en el arca, en el tabernáculo; está en todas partes: pero está allí sólo en figura. Así ha querido nuestro gran Dios, como dice el Apóstol a los Gálatas (IV, 3), llevarnos poco a poco, como a niños, al conocimiento de sus misterios. Mediante una infinidad de ejemplos sensibles repetidos a lo largo de muchos siglos, mediante similitudes de cosas corpóreas que impresionaron nuestra imaginación, nos condujo suavemente a la comprensión de sus verdades; nos hizo comprender las grandes cosas que estaba preparando para nuestra salvación.

»Considera toda esta gran parafernalia de la ley mosaica. ¿Por qué cargar a este pueblo con tantas ceremonias diferentes, todas ellas muy laboriosas, y, sin embargo, incapaces de hacer al hombre más agradable a Dios…? Ordenó todas estas cosas para que todo este aparato pomposo, y toda la majestuosidad externa de la religión judaica, fueran figuras de su amado Hijo; y fue esta consideración la que hizo que estas cosas le resultaran agradables por un tiempo, aunque fueran indiferentes en su naturaleza. Por lo tanto, como enseña el Apóstol, desde el principio del mundo hasta la resurrección del Salvador Jesús, todo sucedió en figuras a nuestros padres.

»Por eso dice el admirable San Agustín que, ni en la ley primitiva ni en la ley mosaica ve nada dulce si no lee en ella al Salvador Jesús. Todo es insípido, es agua insípida si no se transforma en ese vino celestial, ese vino evangélico que se guarda para el final de la comida, ese vino que hizo Jesús, y que sacó de su viña elegida… En una palabra[5], dice San Agustín[6], si no vemos a Jesucristo, las Escrituras proféticas no tienen sabor; aparentemente están llenas de locura, al menos en algunos lugares. Pero si saboreamos al Salvador, todo es luz, todo es inteligencia, todo es razón. Mira a los dos discípulos que van a Emaús. Hablaban de la redención de Israel; éste es el tema de toda la ley antigua: pero no entendían los misterios del Redentor. Era agua insípida: por eso están fríos y lánguidos. Esperábamos, decían, que redimiera a Israel (Lc. XXIV, 21): esperábamos; ¡oh, la fría palabra! Jesús se acerca a ellos, recorre todas las profecías, les introduce en el secreto, en el significado profundo y misterioso; cambia el agua en vino, las figuras en verdad, y las obscuridades en luz. Inmediatamente se conmueven: ¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros (Lc. XXIV, 32)? Habían empezado a beber el vino nuevo de Jesús, es decir, la doctrina del Evangelio.

»Sin embargo, admiremos los sabios consejos de la providencia que, con tal riqueza de ejemplos, nos enseña una verdad, que es el Verbo hecho carne. Oh, si tuviéramos los ojos bien abiertos, qué maravilloso sería ver que no hay una página, ni una palabra, ni, por así decirlo, una sola línea o coma en la antigua ley que no hable del Salvador Jesús. La ley es un Evangelio oculto; el Evangelio es la ley explicadaPasemos las noches y los días meditando la ley del Señor. Busquemos a Jesús en todas partes, y no habrá lugar donde no se nos muestre… Que nuestra mente esté siempre en la palabra de Dios. Pero no nos detengamos en la letra: succionemos el espíritu vivificante que Jesús derramó allí por su gracia. Esta es la invitación urgente que el propio Salvador divino nos dirige: Escudriñad las Escrituras –nos dice–, porque ellas dan testimonio de mí (Jn. V, 39). Moisés escribió sobre mí (Jn. V, 46). Yo instruí a los profetas en muchas visiones; ellos me mostraron a vosotros en mil imágenes (Os. XII, 10)».



[1] Vol. XI, p. 583, ed. de Vers.

[2] Bossuet, vol. XI, pp. 596-597.

[3] Lib. IV, Adv. Marcion. n. 21.

[4] Vol. XI, pp. 583 y ss.

[5] Bossuet, vol. XI, pp. 587 y ss.

[6] In Joann. Tract. IX., n. 3.