9. Fidelidad a Roma durante la crisis actual
Estamos
viviendo la crisis más grave que la Iglesia haya conocido: la destrucción más
profunda y extensa de la Iglesia en su historia, más allá de lo que jamás
lograron ni siquiera los peores heresiarcas, ocurrida en un período muy breve y
aparentemente presidida por Papas. Esta es una observación, no un análisis,
y expone los hechos observados en términos tomados casi textualmente de Mons.
Lefebvre[1]. El
Arzobispo señalaba que tal situación presenta "un grave problema para la
conciencia y la fe de todos los católicos". Esto es innegable.
Es
evidente que los católicos deben reaccionar ante la crisis actual de una manera
compatible con su fe, con una conciencia correctamente formada y con todos sus
deberes para con la Iglesia, especialmente los de Creencia, Comunión,
Obediencia y Romanidad. También es evidente que muchos se han dejado llevar
por el carácter extraordinario de la crisis y han reaccionado mal, adoptando
posturas incompatibles con estos deberes.
La
paradoja de nuestro tiempo es la de una autoridad aparentemente legitimada para
decir a los católicos lo que deben creer como verdad divina, pero que cambia
sus instrucciones en cuanto al objeto de la creencia, exigiendo hoy a los
católicos que crean lo que ayer condenaban y que condenen lo que ayer creían. Esta
paradoja ha engendrado tres reacciones inaceptables desde el punto de vista del
deber fundamental de creer que llamamos fe católica.
1. El primero de estos errores consiste en substituir la fe por el
voluntarismo. Algunos católicos tratan la intimación a creer que emana
del Vaticano II o de las autoridades que se adhieren a él como se trataría
cualquier otra mera orden. Están dispuestos a obedecer. Si hoy se les
ordena creer que las mujeres no pueden ser sacerdotes y mañana se les ordena
creer que sí pueden, simplemente cambiarán su creencia como cambiarían
cualquier otra práctica de acuerdo con las órdenes de su suprema autoridad. Y
lo mismo se aplica a los innumerables otros puntos de creencia que han cambiado
en la Iglesia Conciliar, el último de los cuales es la admisibilidad de los
adúlteros no arrepentidos a la Sagrada Comunión.
Esta reacción viola la naturaleza de la fe, ya que la fe no es algo meramente verbal, sino que implica una comprensión suficiente del significado de su objeto de forma tal de excluir su contradictoria e impedir que llegue a creerla. Dios ha revelado doctrinas no con el fin primordial de probar nuestra docilidad, sino porque nuestra vida espiritual depende de conocer la verdad sobre ellas[2]. La verdad es inmutable y la fe es infalible, tal como indica el acto de fe[3].
Hay
católicos que hoy obedecen la orden de creer en X y mañana están
dispuestos a no creer en X si la misma autoridad se lo ordena. Para ellos, la
lista de los artículos de fe puede aumentar o disminuir: lo suyo no es razonar
por qué, lo suyo es aceptar y creer. Incluso pueden pensar que su fe es tanto
más heroica cuanto más a menudo y substancialmente se les pide que cambien su
objeto.
Pero
tal disposición viola de hecho tanto la fe como la lógica. Substituye el
conocimiento sobrenatural de la verdad inmutable por la prostitución del
intelecto dispuesto a abrazar secuencialmente proposiciones que no pueden
ser todas verdaderas.
2. El segundo error es un poco más sutil. Sus víctimas se niegan
rotundamente a renunciar a la fórmula que una vez recibieron de la
Iglesia para expresar su enseñanza, pero están dispuestos a adaptar el significado
de la fórmula con tal que se conserven las palabras. En teoría niegan a
su autoridad doctrinal el derecho a cambiar el objeto de la fe, pero en la
práctica lo conceden, a condición de que la nueva enseñanza se disfrace con la
antigua expresión. Esto es esencialmente modernismo y de ahí que se renuncie a
él en el juramento antimodernista[4].
