Ahora pues, si la
navecilla del Evangelio es imagen de la Iglesia de Dios, ¿dónde está esta
Iglesia? ¿Es alguna otra fuera de la Católica que ya desde el origen atraviesa por
el mar entre las tempestades y borrascas sin haber perdido nada de su vida
indestructible e insuperable vigor? ¿O
tal vez la religión permanece en el Oriente, que subsiste desde hace siglos
inmersa en el limo del agua estancada, en medio de una profunda pero letal
tranquilidad? ¡Infeliz embarcación, construida demasiado sólidamente para ser
reducida a pedazos, pero destituida de velas y entenas, arrojada aquí y allá
sin movimiento ni vida, por el solo flujo y reflujo del elemento en el que está
sepultada, como una masa inerte, como un simulacro en un falso océano! Esta iglesia desprecia la persecución y ni
siquiera tiene el signo del odio del mundo. Conserva la existencia bajo la dominación y el yugo del poder civil,
del cual es como un instrumento, sin esperanza de producir ninguna aspiración o
intento de caridad vital. Ningún
misionero allí, clero sin actividad, prelados sin ciencia, monjes sin amor al
estudio, laicos sin celo. De ninguna manera es digna de excitar el furor de
la tempestad; ¡A ella no se le dijo: “conduce mar adentro y lanza vuestras
redes para pescar!”.
Pero ¿qué debemos pensar
ahora de una nave más espléndida, y equipada al menos con mejores armas de
ciencia, me refiero a la comunión anglicana
que entre las demás formas de protestantismo parece acercarse más a la norma de
sociedad o iglesia cristiana? Aquí al
menos ocurre el tumulto si es que no la actividad y aunque no avance en el
Océano, ciertamente no carece de movimiento interior. Allí todos los inventos
de los modernos son para ocultar los defectos y atenuar las imperfecciones; todo lo extrínseco brilla y está puesto en
pulcro orden, gobernadores peritos, navegantes celosos, cuya suerte depende
de la conservación de la nave; aprovisionado también abundantemente de sus
necesidades y beneficios temporales. Pero
éstos quieren tener prudentemente el ancla, no se animan a alejarse de la
tierra con peligro de perder la seguridad; en efecto, las velas y entenas y
la proa de la nave no están hechos para soportar el ímpetu del mar furioso, de
forma que aquí también se aplique lo dicho por el poeta:
“No tu popa
pintada del naufragio a salvarte bastaría, que no el piloto en tus adornos fía”[1].
Por lo tanto, no lejos de
la orilla, lanzan mientras tanto con elegancia las redes delicadas como una
recreación o placer; mientras tanto se escuchan clamores, conflictos y
perpetuas disensiones entre ellos. ¿Y qué tiene de maravilloso que la nave no
se mueva de ninguna manera? Mientras uno ordena que la velas se extiendan a
esta parte, otro extiende en la parte contraria hacia el otro en la popa, y si
algún remero intenta ir hacia adelante, inmediatamente otro le imprime un
movimiento hacia otra parte. ¡Tampoco
éstos recibieron la bendición del pescador, aquí no está la nave de Pedro!
Pero el Católico verá cumplida sobremanera de principio a fin la
divinísima alegoría de la nave apostólica. Verá a la mística barquilla zarpar
de la costa el mismo día en que Pedro comenzando a arrojar las redes para
pescar, consagró las primicias de la pesca al agregar alrededor de tres mil
almas; luego con el pensamiento se la sigue mar adentro, es decir, en la
profundidad de los pueblos, y se contemplan sus gloriosas vicisitudes a través
de los siglos. Mientras se iba con dificultad desde Jerusalén a Roma, la cabeza
del mundo, cuando he aquí que las puertas del infierno vomitan la atrocísima
tempestad contra la audaz navecilla:
“Una negra
noche se acuesta sobre el ponto, tronaron los polos y el éter reluce con
frecuentes relámpagos y todo se conjura para llevar la muerte a los hombres”[2].
