viernes, 20 de septiembre de 2019

La actividad doctrinal del Concilio Ecuménico, por Mons. Fenton (II de III)


En la Aeterni Patris, la Iam vos omnes, la declaración de apertura del Concilio Vaticano y la introducción a la constitución dogmática Dei Filius, el fin más inmediato del concilio ecuménico está descripto siempre en términos doctrinales. La Aeterni Patris, afirma la actividad doctrinal del concilio preocupado con “lo que puede ser lo más favorable para la definición de los dogmas de fe, para la condenación de errores agresivos, a la propagación, la explicación y la declaración más completa de la doctrina católica”.  La Iam vos omnes informa a quienes está dirigida que el Concilio Vaticano está destinado a trabajar “para disipar las tinieblas de errores tan pestíferos que, para el mayor daño de las almas, rige y se propaga diariamente por todas partes”. El Concilio Vaticano se describe a sí mismo como en sesión “para el aumento y exaltación de la fe católica y la religión y para extirpación de errores agresivos”. La constitución dogmática Dei Filius enumeró como los primeros dos logros del Concilio de Trento que “los santísimos dogmas de la religión fueron defendidos más firmemente y explicados más ricamente”, y que “los errores fueron condenados y reprimidos”.

A la luz de la enseñanza contenida en estas fuentes, es claro que la actividad doctrinal inmediata del concilio ecuménico es la declaración clara, adecuada y precisa de la verdad divinamente revelada que la Iglesia Católica ha sido encargada de enseñar infaliblemente y guardar fielmente hasta el fin del tiempo. Esta afirmación es hecha en uno de dos modos diversos. La Iglesia, en sus concilios ecuménicos, presenta esta enseñanza revelada ora positivamente, por medio de una afirmación inequívoca de la doctrina o negativamente, por medio de la condena de un error que lo contradice.

Esto se vé con fuerza especial en las palabras finales de la introducción de la Dei Filius, la constitución dogmática del Concilio Vaticano.

“Por lo tanto, nosotros, siguiendo los pasos de nuestros predecesores, en conformidad con nuestro supremo oficio apostólico, nunca hemos dejado de enseñar y defender la verdad católica, así como de condenar las doctrinas erradas. Pero ahora es nuestro propósito profesar y declarar desde esta cátedra de Pedro ante los ojos de todos, la doctrina salvadora de Cristo y, por el poder que nos es dado por Dios, rechazar y condenar los errores contrarios. Hemos de hacer esto con los obispos de todo el mundo como nuestros co-asesores y compañeros jueces, reunidos aquí como lo están en el Espíritu Santo por nuestra autoridad en este concilio ecuménico, y apoyados en la Palabra de Dios como la hemos recibido en la Escritura y la Tradición, religiosamente preservada y auténticamente expuesta por la Iglesia Católica”[1].


Es esencial que recordemos que la afirmación positiva de una doctrina como una verdad revelada por Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo, y la condena de una declaración como un error opuesto en cuanto tal a una verdad revelada, son dos medios diversos para cumplir exactamente la misma actividad. Lo que se lleva a cabo a través de estas dos vías es la presentación de una verdad precisamente como algo contenido en el cuerpo de la revelación que Dios nos ha dado en Su Hijo. Cuando se anatematiza una afirmación o se lo condena como herética, la enseñanza que contradice es propuesta de este modo como dogma. Y, por el otro lado, cuando se propone una enseñanza como dogma de fe, cualquier contradicción de esa enseñanza es manifestada como herética.

La Aeterni Patris, la Iam vos omnes, y la introducción a la Dei Filius resaltan el hecho que esta inmediata actividad doctrinal del concilio ecuménico trae consigo también un enriquecimiento de nuestro conocimiento de la verdad revelada. La Aeterni Patris habla del concilio ecuménico como habiendo sido convocado por los Soberanos Pontífices para promulgar decretos para que pueda contribuir “a la propagación, explicación y declaración más completa de la doctrina católica”. La Iam vos omnes describe la condena de los errores por parte del concilio ecuménico como ordenado “para construir e incrementar en el pueblo confiado a Nuestro cuidado, el reino de la verdadera fe, justicia y paz de Dios”. El párrafo que abre la constitución dogmática Dei Filius afirma que el Concilio de Trento trabajó hasta el final para que “los santísimos dogmas de la religión fueran definidos más firmemente y explicados más espléndidamente”.

Así, podemos ver que, según la enseñanza enfatizada en estos documentos, la actividad doctrinal inmediata del concilio ecuménico puede ser considerada como un acto con tres efectos diversos. Fundamentalmente es, en palabras de la Dei Filius, una acción en la cual el concilio mueve “para profesar y describir la doctrina saludable de Cristo, los errores opuestos proscriptos y condenados por el poder que Dios Nos ha dado (salutarem Christi doctrinam profiteri et declarare… adversis erroribus potestate Nobis a Deo tradita proscriptis atque damnatis)”[2]. La obra doctrinal inmediata del concilio ecuménico es, pues, la declaración de la enseñanza dada por Nuestro Señor como una verdad divinamente revelada. Definitivamente no es una afirmación de verdades que simplemente se desarrollaron de la propia enseñanza de Nuestro Señor.