3. La víctima del tercer error está en guardia para no caer en los errores
1 y 2, pero para evitarlos desarrolla un instinto para eludir el tipo de
predicamento que conduce a ellos. Adopta una fe reticente, minimizadora,
filtradora. Cuando la autoridad que reconoce enseña, es reacio a asentir
inequívocamente por temor a que pueda meterse en problemas debido a la
incompatibilidad con alguna enseñanza pasada o futura de la misma autoridad. Está
a la caza de motivos que le autoricen a no asentir. A la autoridad le costará
hablar con fuerza y enunciar el deber de creer con la claridad suficiente para
convencerle: siempre faltará una condición, aunque nadie se haya dado cuenta antes
de que era una condición. La fe es una habitación en la que tales
católicos se resisten a entrar a menos que sepan de antemano dónde está situada
la salida[5].
Estos
minimizadores son propensos a acusar a otros de ultramontanismo. Como
muchos otros términos despectivos, éste nos dice mucho más sobre quienes lo
utilizan que sobre aquellos a quienes lo aplican.
Muy sencillamente, en los años anteriores al Concilio Vaticano de 1870, el
término ultramontanismo fue utilizado por los galicanos (es decir, los
negadores de la infalibilidad papal y minimizadores de la jurisdicción papal)
como una etiqueta despectiva para quienes defendían las doctrinas que negaban. Una
vez que la Iglesia definió como dogmas la infalibilidad del Papa y su
jurisdicción suprema, plena, inmediata y universal, la palabra
"ultramontano", tal como se utilizaba entonces, se convirtió en
sinónimo de "católico" y no podía utilizarse despectivamente, salvo
por quien negaba la doctrina católica. De ahí que la Enciclopedia Católica
señale que:
"Ciertamente, los que combaten el ultramontanismo combaten, de
hecho, el catolicismo, aun cuando nieguen el deseo de oponerse a él"[6].
Hoy
en día, el término ha sido revivido por minimizadores de la autoridad papal que
no se avergüenzan de encontrarse en compañía de Döllinger y otros herejes que
hicieron uso de él en interés de su propaganda y, a su debido tiempo, perdieron
por completo la fe católica. Estos hombres no niegan
conscientemente la doctrina católica, pero lo mínimo que hacen es no estar
dispuestos a admitir que la enseñanza ordinaria de la Santa Sede goce de las
garantías divinas y del carácter obligatorio que la Santa Sede nos ha dicho que
tiene. No es desconocido que afirman explícitamente que los libros de teología
y eclesiología aprobados por la Santa Sede tendrán que ser revisados después de
la crisis para borrar los pasajes que hacen afirmaciones que creen que la
crisis ha falsificado.
Sin
embargo, ningún grado de entusiasmo ha logrado hasta ahora enunciar las
prerrogativas papales en términos más amplios o absolutos que los del propio
Cristo:
“Entonces Jesús le dijo: “Bienaventurado eres, Simón
Bar-Yoná, porque carne y sangre no te lo reveló, sino mi Padre celestial. Y Yo,
te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del abismo no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del
reino de los cielos: lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos,
lo que desatares sobre la tierra, estará desatado en los cielos” (Mt. XVI,
17-19).
Y
el término "ultramontanismo" se eligió simplemente porque, desde la
perspectiva de la mayor parte de Europa, la ciudad papal de Roma se encuentra ultra
montes, más allá de los Alpes. En otras palabras, la palabra ultramontanismo
es, en cuanto al significado, sinónimo de romanidad, pero en cuanto a su
uso, es la consigna de los anti-romanos.
Los
católicos que han caído en alguno de los tres errores anteriores han dejado de
creer como cree la Iglesia. No pueden querer decir realmente lo que
declara el Acto de Fe:
"Creo todo lo que la Iglesia Católica propone para ser creído, y
esto porque Dios, que es la verdad soberana, que no puede engañar ni engañarse,
ha revelado todas estas cosas a su Iglesia".
