sábado, 12 de agosto de 2023

Orgulloso de ser romano, por John Daly (X de XI)

   9. Fidelidad a Roma durante la crisis actual 

Estamos viviendo la crisis más grave que la Iglesia haya conocido: la destrucción más profunda y extensa de la Iglesia en su historia, más allá de lo que jamás lograron ni siquiera los peores heresiarcas, ocurrida en un período muy breve y aparentemente presidida por Papas. Esta es una observación, no un análisis, y expone los hechos observados en términos tomados casi textualmente de Mons. Lefebvre[1]. El Arzobispo señalaba que tal situación presenta "un grave problema para la conciencia y la fe de todos los católicos". Esto es innegable.

Es evidente que los católicos deben reaccionar ante la crisis actual de una manera compatible con su fe, con una conciencia correctamente formada y con todos sus deberes para con la Iglesia, especialmente los de Creencia, Comunión, Obediencia y Romanidad. También es evidente que muchos se han dejado llevar por el carácter extraordinario de la crisis y han reaccionado mal, adoptando posturas incompatibles con estos deberes.

La paradoja de nuestro tiempo es la de una autoridad aparentemente legitimada para decir a los católicos lo que deben creer como verdad divina, pero que cambia sus instrucciones en cuanto al objeto de la creencia, exigiendo hoy a los católicos que crean lo que ayer condenaban y que condenen lo que ayer creían. Esta paradoja ha engendrado tres reacciones inaceptables desde el punto de vista del deber fundamental de creer que llamamos fe católica.

1. El primero de estos errores consiste en substituir la fe por el voluntarismo. Algunos católicos tratan la intimación a creer que emana del Vaticano II o de las autoridades que se adhieren a él como se trataría cualquier otra mera orden. Están dispuestos a obedecer. Si hoy se les ordena creer que las mujeres no pueden ser sacerdotes y mañana se les ordena creer que sí pueden, simplemente cambiarán su creencia como cambiarían cualquier otra práctica de acuerdo con las órdenes de su suprema autoridad. Y lo mismo se aplica a los innumerables otros puntos de creencia que han cambiado en la Iglesia Conciliar, el último de los cuales es la admisibilidad de los adúlteros no arrepentidos a la Sagrada Comunión.

Esta reacción viola la naturaleza de la fe, ya que la fe no es algo meramente verbal, sino que implica una comprensión suficiente del significado de su objeto de forma tal de excluir su contradictoria e impedir que llegue a creerla. Dios ha revelado doctrinas no con el fin primordial de probar nuestra docilidad, sino porque nuestra vida espiritual depende de conocer la verdad sobre ellas[2]. La verdad es inmutable y la fe es infalible, tal como indica el acto de fe[3].

Hay católicos que hoy obedecen la orden de creer en X y mañana están dispuestos a no creer en X si la misma autoridad se lo ordena. Para ellos, la lista de los artículos de fe puede aumentar o disminuir: lo suyo no es razonar por qué, lo suyo es aceptar y creer. Incluso pueden pensar que su fe es tanto más heroica cuanto más a menudo y substancialmente se les pide que cambien su objeto.

Pero tal disposición viola de hecho tanto la fe como la lógica. Substituye el conocimiento sobrenatural de la verdad inmutable por la prostitución del intelecto dispuesto a abrazar secuencialmente proposiciones que no pueden ser todas verdaderas.

2. El segundo error es un poco más sutil. Sus víctimas se niegan rotundamente a renunciar a la fórmula que una vez recibieron de la Iglesia para expresar su enseñanza, pero están dispuestos a adaptar el significado de la fórmula con tal que se conserven las palabras. En teoría niegan a su autoridad doctrinal el derecho a cambiar el objeto de la fe, pero en la práctica lo conceden, a condición de que la nueva enseñanza se disfrace con la antigua expresión. Esto es esencialmente modernismo y de ahí que se renuncie a él en el juramento antimodernista[4].

3. La víctima del tercer error está en guardia para no caer en los errores 1 y 2, pero para evitarlos desarrolla un instinto para eludir el tipo de predicamento que conduce a ellos. Adopta una fe reticente, minimizadora, filtradora. Cuando la autoridad que reconoce enseña, es reacio a asentir inequívocamente por temor a que pueda meterse en problemas debido a la incompatibilidad con alguna enseñanza pasada o futura de la misma autoridad. Está a la caza de motivos que le autoricen a no asentir. A la autoridad le costará hablar con fuerza y enunciar el deber de creer con la claridad suficiente para convencerle: siempre faltará una condición, aunque nadie se haya dado cuenta antes de que era una condición. La fe es una habitación en la que tales católicos se resisten a entrar a menos que sepan de antemano dónde está situada la salida[5].