Esta profesión y declaración de la enseñanza de Nuestro Señor por el concilio ecuménico constituye, antes que nada, una definición dogmática. Esta solemnísima declaración por parte del magisterium de la Iglesia definitivamente pone fin a cualquier legítima discusión dentro de la Iglesia con respecto a la precisión de las afirmaciones propuestas por el concilio como expresión de la enseñanza sobrenatural y revelada de Nuestro Señor. La enseñanza del concilio, al igual que la del Santo Padre que habla ex cathedra, es irreformable e irrevocable, no en razón de una aceptación subsiguiente por parte de la Iglesia, sino por la autoridad del concilio, confirmada y aprobada por el Romano Pontífice.

Luego, sea formulado en forma positiva o negativa, cualquier definición de un dogma promulgado por un concilio ecuménico es automática y necesariamente una condena de los errores opuestos a este dogma. La proposición negativa de un dogma es esencial y explícitamente la condena de alguna aberración doctrinal. La declaración positiva de un dogma, la declaración de una verdad como parte de la doctrina salvadora de Jesucristo, clara y obviamente implica el rechazo y la condena de cualquier afirmación contradictoria de o en discrepancia con la enseñanza presentada como dogma.

Finalmente, la definición con su condena concomitante del error es también una clarificación y explicación de la enseñanza de Nuestro Señor. Como resultado de la profesión y declaración de la doctrina salvadora de Cristo, las personas que aceptan Su enseñanza son beneficiadas con verse libres del peligro de no apreciar como parte de Su mensaje, alguna verdad que ha enseñado de hecho como Dios y como Enviado de Dios. Esta acción, a la luz de la enseñanza de Nuestro Señor, es vista como una bendición no mitigada para el pueblo de Dios.

La consideración de este triple efecto del único acto que es la actividad doctrinal inmediata del concilio ecuménico nos lleva al conocimiento de la actividad doctrinal central de esta asamblea. Este efecto central, según la enseñanza de los documentos, no puede ser otra cosa más que la preservación de la integridad y vitalidad de la fe católica.

A fin de apreciar esta verdad, debemos tener en cuenta el hecho de que, según la Dei Filius, uno de los fines fundamentales de la existencia de la Iglesia visible es su actividad que nos ayuda a aceptar y perseverar en la verdadera fe.

“Ya que «sin la fe... es imposible agradar a Dios» y llegar al consorcio de sus hijos, se sigue que nadie pueda nunca alcanzar la justificación sin ella, ni obtener la vida eterna a no ser que «persevere hasta el fin» en ella. Así, para que podamos cumplir nuestro deber de abrazar la verdadera fe y perseverar inquebrantablemente en ella, Dios, mediante su Hijo Unigénito, fundó la Iglesia y la proveyó con notas claras de su institución, para que pueda ser reconocida por todos como custodia y maestra de la Palabra revelada[3]”.

El Concilio Vaticano nos dejó una clara e iluminadora definición de la verdadera fe:

“La Iglesia Católica profesa que esta fe, que es «principio de la salvación humana», es una virtud sobrenatural, por medio de la cual, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos como verdadero aquello que Él ha revelado, no porque percibamos su verdad intrínseca por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios mismo que revela y no puede engañar ni ser engañado”[4].

Para nuestro estudio, las palabras claves son aquellas que afirman que la verdadera fe es aquella por la cual creemos como verdaderas las cosas que han sido realmente reveladas por Dios. Si le damos plena aceptación a esta enseñanza, estamos obligados a darnos cuenta que cualquier malinterpretación del mensaje revelado por Dios, incluso por parte de uno de los fideles, es un mal serio, aunque no necesariamente un mal moral. Es lamentablemente incongruente cuando, incluso sin falta, aquel que posee y profesa la verdadera fe católica está en duda o error con respecto a cualquier verdad contenida en el depósito público de la divina revelación.

La enseñanza dogmática del concilio ecuménico, con su afirmación de la doctrina saludable de Jesucristo, está planeada para vencer este mal, y permitir a los fieles gozar de la bendición de una percepción precisa y nítida del mensaje revelado por Dios. Dios quiso que su mensaje revelado sea aceptado completamente y como un todo. Solamente cuando es aceptado como un todo, en toda su integridad, puede funcionar propiamente como guía de la vida sobrenatural que tenemos por medio de la pasión y muerte de Jesucristo. Cualquier factor que tienda a obscurecer una de las verdades contenidas realmente en el mensaje revelado de Dios es objetivamente un mal. Es algo lamentable en sí mismo. Además, es algo que disminuye el verdadero brillo de la vida sobrenatural cristiana, de la cual la vida divina es la fuente de iluminación dada por Dios. Al definir el verdadero contenido del depósito de la fe, al condenar errores que militan contra la integridad de esa fe, y al explicar la enseñanza de Jesucristo, la enseñanza dogmática del concilio ecuménico es uno de los mayores beneficios para el pueblo del Dios vivo.



[1]Ibid. col. 250. DH 3000/1781.

[2] Ibid.

[3]Acta et Decreta, col. 252. DH 3012 /1793. 

[4] ​Acta et Decreta, col. 251. DH 3008/1789.