La Humani generis y el Magisterio
Ordinario del Santo Padre,
por
Mons. Fenton
Nota del Blog: El siguiente texto de Mons. Fenton está tomado del American Ecclesiastical Review (AER), CXXV, (Julio de 1951), pág. 53-62.
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Existe una sección de la encíclica Humani generis del Santo Padre que ha despertado mucha atención en nuestro país. Se trata del siguiente párrafo, el que lleva el número 20.
“Tampoco ha de pensarse que no exige de suyo asentimiento lo que en las Encíclicas se expone, por el hecho de que en ellas no ejercen los Pontífices la suprema potestad de su magisterio. Puesto que estas cosas se enseñan por el magisterio ordinario, al que se aplica también lo de quien a vosotros oye, a mí me oye (Lc. X, 16), y las más de las veces, lo que en las Encíclicas se propone y se inculca, pertenece ya, por otros conceptos, a la doctrina católica. Y si los Sumos Pontífices en sus documentos pronuncian de propósito sentencia sobre alguna cuestión hasta entonces discutida, es evidente que esa cuestión, según la mente y voluntad de los mismos Pontífices, no puede ya tenerse por objeto de libre discusión entre los teólogos”[1].
Cada frase de este párrafo contiene una importante
verdad teológica. La primera expresa
un hecho, a veces obscurecido, sobre la actividad docente del Santo Padre. La
segunda frase pone de manifiesto una
verdad que hasta ahora no ha sido expuesta con
mucha frecuencia en la sección de los escritos teológicos que tratan del poder de enseñanza del Santo Padre. Constituye una importante
contribución a la literatura teológica. La tercera es una inferencia necesaria
de las primera y segunda frases. Tiene consecuencias definitivas e intensamente prácticas
para los teólogos
actuales.
La primera
afirmación de este párrafo condena
cualquier minimización de la
autoridad de las encíclicas papales que pudiera basarse en el subterfugio de
que el Santo Padre no utiliza la plenitud de su poder doctrinal en tales
documentos.
La enseñanza de las encíclicas
postula un assensum per se, una
aceptación por parte de los católicos
precisamente porque es la enseñanza de la suprema autoridad doctrinal dentro de la Iglesia universal de Jesucristo
sobre la tierra. Exige tal aceptación
incluso cuando el Santo Padre no utiliza supremam sui Magisterii potestatem [la potestad suprema de su magisterio].
En otras palabras, los católicos están obligados a ofrecer, no sólo un
reconocimiento cortés, sino una aceptación interna genuina y sincera a
las enseñanzas que el Santo Padre
establece con una nota o calificación menor que de fide o incluso doctrina certa.
Es imposible ver el significado completo de esta enseñanza sin tener una comprensión precisa de lo que constituye la suprema magisterii potestas del Romano Pontífice. Aquí hay que evitar dos errores distintos. La suprema magisterii potestas no se limita en modo alguno a la actividad docente solemne del Santo Padre, con exclusión de los pronunciamientos doctrinales que realiza de manera ordinaria. Tampoco se limita en modo alguno al objeto primario de la competencia doctrinal de la Iglesia, con exclusión de las verdades que se encuentran dentro de lo que se conoce como objeto secundario de la potestad docente infalible de la Iglesia. El Santo Padre ejerce realmente su suprema magisterii potestas cada vez que emite una decisión o pronunciamiento doctrinal infalible o irrevocable que obliga a la Iglesia militante universal. El modo o la forma de tal pronunciamiento puede ser solemne y extraordinario, u ordinario. Puede hablar dentro del campo del objeto primario de la potestad docente infalible de la Iglesia, o dentro del objeto secundario. En todo caso, cuando la decisión es definitiva y se dirige a la Iglesia militante universal y la obliga, el pronunciamiento es un ejercicio de la suprema magisterii potestas. Esto sigue siendo cierto, hay que recordarlo, tanto si la declaración es un juicio solemne como también si se trata de un pronunciamiento del magisterium ordinario.
La primera
declaración presupone que los documentos o declaraciones en los
que el Santo Padre hace uso de su suprema magisterii potestas exigen una
aceptación por parte de todos los cristianos,
y que dicha aceptación se debe a estos pronunciamientos en razón de la
autoridad o peso de los mismos. A este presupuesto añade la declaración de que las encíclicas papales (y otros escritos
o declaraciones orales similares dirigidas
por el Santo Padre directa o
indirectamente a la Iglesia militante
universal) exigen una genuina aceptación por parte de los cristianos, incluso cuando no se emplea la suprema magisterii potestas.
