miércoles, 25 de marzo de 2020

Sobre algunos grupos de personas en el Apocalipsis (II edición) (IX de XV)


Queda una sola objeción por responder a esta segunda parte. ¿Por qué se dice de los católicos que son el linaje de Israel? ¿No debería ser al revés?

La respuesta, como de costumbre, nos viene del mismo Lacunza[1]. Citamos este largo y esclarecedor pasaje:

“Hasta aquí hemos atendido solamente a las circunstancias de esta profecía: es a saber, ¿con quién habla, en qué ocasión, y para qué tiempo? Hemos concluido, al parecer con evidencia, lo primero: que se habla con Sión, antigua esposa de Dios, y que a ella sóla se dirigen, no una ni cuatro, sino todas las palabras consolatorias, y todas las promesas que contiene la profecía. Lo segundo: que se habla con esta antigua esposa de Dios, no en otro estado, sino en el estado de soledad, de viudez, de abandono, en que quedó después del Mesías, y después que otra esposa nueva ocupó su puesto. Lo tercero: que no habiéndose verificado jamás en la Sión con quien se habla, cosa alguna de cuantas se le dicen y prometen, deberemos esperar otro tiempo, en que todas se verifiquen: la mano del Señor no se ha encogido para no poder salvar (Is. LIX, 1).

Esto supuesto, veamos ahora brevemente las cosas mismas que se dicen y prometen a esta antigua esposa de Dios. Ellas son tan grandes, que por eso mismo se ha pensado que no pueden hablar con ella. Sin esto no hubiera habido quién se las disputase; puesto que las primeras palabras con que empieza el Señor su consolatoria, son tan amorosas, tan tiernas, tan expresivas, que ellas solas muestran claramente, que debe haber alguna grande y extraña novedad; así de parte de Sión, que llora su soledad y desamparo, como de parte del Mesías, que atiende a su llanto, y se pone de propósito a consolarla. “¿Puede acaso una madre (empieza diciendo) olvidarse de su tierno infante? ¿Puede mirar con indiferencia el dolor y aflicción del fruto de su vientre? Pues más fácil es esto, que no que yo me olvide de ti” (Is. XLIX, 15). Después de este primer requiebro sumamente expresivo, para que no piense que son únicamente buenas palabras, pasa luego a decirle toda la gloria y honra que le tiene preparada. Y en primer lugar le habla de su próxima reedificación siguiendo siempre la metáfora de la ciudad de David, es decir, le habla de su renovación, de su asunción, de su remedio pleno, cuyo diseño o cuyo plan, dice que lo tiene como grabado en sus propias manos (v. 16). Y como si ya estuviese concluida esta renovación, de que se habla en todos los Profetas, la convida en espíritu a que levante sus ojos, y mire por todas partes al rededor de sí (18 ss). ¿Y qué es lo que ha de mirar? Es aquello mismo que es toda la causa de su llanto. Lloras (como si dijera) porque me he pasado a las gentes, y vivido entre ellas tantos siglos, obligado de tu incredulidad, y de tu extrema ingratitud; ved aquí el fruto copiosísimo que se ha recogido por mi solicitud. Todos estos hijos de Dios, que estaban dispersos, se han congregado en uno, (Jn. XI, 52), todas estas ovejas, que no eran de este aprisco (Jn X, 16) han sido traídas a este ovil, o a este rebaño sobre mis propios hombros; y todos se han congregado y venido, no solamente para mí, sino también para ti. No tienes que mirarlos como extraños (Sal. XVII), tú eres su propia madre, y ellos son tus propios hijos. Yo te juro que de todos ellos te vestirás algún día, y todos te servirán de galas y de joyas preciosísimas: Vivo yo, dice el Señor, que de todos éstos serás vestida como de vestidura de honra, y te los rodearás como una esposa (v. 18).