La
fe no es una especie de contorsionismo mental que exige a los creyentes asentir
al plat du jour doctrinal del
momento. Es un asentimiento sobrenatural de la inteligencia imperado por la
voluntad. Creemos lo que Dios ha revelado porque es verdad y, por lo tanto, debe
seguir siéndolo siempre[7]. Nuestra fe no se
extiende meramente a una fórmula, sino al significado que expresa.
Lo que un día creemos con la autoridad infalible de la Iglesia es visto como
verdadero. Por lo tanto, cuando decimos Credo, sabemos que la
misma verdad seguirá siendo verdadera por siempre y que cualquier afirmación
incompatible con ella es y debe seguir siendo falsa por siempre.
Del
mismo modo, las nociones de comunión y obediencia se han corrompido porque los
intentos de aplicarlas en su forma tradicional al actual estado aparente de la
Santa Iglesia arrojan constantemente el equivalente eclesiástico de mensajes de
error como "no encontrado" o "acceso no autorizado".
A
todas estas versiones falsificadas de la fe se opone la fe tal como la
Iglesia la presenta. Del mismo modo, frente a toda corrupción de la
comunión y obediencia, se oponen las nociones de comunión y obediencia
proporcionadas por la Iglesia. Y frente al concepto corrupto de pseudo-romanidad
de ladrillo y mezcla que impulsa el actual movimiento para obtener el
"reconocimiento" de lo que Mons. Lefebvre llamó repetidamente la Roma
anticristo, está la propia noción de romanidad de Roma, como ya se ha
expuesto anteriormente.
Si
los esfuerzos del hombre por ejercer la creencia, comunión, obediencia y
romanidad en el contexto de la crisis actual parecen verse constantemente
frustrados por la imposibilidad, de modo que sus propias nociones de estas
realidades tienden a distorsionarse, ello no es motivo para abandonar los
esfuerzos o ceder a las distorsiones. Es un indicio cierto de error, no en los
conceptos, sino en los datos que se introducen en ellos. Si las doctrinas
católicas de creencia, comunión, obediencia y romanidad no pueden digerir los
datos relativos al estado actual de la Iglesia, es hora de renunciar a intentar
ajustar las doctrinas a los hechos y examinar más de cerca lo que estamos
tomando por hechos hasta que descubramos el error subyacente.
La
Santa Iglesia no puede llevarnos por mal camino. La Santa Iglesia no nos ha
llevado por mal camino. La Santa Iglesia no nos llevará por mal camino.
En
este contexto, está claro que la interpretación sedevacantista de la crisis
evita todas las corrupciones y proporciona la clave para comprender los
diversos errores en circulación.
Fuera
de los círculos sedevacantistas vemos a la "Resistencia" asesinar la
romanidad para conservar la fe, la moral y los sacramentos válidos, y vemos al
ala izquierda de la SSPX poner en peligro la fe, la moral y los sacramentos
válidos en homenaje a una romanidad puramente nominal. Quienes reconocen en
Francisco a un verdadero Papa, pero rechazan los esfuerzos por llegar a un
acuerdo con él se acercan peligrosamente a la negación de la doctrina, mientras
que quienes buscan su reconocimiento como muestra de ser católicos fieles se
acercan peligrosamente a la negación de los hechos. Los sedevacantistas pueden comprender y simpatizar con la parte que
es verdadera en ambos, mientras deploran la parte que no lo es.
Estamos
en deuda con Santa Brígida de Suecia por la noción, ahora proverbial, de que
cuando los Papas abandonan Roma crece el césped en las calles de la ciudad. En
nuestros días, el dicho se cumple de forma más dramática, ya que la ausencia
durante cincuenta años de Papas católicos legítimos de la ciudad santa la ha
dejado ahogada por una jungla incontenible de herejía.
La
Roma a la que debemos lealtad es ciertamente una ciudad, pero no pertenece
exclusivamente al ámbito de la geografía. El sucesor de Pedro debe suceder
primero a la fe de Pedro, sin la cual no tiene más derecho a nuestra lealtad
filial que el rabino principal de Roma.
