jueves, 3 de junio de 2021

Significación del Fenómeno del Pentecostés Apostólico, por Ramos García (VII de VII)

   A esta solicitación, que la fe espiritual hace en la voluntad humana, ésta puede responder de tres maneras: 

1) Con una mera veleidad de acatamiento a la ley divina; 

2) Con un acatamiento de ella, sincero sí, pero interesado, como efecto de la esperanza y el temor que en ella han producido las promesas y esperanzas; 

3) Con un acatamiento no solo sincero, sino desinteresado abrazándose in voto con el cumplimiento de toda ley divina, no solamente por razón de la sanción, sino también y sobre todo por ser ella la expresión de la adorable voluntad de Dios. 

En el primer caso, el hombre no ha dado un paso más hacia Dios ni hacia su propia justificación, consistente en la vital comunión con Él; sigue estacionado en la fe inicial, que solicita sin cesar el asentimiento sincero de su voluntad rebelde, y aun llega a producir en ella sentimientos de esperanza y de temor, pero estos sentimientos quedan en ella sofocados por la malicia o debilidad de la voluntad, sin producir en ella aquello a que naturalmente tienden por divina ordenación. 

En el segundo caso, el sujeto da ya un paso adelante; su voluntad acata sinceramente la ley, siquiera lo haga solo en fuerza de los sentimientos de esperanza y temor que en ella produce la sanción divina y con ello ha alcanzado el segundo estadio del proceso psicológico de la fe, que viene contenido en la esperanza, pero ha llegado al punto muerto del interés personal, y mientras no trascienda ese cerco egoístico de su propio interés no podrá llegar a la meta del proceso, que está en el amor desinteresado al Señor: la fe que obra por la Caridad (Gal. V, 6). 

En el tercero, el hombre trasciende ya el cerco del propio interés al acatar la ley de Dios como expresión de la adorable voluntad divina y llega efectivamente hasta Dios, y se pone, en cuanto es de su parte, en comunión con su Espíritu, y el Espíritu divino le invade e irradia toda el alma con su luz y la hace participante de su misma vida: 

“Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada” (Jn. XIV, 23). 

Estas palabras del Señor en el evangelio de San Juan señalan el término del proceso psicológico de la fe en orden a la justificación, así como el citado texto de San Pablo a los Tesalonicenses señalaba su principio con la doble intervención del Espíritu en la adecuada propuesta de la fe, la objetiva y la subjetiva, de donde trae su valor y eficacia sobrenatural todo el proceso. 

“Al presente permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; mas la mayor de ellas es la caridad” (I Cor. XIII, 13)”. 

Donde es bien manifiesta la alusión a los tres estadios del anterior proceso, en la inteligencia que la fe corre por los tres estadios, la esperanza con el temor por el segundo y tercero, y la caridad o amor de Dios sobrenatural, solo por el tercero, caridad que elevando verdaderamente a toda el alma sobre sí misma, se requiere y basta para justificar al hombre ante Dios, por manera que al primer acto de amor de Dios que el hombre hace en alas de la fe (charitas imperata a fide), Dios a su vez ama y se abraza con el hombre, y como el amor de Dios es efectivo, en ese abrazo le comunica su  propia vida y santidad, y con ello los actos de fe, esperanza y caridad, no retractados, quedan automáticamente convertidos en hábitos teologales: 

“Vendremos a él, y en él haremos morada” (Jn. l. c.). 

Y Dios, al abrazarse con el alma humana, ya blanda por el amor actual, imprime en ella la imagen de la divinidad como tal, y esta imagen, aunque accidental y creada, como recibida al fin en un sujeto creado, es esencialmente sobrenatural, como expresión específica de la divinidad, no hecha por arte como las demás criaturas, que Dios produce achicándose, por decirlo así, sino por modo de impronta total y natural del mismo Dios. He ahí el sello del Espíritu Santo, de que habla tantas veces San Pablo (II Cor. I, 22; Ef. I, 13; IV, 30; cf. Apoc. VII, 2, ss.). 

¿Carácter o gracia santificante? Yo creería más bien que esa huella integral y específica de la divinidad en el alma es propiamente el carácter, bien sacramental, o bien extrasacramental[1]; carácter que hace en el hombre las veces de la unión hipostática en Cristo, que pide y exige connaturalmente la gracia santificante, la cual se habría al carácter como el brillo a la figura. 

Como término de la vía psicológica, el hombre recibe siempre la imagen viva y luminosa de la divinidad; por la vía mistagógica, en cambio, puede recibir la imagen sin el brillo, el carácter, sin la gracia santificante. Y en todo caso ese brillo espiritual puede perderse por el pecado. Lo que no se perderá jamás es la imanen o impronta específica de la divinidad en el alma. El alma que haya sido una sola vez amorosamente abrazada por Dios, llevará siempre la impresión, el sello, el carácter, la huella o impronta específica de ese abrazo amoroso, imagen característica de Dios, remedo de la generación eterna del Verbo, aunque sin el brillo que le es connatural, remedo a su vez de la aspiración, del Espíritu Santo, a quien justamente se atribuye toda la obra de la santificación. 

Aun la resurrección de la carne según San Pablo se explica como un efecto de la inhabitación del Espíritu Santo en el hombre: 

Vivificará también vuestros cuerpos mortales a causa de ese Espíritu suyo que habita en vosotros” (Rom. VIII, 11). 