Estos minimizadores son propensos a acusar a otros de ultramontanismo. Como muchos otros términos despectivos, éste nos dice mucho más sobre quienes lo utilizan que sobre aquellos a quienes lo aplican. Muy sencillamente, en los años anteriores al Concilio Vaticano de 1870, el término ultramontanismo fue utilizado por los galicanos (es decir, los negadores de la infalibilidad papal y minimizadores de la jurisdicción papal) como una etiqueta despectiva para quienes defendían las doctrinas que negaban. Una vez que la Iglesia definió como dogmas la infalibilidad del Papa y su jurisdicción suprema, plena, inmediata y universal, la palabra "ultramontano", tal como se utilizaba entonces, se convirtió en sinónimo de "católico" y no podía utilizarse despectivamente, salvo por quien negaba la doctrina católica. De ahí que la Enciclopedia Católica señale que:

"Ciertamente, los que combaten el ultramontanismo combaten, de hecho, el catolicismo, aun cuando nieguen el deseo de oponerse a él"[6].

Hoy en día, el término ha sido revivido por minimizadores de la autoridad papal que no se avergüenzan de encontrarse en compañía de Döllinger y otros herejes que hicieron uso de él en interés de su propaganda y, a su debido tiempo, perdieron por completo la fe católica. Estos hombres no niegan conscientemente la doctrina católica, pero lo mínimo que hacen es no estar dispuestos a admitir que la enseñanza ordinaria de la Santa Sede goce de las garantías divinas y del carácter obligatorio que la Santa Sede nos ha dicho que tiene. No es desconocido que afirman explícitamente que los libros de teología y eclesiología aprobados por la Santa Sede tendrán que ser revisados después de la crisis para borrar los pasajes que hacen afirmaciones que creen que la crisis ha falsificado.

Sin embargo, ningún grado de entusiasmo ha logrado hasta ahora enunciar las prerrogativas papales en términos más amplios o absolutos que los del propio Cristo:

Entonces Jesús le dijo: “Bienaventurado eres, Simón Bar-Yoná, porque carne y sangre no te lo reveló, sino mi Padre celestial. Y Yo, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del abismo no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos: lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos, lo que desatares sobre la tierra, estará desatado en los cielos” (Mt. XVI, 17-19).

Y el término "ultramontanismo" se eligió simplemente porque, desde la perspectiva de la mayor parte de Europa, la ciudad papal de Roma se encuentra ultra montes, más allá de los Alpes. En otras palabras, la palabra ultramontanismo es, en cuanto al significado, sinónimo de romanidad, pero en cuanto a su uso, es la consigna de los anti-romanos.

Los católicos que han caído en alguno de los tres errores anteriores han dejado de creer como cree la Iglesia. No pueden querer decir realmente lo que declara el Acto de Fe:

"Creo todo lo que la Iglesia Católica propone para ser creído, y esto porque Dios, que es la verdad soberana, que no puede engañar ni engañarse, ha revelado todas estas cosas a su Iglesia".

La fe no es una especie de contorsionismo mental que exige a los creyentes asentir al plat du jour doctrinal del momento. Es un asentimiento sobrenatural de la inteligencia imperado por la voluntad. Creemos lo que Dios ha revelado porque es verdad y, por lo tanto, debe seguir siéndolo siempre[7]. Nuestra fe no se extiende meramente a una fórmula, sino al significado que expresa. Lo que un día creemos con la autoridad infalible de la Iglesia es visto como verdadero. Por lo tanto, cuando decimos Credo, sabemos que la misma verdad seguirá siendo verdadera por siempre y que cualquier afirmación incompatible con ella es y debe seguir siendo falsa por siempre.

Del mismo modo, las nociones de comunión y obediencia se han corrompido porque los intentos de aplicarlas en su forma tradicional al actual estado aparente de la Santa Iglesia arrojan constantemente el equivalente eclesiástico de mensajes de error como "no encontrado" o "acceso no autorizado".

A todas estas versiones falsificadas de la fe se opone la fe tal como la Iglesia la presenta. Del mismo modo, frente a toda corrupción de la comunión y obediencia, se oponen las nociones de comunión y obediencia proporcionadas por la Iglesia. Y frente al concepto corrupto de pseudo-romanidad de ladrillo y mezcla que impulsa el actual movimiento para obtener el "reconocimiento" de lo que Mons. Lefebvre llamó repetidamente la Roma anticristo, está la propia noción de romanidad de Roma, como ya se ha expuesto anteriormente.

Si los esfuerzos del hombre por ejercer la creencia, comunión, obediencia y romanidad en el contexto de la crisis actual parecen verse constantemente frustrados por la imposibilidad, de modo que sus propias nociones de estas realidades tienden a distorsionarse, ello no es motivo para abandonar los esfuerzos o ceder a las distorsiones. Es un indicio cierto de error, no en los conceptos, sino en los datos que se introducen en ellos. Si las doctrinas católicas de creencia, comunión, obediencia y romanidad no pueden digerir los datos relativos al estado actual de la Iglesia, es hora de renunciar a intentar ajustar las doctrinas a los hechos y examinar más de cerca lo que estamos tomando por hechos hasta que descubramos el error subyacente.

La Santa Iglesia no puede llevarnos por mal camino. La Santa Iglesia no nos ha llevado por mal camino. La Santa Iglesia no nos llevará por mal camino.