[1] "… un grave
problema se plantea a la conciencia y a la fe de todos los católicos desde el
comienzo del pontificado de Pablo VI. ¿Cómo puede un Papa, verdadero sucesor de
Pedro, seguro de la asistencia del Espíritu Santo, presidir en tan poco tiempo
una destrucción de la Iglesia, la más profunda y extensa de su historia, cosa
que ningún heresiarca ha conseguido jamás?" (Le Figaro, 4 de
agosto de 1976).
[2] Santo Tomás de
Aquino, Summa Theologiæ, II-II, q. 1, a. 6 ad primum y q. 2, a.
7, respondeo.
[3] Ibid. q. 4, a. 5: "…
dado que creer es un acto del entendimiento que se adhiere a la verdad bajo el
impulso de la voluntad, para que ese acto sea perfecto se requieren dos cosas:
primero, que el entendimiento tienda de manera infalible a su propio bien, que
es la verdad; segundo, que se ordene también infaliblemente al último fin en
virtud del cual asiente la voluntad a la verdad. Esas dos cosas se dan en el
acto de fe formada. Es, ciertamente, esencial a la fe que el entendimiento se
ordene a la verdad, puesto que, como hemos dicho (q.1 a. 3), la fe no es
susceptible de error. Por razón de la caridad que informa la fe, la voluntad
debe ordenarse también infaliblemente al fin bueno".
Sin duda es verdad que un error específico en cuanto al objeto de la fe no es necesariamente incompatible con la virtud, pero esto sólo puede ser accidental y excepcional. Sin duda también, un católico confrontado con una desconcertante declaración doctrinal de la Santa Sede debería estar dispuesto a desconfiar de su propia razón antes que de la Iglesia. Pero un católico que ha sacrificado habitualmente su capacidad de distinguir una afirmación de su contradictoria no ha ejercido una virtud superior a la razón, sino un vicio que lo sitúa muy por debajo de ella.
[4] “Cuarto: acepto
sinceramente la doctrina de la fe trasmitida hasta nosotros desde los Apóstoles
por medio de los Padres ortodoxos siempre en el mismo sentido y en la misma
sentencia; y, por lo tanto, de todo punto rechazo la invención
herética de la evolución de los dogmas, que pasarían de un sentido a
otro”.
“… mantengo firmísimamente la fe de los Padres y la mantendré hasta el postrer aliento de mi vida sobre el carisma cierto de la verdad… no para que se mantenga lo que mejor y más apto pueda parecer conforme a la cultura de cada época, sino para que nunca se crea de otro modo, nunca de otro modo se entienda la verdad absoluta e inmutable predicada desde el principio por los Apóstoles” (Dz. 2145, 2147).
[5] Esta actitud es ejemplificada por el obispo Richard Williamson y se expone con notable claridad en su Eleison Comments, n. 511 (29 de abril de 2017) en el que parece argumentar que la exención de error por parte de la autoridad docente de la Iglesia Católica fue un privilegio especial concedido durante aproximadamente quinientos años después del Renacimiento, que ahora ha terminado ya que "la autoridad de la Iglesia está dañada sin posibilidad de arreglarse humanamente", por lo que Dios debe utilizar "algún otro medio para arrancar de nuestro mundo espiritualmente exhausto otra cosecha de almas". Apenas es necesario observar que la autoridad docente de la Iglesia, con la infalibilidad de su magisterio, tanto si se ejerce de forma ordinaria como extraordinaria, pertenece a su íntima constitución divina. Puede ser usurpada. Puede enmudecer. Una gran parte de ella puede quedar vacante durante un período substancial. Pero nunca puede quedar obsoleta como medio ordinario por el que Dios comunica su verdad divina a los hombres.
[6] Artículo Ultramontanismo, redactado por Mons. Umberto Benigni, historiador y estrecho colaborador de San Pío X.
[7] Cf. Santo Tomás de
Aquino, Summa Theologiæ, II-II, q. 1, a. 3, "¿Si algo falso puede
caer bajo la fe?".