La segunda frase de este vigésimo párrafo de la encíclica tiene gran importancia para los estudiantes modernos de teología sagrada. Afirma que las encíclicas son órganos del magisterium ordinarium del Santo Padre, y que la promesa que Nuestro Señor hizo a sus apóstoles (y a través de ellos a sus sucesores en la ecclesia docens) de que "quien a vosotros oye, a mí me oye" (Lc. X, 16), se aplica al magisterium ordinarium con la misma verdad que a las sentencias solemnes emitidas por el mismo Santo Padre o por la ecclesia docens en su conjunto. Esta misma frase añade el comentario de que la mayoría de las afirmaciones que los fieles están obligados a aceptar de las encíclicas ya han sido asignadas dentro del campo de la doctrina católica bajo algún otro título. En otras palabras, la Humani generis tiene en cuenta el hecho de que ninguna carta pontificia individual se compone enteramente (o incluso en gran parte) de afirmaciones que nunca antes hayan sido expuestas con autoridad por la ecclesia docens.
De manera general, la literatura teológica que trata del poder de enseñanza infalible y autoritativa de la Iglesia ha tendido a restringir el término "magisterium ordinario y universal" a las enseñanzas de los obispos residenciales de la Iglesia Católica dispersos por todo el mundo y unidos al Romano Pontífice. La terminología de estos volúmenes dejó poco espacio para cualquier estudio del magisterium ordinario del Romano Pontífice. De vez en cuando nos encontramos con algún escritor teológico lo suficientemente descuidado como para negar que el Santo Padre puede enseñar de forma infalible si no es mediante un juicio o definición solemne[1]. Sin embargo, la mayor parte de los comentarios sobre el magisterium ordinarium del Romano Pontífice son muy escasos. De ahí la declaración de la Humani generis en el sentido de que la enseñanza presentada con autoridad (es decir, de tal manera que los católicos están obligados en conciencia a aceptar y adoptar como propia) en las encíclicas papales nos llega por medio del magisterium ordinarium es definitivamente una contribución al pensamiento teológico moderno.
El Concilio Vaticano
había enseñado que un dogma de fe es una
verdad que la Iglesia encuentra contenida en cualquiera de las dos fuentes de la revelación divina y que
presenta como revelación divina que
los hombres deben aceptar como tal. Especificó que esta presentación podía hacerse en un juicio solemne o por el magisterium
ordinario y universal
de la Iglesia. La mayoría
de los manuales tomaron el término "universal" para referirse
a la enseñanza del colegio apostólico de la Iglesia
católica, disperso por todo el
mundo. En otras palabras, consideraban que la palabra se aplicaba a un magisterium
que era universal en el sentido de
que actuaba sobre la faz de toda la tierra al mismo tiempo. Reconocieron que tal magisterium universale et ordinarium podía ser el órgano por el cual un dogma de la fe católica podía ser presentado al pueblo de Jesucristo, y
señalaron el dogma de la propia infalibilidad de la Iglesia
como una enseñanza
que se propone a los miembros de la Iglesia
universal militante exactamente de esa manera.
Ahora bien, es
un dogma de la Iglesia, presentado como tal por el propio Concilio Vaticano, que el Santo Padre goza de la misma infalibilidad para definir doctrinas sobre
fe y moral que posee la Iglesia
universal (o toda la ecclesia docens). Así, puesto que toda la ecclesia docens (los
obispos residenciales de la Iglesia
católica unidos a su cabeza, el sucesor de San Pedro en la Sede de Roma) puede definir un dogma tanto en juicio solemne (cuando
están reunidos en un concilio
ecuménico) como de manera ordinaria
(cuando residen en sus diócesis
en todo el mundo), se deduce
que el propio Santo Padre puede hablar "ex cathedra" y definir un dogma tanto en juicio solemne (como
en los casos de las definiciones de la Inmaculada Concepción y su gloriosa Asunción corporal) o
por algún medio ordinario, como, por ejemplo,
en una carta encíclica.
En tal caso,
el magisterium del Santo Padre es
universal. Ejerce, según la constitución
divina de la Iglesia, una jurisdicción verdadera
y episcopal sobre cada uno de los fieles y sobre cada uno de los demás pastores
dentro de la Iglesia militante. Por lo tanto, nada impide que el magisterium
ordinarium del Santo Padre sea considerado precisamente como magisterium universale. Es de fide que
el magisterium ordinarium et
universale de la Iglesia puede ser el vehículo para la definición y
presentación de un dogma católico. Es
completamente cierto que este mismo magisterium
ordinarium et universale puede
ser también el vehículo u órgano de una definición en el ámbito del objeto secundario de la enseñanza infalible de
la Iglesia. Las encíclicas del Santo
Padre pueden ser, y de hecho son, declaraciones
de este magisterium. Por lo tanto,
pueden ser documentos en los que se define un dogma o se presenta una
determinada verdad de la doctrina
católica (que, sin embargo, no se presenta precisamente
como revelada) al pueblo de Dios en la tierra. Esta es la verdad en la que insiste la Humani generis en este punto. Y, puesto que la facultad de imponer
autorizadamente lo que puede llamarse un asentimiento interpretativamente condicional (un asentimiento que está definitivamente por
debajo del orden de la certeza real y
que, por lo tanto, pertenece al campo de lo opinable) acompaña necesariamente a la facultad
de pronunciar un juicio
infalible, esta afirmación de la Humani generis lleva
consigo la implicancia necesaria de que el Santo Padre puede enseñar y enseña
autoritativamente en sus encíclicas cuando quiere imponer a los fieles la obligación de aceptar una proposición que no presenta ni como
de fide
ni como teológicamente cierta.
La Humani generis
advierte igualmente que, cuando una persona
escucha la enseñanza autoritativa de la ecclesia
docens, está escuchando en
realidad la voz de Nuestro Señor. Una vez
más, aprovecha este medio para recordar que la Iglesia no enseña en este mundo más que como
instrumento y cuerpo de Jesucristo. Aquel
que discute la autoridad doctrinal de la Iglesia está encontrando una falla, en última instancia, en el medio por
el cual Nuestro Señor trae su verdad
divina a los hijos de los hombres. No
puede haber ninguna
apreciación inteligente sobre el magisterium de la Iglesia, excepto
cuando, y en la medida en que, se tenga en cuenta este hecho primordial.