¿Será que Dios abrazará al menos una vez en la vida a cada uno de los mortales?[2] Problema es éste, el de la resurrección corporal en función de la inhabitación del Espíritu Santo que merecería estudiarse detenidamente. Yo no puedo hacer aquí más que insinuarlo, porque voy de vuelo, y antes de terminar, tengo que responder algunos otros reparillos. 

Si la vía psicológica basta para justificar al hombre ¿a qué fin la vía mistagógica añadida a ella en la Nueva Economía? Al doble fin de suplirla y completarla. Suple sus deficiencias por los sacramentos de muertos, completa sus efectos por los sacramentos de vivos. 

Efectivamente, la vía mistagógica suple las deficiencias de la vía psicológica. Cuando estancado el hombre en el segundo estadio, no se siente con ánimos para pasar al tercero, viene el sacramento de muertos, y unido al afecto de temor y de esperanza, trasporta al alma de un vuelo al tercer estadio, ahorrándole el último esfuerzo del acto de amor desinteresado. 

Pero la vía mistagógica no es sólo suplemento, sino también complemento de la psicológica. Puesto en efecto el hombre en estado de gracia por la posesión habitual del Espíritu Santo, puede estrechar más y más el abrazo moroso, y para eso no hay medio más eficaz que la recepción ordenada de los sacramentos de vivos, particularmente de la sagrada Eucaristía. 

Juzgo inútil insistir en cosas resabidas de todos, pero no quiero terminar sin advertir que la misma vía psicológica tiene otra manera de autenticidad en la Nueva que en la Vieja Economía. En la Nueva Economía ambas vías, la mistagógica y la psicológica, tienen el mismo origen y la misma garantía (pignus Spiritus), es a saber la presencia del Espíritu Santo en la comunidad como tal. De esa común fuente instalada en el seno de la Iglesia, proceden aquellos dos arroyos que fertilizan el campo de las almas, mientras que en la Sinagoga no había más que uno, y ese no procedía de su seno. 

Parecerá tal vez a alguno que, con tanto avalorar el ministerio de la Iglesia, derogamos a la Virgen María de sus prerrogativas singulares, frente a la gracia salvadora. No, la sana Mariología no tiene nada que perder, sino mucho que ganar en precisión con estas elucubraciones. A los mariólogos la tarea de armonizar ambos ministerios salvadores. Yo sólo apuntare que, con ser ambos universales, el de María y el de la Iglesia, el de ésta se limita a la dispensación de la gracia en virtud de la doble misión cristiana, la de la Iglesia en el mundo y la del Espíritu en la Iglesia, mientras que el ministerio de María no se limita a disponer la gracia, sino que primero nos la mereció con Cristo y en virtud de ese merecimiento la dispensa con él, pero ambos la dispensan por medio de la Iglesia, heredera de la plenitud espiritual de Cristo. 

Demos, pues, al aspecto místico de la Iglesia el lugar que se merece en la Teología. Descartada de ella la parte moral, yo dividiría la Teología dogmática en estas tres partes: Triadología, Cristología, Pneumatología, en la inteligencia que no hay más Dios verdadero que la Trinidad, y en la Trinidad hay dos misiones, la del Hijo y la del Espíritu Santo, y a ésta última, siquiera sea por apropiación, referiríamos cuanto contiene el Credo en sus últimos artículos: Credo in Spiritum Sanctum, sanctam Ecclesiam catholicam, sanctorum communionem, remissionem peccatorum, carnis resurrectionem et vitam aeternam. 

El Espíritu -y de ahí el nombre de Pneumatología- es el que daría unidad a este tercer tratado, pues no solo la rehabilitación de las almas sino también la de los cuerpos, es obra que se apropia al Espíritu (Rom. VIII, 11). 

Si con estas elucubraciones he logrado apartar alguna luz sobre la naturaleza, importancia y trascendencia del Pentecostés Apostólico, me doy por bien pagado de mi trabajo, expuesto ya sintéticamente en mi Summa isagógico-exegética, II, pág. 391 ss., y no me resta sino agradecer a mis oyentes su atención excesivamente benévola, y pedir al Señor que la semilla fructifique para gloria de Él y de su santa esposa la Iglesia. 

Colegio Mayor de Santo Domingo de la Calzada (Logroño), 27-IV-44. 

JOSÉ RAMOS GARCÍA, C.M.F.


 [1] Nota del Blog: Apenas unos pensamientos en voz alta, esto del carácter extrasacramental ¿podría aplicarse a los 144.000 sellados de los cap. VII y XIV del Apocalipsis? 

[2] Nota del Blog: ¡Vaya pregunta! A menos que estemos entendiendo mal lo que dice, dos cosas se nos vienen a la mente, una a favor y otra en contra: 

a) A favor: Tal vez esta hipótesis explicaría por qué el Anticristo y el Falso Profeta son enviados directamente en cuerpo y alma al lago de fuego y azufre, de donde nadie sale. 

b) En contra: ¿Qué hay de los infantes muertos sin el bautismo? Pues ciertamente que resucitarán para retomar sus cuerpos, pero nunca recibieron ese abrazo de Dios del que habla Ramos García.