Estos hijos tuyos (prosigue diciendo) no obstante que son hijos de tu esterilidad; estos hijos que te han nacido, sin saberlo tú, en aquellos mismos tiempos en que has vivido como viuda, y verdaderamente viuda y desamparada; estos hijos tuyos serán tantos, que no pudiendo caber en tus confines, desde el río de Egipto hasta el grande río Éufrates, te pedirán un espacio mayor en que habitar (expresiones todas conocidamente figuradas). Aún dirán en tus oídos los hijos de tu esterilidad: angosto es para mí el lugar, hazme espacio para que yo habite (v. 20). Entonces dirás, oh Sión, dentro de tu corazón: ¿quién me ha parido estos hijos? ¡Yo estéril, yo viuda, yo leño seco, incapaz tantos siglos ha de parir hijos de Dios! ¡Yo desterrada, cautiva, abominada de Dios y de los hombres, olvidada, destituida y sola! Y estos hijos míos, ¿de dónde han salido? Y éstos, ¿dónde estaban? Y éstos, ¿quién me los ha criado, sustentado y educado? (v. 21).


Paremos aquí un momento. Estas palabras ¿quién las dirá o a quién pueden competer? ¿Acaso a la Iglesia cristiana, a la esposa actual del verdadero Dios? ¿No veis la impropiedad y la repugnancia? La esposa actual no puede ni ha podido jamás decir con verdad: “yo estéril, y sin parir, echada de mi patria, y cautiva... desamparada y sola...”. Pues si esto no compete de modo alguno a la esposa actual, luego no se habla con ella de modo alguno; luego se habla con su antecesora. No hay medio entre estas dos cosas. Sabemos de cierto que Dios sólo ha tenido dos esposas. La primera la apartó de sí por justas razones, con indignación y con grande ira, la segunda, que entró en su lugar, es la que ahora reina; a ésta no le competen las palabras de que hablamos; luego a la primera; luego esta misma es la que las dirá algún día, a vista de los innumerables hijos de Dios que le han nacido en el tiempo mismo de su esterilidad.

Síguese de aquí, lo primero: que esta antigua esposa de Dios, actualmente estéril, desterrada, cautiva, destruida y sola, ha de salir algún día de su estado actual, ha de salir de su destierro, de su cautiverio, de su soledad, de su esterilidad; ha de ser llamada otra vez, y asunta a su antigua dignidad. Y si no, ¿cuándo, ni cómo podrá decir estas palabras? Y dirás en tu corazón: ¿Quién me engendró éstos? Yo estéril, y sin parir, echada de mi patria, y cautiva; y éstos, ¿quién los crió? Yo desamparada y sola... éstos, ¿en dónde estaban? Síguese lo segundo: que todos los hijos de Dios que han nacido, y en adelante nacieren y se congregaren de entre las gentes, todos son en la realidad hijos de aquella primera esposa; pues a ella se han de atribuir, a ella se han de agregar, a ella han de reconocer por madre, y le han de servir de ornamento y de gloria: vivo yo, dice el Señor, que de todos éstos serás vestida como de vestidura de honra, y te los rodearás como una esposa.