Ahora desaparece la nave
entre la vehemencia de la persecución, ahora en lo alto de la ola se la ve caer
hasta que, devuelta la paz con
Constantino, encuentra un camino más seguro en aguas más tranquilas. Pero
es una tranquilidad de un intervalo más
breve; pues inmediatamente se hace sentir desde el Oriente el viento de las
grandes herejías y el peligro amenazaba más que antes. Algunas veces faltan
todos los recursos humanos. Dondequiera que uno mire, brama el oleaje, se
enfurece la tempestad, desfallecen los brazos; los rectores no ven en absoluto
hacia dónde dirigir la proa, a qué ola presentar el costado, a dónde dejar que
sea llevada la nave, cómo frenarla para que no se estrelle contra los peñascos.
Sin embargo, en el cielo estaba el que imperaba a las tempestades y las tornaba
en brisa y por lo tanto el intrépido capitán no desistía de la pesca comenzada.
Había dicho Pedro después de la
resurrección: Voy a pescar. Estas son
sus delicias hasta el fin de los tiempos, aunque amenace la faz del cielo o el
terrible rugido del Océano. Se le ordenaba lanzar las redes por todas
partes y si antes se había alegrado al ver la copiosa multitud de peces que
casi sumergía la pequeña nave en el lago de Genesaret, ¡cuánto más cuando Patricio a los pueblos de Irlanda, Agustín
a los ingleses, Bonifacio a los de Germania, Cirilo y Metodio a los eslavos,
condujeron las naciones desde lo profundo del agua al regazo de la Iglesia!
Pero de nuevo el dolor y
de nuevo el terror; en efecto, la pequeña nave de nuevo era golpeada con toda
clase de adversidades; primero con el
cisma de Occidente por el cual se rompía la red, luego con la tiranía de los
emperadores que hacían todo lo posible para oprimir la libertad eclesiástica,
finalmente (lo que fue el colmo de los males) en las gravísimas divisiones de
muchos que luchaban entre sí por el mismo sumo pontificado. ¿Qué diremos,
pregunto, sino que ya no queda ninguna esperanza humana? ¿Qué, si no que trae
consigo un naufragio cierto y el inevitable hundimiento? Sobre todo, cuando con Lutero se abrió el pozo del
abismo del cual comenzó a golpear la nave no con el furor de una herejía
especial sino con el fango de todas las herejías juntas, cuando Pedro en Pío VI
y Pío VII, arrancado de la pequeña nave, tuvo que caminar solo sobre el oleaje
del mar y del preparado abismo se oía la voz que decía: “La hemos devorado,
éste es el día esperado”[3]. Pero
en vano. El pequeño bote bendito seguía
su curso. Arrojaba las redes apostólicas a las indias, a América, a Oceanía, y
por todas partes del mundo apoyándose en su trabajo, llenaba los canastos con
presas vivas reservadas para Cristo y el cielo. Entre estos veía a sus
perseguidores uno después del otro sumergidos en la profundad. Veía y vé a
todos aquellos que procuraron una navegación separada, divididos entre sí,
errantes aquí y allá por el vasto mar, buscando en vano el camino sin jefe y
sin timón, a los cuales, sin ver el sol ni las estrellas, ya perdieron toda
esperanza de su seguridad. Por lo cual, desde hace algún tiempo, Pedro, que
siempre sede ante el timón, bajo el
anillo del pescador, enviaba cartas, obsecrando para que vuelvan a la
unidad fuera de la cual (hablo de aquellos que sabiendo y voluntariamente se
separan de ella) no hay ninguna salvación y ningún desembarco a aquella orilla
de la tierra de los vivientes donde Jesus resucitado espera a los suyos.
[1]
Oda XIV de Horacio.
»Nil pictis timidus navita puppibus confidit ;
tu nisi ventis debes ludibrium, cave ».
[2]
“Ponto nox incubat atra. Intonuere poli, et crebris micat ignibus aether,
praesentemque viris intentant omnia mortem” (Virgilio, La Eneida).
[3]
Lam. II, 16.