En otras palabras, la Humani generis renueva aquí la enseñanza de la Iglesia de que el Santo
Padre está facultado, no sólo para
obligar a los discípulos de Jesucristo a aceptar, como de fe o como ciertas, las afirmaciones comprendidas en la esfera de la competencia doctrinal de la Iglesia,
sino también para imponer el deber de
aceptar como opiniones otras proposiciones comprendidas en esta misma esfera. El
encargo y responsabilidad del Romano Pontífice en la
línea doctrinal dentro de la
verdadera Iglesia son tales que exigen el poder de exigir el
asentimiento doctrinal de los fieles
a proposiciones que enseña como menos que ciertas, o como menos que de fide.
El Romano Pontífice tiene el poder, y a veces el deber, de ordenar a su pueblo el asentimiento a proposiciones que él mismo presenta como afirmaciones que eventualmente podrían
ser abandonadas.
Básicamente, no hay
nada nuevo en este concepto. Los Sumos Pontífices han estigmatizado con
frecuencia ciertas declaraciones con una censura doctrinal
menos severa que la de la herejía,
y menos severa que la del error. Siempre se ha
reconocido como un hecho que los
católicos están obligados en conciencia a aceptar estas condenas, y a rechazar interior y sinceramente las proposiciones proscritas. En última instancia,
este proceso implicaba el mandato de adoptar una opinión, ya que la Iglesia, al designar una proposición
simplemente como algo imprudente o mal sonante (por mencionar sólo dos de estas censuras doctrinales inferiores a
las de herejía y error), no ha dado una definición o un juicio completamente definitivo
sobre el asunto en cuestión. La decisión irrevocable se encuentra sólo en las definiciones propiamente dichas, la designación
de algunas proposiciones como de fide o
como ciertas. Cuando la declaración no es irrevocable, no es una definición en sentido
estricto. En sentido estricto, tales declaraciones exigen un asentimiento que es a la vez obligatorio y de carácter
opinable.
La Humani generis
reafirma, pues, el derecho del Romano
Pontífice a imponer tal asentimiento opinable. Cuando, en sus encíclicas o cualquier otro documento o
manifestación de su oficio doctrinal,
impone una enseñanza a los miembros de la Iglesia militante universal con algo menos que su suprema magisterii potestas, está pidiendo tal juicio opinable.
Los fieles deben, si quieren ser leales en su seguimiento de
Cristo, aceptar este juicio opinable como
propio. La obligación impuesta por las encíclicas no se satisface cuando uno se limita a admitir que la enseñanza expuesta en un pronunciamiento papal no
infalible es una opinión respetable.
Los seguidores de Cristo, guiados por la enseñanza de Cristo que les llega en las declaraciones de su Vicario sobre la
tierra, están obligados a tomar
esa opinión como propia.
Puede llegar el día en que esa opinión
tenga que ser modificada.
La Iglesia admite esta posibilidad cuando presenta esta enseñanza mediante algo distinto a un pronunciamiento
irrevocable. Cuando llegue ese día,
la ecclesia docens en la que Nuestro
Señor vive y enseña, se dará cuenta
de que el mantenimiento de esta opinión,
tal como ha sido expuesta hasta ahora, ya no es necesario para la pureza de la verdadera fe en las
circunstancias actuales. Sin duda,
los trabajos de los teólogos
y demás estudiosos católicos
de todo el mundo habrán contribuido a la formación de ese juicio. Pero, cuando ese juicio llegue,
será inevitablemente el trabajo, no de eruditos separados dentro
de la Iglesia, sino de la propia ecclesia docens. La voz de Cristo Maestro
dentro de su Iglesia nos llega a través de la ecclesia docens, y nunca en oposición a ella.
En realidad, es completamente imposible comprender el significado de esta primera declaración del vigésimo párrafo de la Humani generis a menos que tomemos conocimiento directo del hecho de que Nuestro Señor permanece siempre como el Maestro Supremo dentro de Su Iglesia. Las definiciones autoritativas y las declaraciones de la Iglesia Católica no son como las resoluciones de una simple sociedad erudita o de un grupo profesional. Son las continuas indicaciones doctrinales dadas por Nuestro Señor a través de la instrumentalidad de la ecclesia docens, dentro de Su reino sobre la tierra. Sirven para iluminar y guiar a los discípulos de Cristo durante su periodo de peregrinación sobre esta tierra, de manera que puedan llegar con seguridad a la patria de la Iglesia del cielo. Frecuentemente este proceso implica, y conlleva necesariamente, la aceptación o rechazo de algunas proposiciones opinables. Frecuentemente ocurriría que, en un estado existente de la ciencia o de la cultura, la aceptación de alguna opinión o el rechazo de otra pondría en peligro la integridad de la propia fe en el pueblo de Dios. Es en estos casos cuando Nuestro Señor, por medio de sus siervos en la ecclesia docens ordena a sus seguidores que adopten una opinión o rechacen otra, precisamente como opinión. La modificación de estas declaraciones, cuando se produzca y si es que alguna vez sucede, no viola de ninguna manera la infalibilidad de la Iglesia, ya que la doctrina en cuestión nunca fue presentada como enseñanza irrevocable e infalible.