En este contexto, está claro que la interpretación sedevacantista de la crisis evita todas las corrupciones y proporciona la clave para comprender los diversos errores en circulación.

Fuera de los círculos sedevacantistas vemos a la "Resistencia" asesinar la romanidad para conservar la fe, la moral y los sacramentos válidos, y vemos al ala izquierda de la SSPX poner en peligro la fe, la moral y los sacramentos válidos en homenaje a una romanidad puramente nominal. Quienes reconocen en Francisco a un verdadero Papa, pero rechazan los esfuerzos por llegar a un acuerdo con él se acercan peligrosamente a la negación de la doctrina, mientras que quienes buscan su reconocimiento como muestra de ser católicos fieles se acercan peligrosamente a la negación de los hechos. Los sedevacantistas pueden comprender y simpatizar con la parte que es verdadera en ambos, mientras deploran la parte que no lo es.

Estamos en deuda con Santa Brígida de Suecia por la noción, ahora proverbial, de que cuando los Papas abandonan Roma crece el césped en las calles de la ciudad. En nuestros días, el dicho se cumple de forma más dramática, ya que la ausencia durante cincuenta años de Papas católicos legítimos de la ciudad santa la ha dejado ahogada por una jungla incontenible de herejía.

La Roma a la que debemos lealtad es ciertamente una ciudad, pero no pertenece exclusivamente al ámbito de la geografía. El sucesor de Pedro debe suceder primero a la fe de Pedro, sin la cual no tiene más derecho a nuestra lealtad filial que el rabino principal de Roma.



 

[1] "… un grave problema se plantea a la conciencia y a la fe de todos los católicos desde el comienzo del pontificado de Pablo VI. ¿Cómo puede un Papa, verdadero sucesor de Pedro, seguro de la asistencia del Espíritu Santo, presidir en tan poco tiempo una destrucción de la Iglesia, la más profunda y extensa de su historia, cosa que ningún heresiarca ha conseguido jamás?" (Le Figaro, 4 de agosto de 1976).

[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiæ, II-II, q. 1, a. 6 ad primum y q. 2, a. 7, respondeo.

[3] Ibid. q. 4, a. 5: "… dado que creer es un acto del entendimiento que se adhiere a la verdad bajo el impulso de la voluntad, para que ese acto sea perfecto se requieren dos cosas: primero, que el entendimiento tienda de manera infalible a su propio bien, que es la verdad; segundo, que se ordene también infaliblemente al último fin en virtud del cual asiente la voluntad a la verdad. Esas dos cosas se dan en el acto de fe formada. Es, ciertamente, esencial a la fe que el entendimiento se ordene a la verdad, puesto que, como hemos dicho (q.1 a. 3), la fe no es susceptible de error. Por razón de la caridad que informa la fe, la voluntad debe ordenarse también infaliblemente al fin bueno".

Sin duda es verdad que un error específico en cuanto al objeto de la fe no es necesariamente incompatible con la virtud, pero esto sólo puede ser accidental y excepcional. Sin duda también, un católico confrontado con una desconcertante declaración doctrinal de la Santa Sede debería estar dispuesto a desconfiar de su propia razón antes que de la Iglesia. Pero un católico que ha sacrificado habitualmente su capacidad de distinguir una afirmación de su contradictoria no ha ejercido una virtud superior a la razón, sino un vicio que lo sitúa muy por debajo de ella. 

[4] “Cuarto: acepto sinceramente la doctrina de la fe trasmitida hasta nosotros desde los Apóstoles por medio de los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma sentencia; y, por lo tanto, de todo punto rechazo la invención herética de la evolución de los dogmas, que pasarían de un sentido a otro”.

“… mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad… no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la cultura de cada época, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca de otro modo se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio por los Apóstoles” (Dz. 2145, 2147). 

[5] Esta actitud es ejemplificada por el obispo Richard Williamson y se expone con notable claridad en su Eleison Comments, n. 511 (29 de abril de 2017) en el que parece argumentar que la exención de error por parte de la autoridad docente de la Iglesia Católica fue un privilegio especial concedido durante aproximadamente quinientos años después del Renacimiento, que ahora ha terminado ya que "la autoridad de la Iglesia está dañada sin posibilidad de arreglarse humanamente", por lo que Dios debe utilizar "algún otro medio para arrancar de nuestro mundo espiritualmente exhausto otra cosecha de almas". Apenas es necesario observar que la autoridad docente de la Iglesia, con la infalibilidad de su magisterio, tanto si se ejerce de forma ordinaria como extraordinaria, pertenece a su íntima constitución divina. Puede ser usurpada. Puede enmudecer. Una gran parte de ella puede quedar vacante durante un período substancial. Pero nunca puede quedar obsoleta como medio ordinario por el que Dios comunica su verdad divina a los hombres. 

[6] Artículo Ultramontanismo, redactado por Mons. Umberto Benigni, historiador y estrecho colaborador de San Pío X. 

[7] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiæ, II-II, q. 1, a. 3, "¿Si algo falso puede caer bajo la fe?".