Se puede ahora temer, no sin gran fundamento, que estas cosas que acabo de decir os causen alguna gran novedad, y tal vez alguna especie de escándalo, pareciéndoos (aunque todavía muy confuso) que ya me acerco al precipicio, y que, al fin como judío, no estoy muy lejos de judaizar. No, amigo mío, no temáis donde no hay que temer; no seáis uno de aquellos de quienes se dice en el Salmo XIII, allí temblaron de miedo, donde no había motivo de temor. Estoy muy lejos y ajenísimo de esta estulticia. Lo que es judaizar y lo que únicamente merece este nombre, no ignoro. Así, creo firmemente como una verdad de fe, definida en el primer concilio de la Iglesia, que la circuncisión y las otras observancias puramente legales de la ley de Moisés, no obligan de modo alguno a los cristianos, ni son necesarias, ni aún conducentes para la salud; mas creemos ser salvos por la gracia del Señor Jesucristo (Hech. XV, 11). El creer alguna cosa contraria a esta verdad es lo que únicamente se llama judaizar. Si fuera de esto hay otra cosa que merezca este odioso nombre, yo la ignoro absolutamente, ni me parece posible señalarla. En consecuencia de esto, habréis reparado ya, o deberéis repararlo, que cuando digo que la casa de Jacob, la cual fue antiguamente pueblo de Dios y esposa suya, y ahora no lo es, lo volverá a ser en algún tiempo no hablo de otro modo que como habla la divina Escritura, esto es, que volverá a serlo en otro estado infinitamente diverso, y bajo de otro testamento nuevo y sempiterno: Y asentaré con ellos otra alianza sempiterna (Bar. II, 34); haré con vosotros un pacto sempiterno, las misericordias firmes a David (Is. LV, 3); y haré nueva alianza con la casa de Israel, y con la casa de Judá... (Jer. XXXI, 31); y haré con ellos un pacto eterno, y no dejaré de hacerles bien; y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí (Jer XXXII, 40).

Si aún con esta limitación os causan todavía novedad y extrañeza las cosas que voy hablando, me será necesario aplicaros aquellas palabras que decía Cristo, en ocasión muy semejante, al legisperito y pío Nicodemo: ¿Tú eres Maestro en Israel, y esto ignoras?  (Jn. III, 10). ¿Puedes ignorar que todos los hijos de Dios, que después del Mesías se han recogido y se recogerán de entre las gentes, son todos del linaje de aquella Mujer? Y si todos son de su linaje, luego todos son sus verdaderos hijos, y todos realmente le pertenecen; así como hablando según la naturaleza, todos los hombres somos hijos de Eva, y todos pertenecemos a esta común madre de todos. ¿Puedes ignorar que ninguno puede ser salvo, ni ser admitido a la dignidad de hijo de Dios sin la fe? ¿Y puede haber verdadera fe sino en los hijos verdaderos de Abrahán? Reconoced, pues, que los que son de la fe, los tales son hijos de Abrahán... Y así los que son de la fe, serán benditos con el fiel Abrahán (Gal. III, 7) ¿Puedes ignorar que no hay salud, ni la puede haber en la presente providencia, sino la que ha venido a las gentes por medio de los judíos? (Jn. IV, 22). Es decir, no hay salud, sino para los hijos verdaderos del fiel Abrahán, que por medio de una fe verdadera y sincera se han agregado a su familia. ¿Puedes ignorar, que todos los creyentes de las naciones no son ya en realidad aquellas mismas ramas silvestres, cortadas de los bosques e injertadas en buena oliva por la sabia mano de Dios? ¿Puedes ignorar que todo el fruto que han dado y pueden dar estas ramas silvestres, ni es ni son de su propia sustancia, ni de la sustancia de los árboles salvajes de donde fueron misericordiosamente sacadas, sino de la pingüe y preciosa sustancia de la buena oliva donde han sido injertos? ¿Tú eres Maestro en Israel, y esto ignoras?... y tú siendo acebuche, fuiste injerido en ellos, y has sido hecho participante de la raíz, y de la grosura de la oliva (Rom. XI, 17) Los que pensaren de otro modo deben esperar que luego inmediatamente les diga al oído su propio Apóstol: No te jactes contra los ramos (los propios de la buena oliva, cortados por la incredulidad), porque si te jactas, tú no sustentas a la raíz, sino la raíz a ti (Rom. XI, 18). No me detengo en lo que resta de la profecía de Isaías, porque algo se ha de dejar a la reflexión de quien lee; ello es tan claro, que no será menester mucho tiempo, ni mucho trabajo”.

Hasta aquí el genial exégeta chileno con su habitual don de interpretación del Texto Sacro.



[1] Op. cit. Fenómeno V, art. III, parr. IV.