En
la Aeterni Patris, la Iam vos omnes, la declaración de
apertura del Concilio Vaticano y la introducción a la constitución dogmática Dei Filius, el fin más inmediato del
concilio ecuménico está descripto siempre en términos doctrinales. La Aeterni Patris, afirma la actividad
doctrinal del concilio preocupado con “lo que puede ser lo más favorable para
la definición de los dogmas de fe, para la condenación de errores agresivos, a
la propagación, la explicación y la declaración más completa de la doctrina
católica”. La Iam vos omnes informa a quienes está dirigida que el Concilio
Vaticano está destinado a trabajar “para disipar las tinieblas de errores tan
pestíferos que, para el mayor daño de las almas, rige y se propaga diariamente
por todas partes”. El Concilio Vaticano se describe a sí mismo como en sesión
“para el aumento y exaltación de la fe católica y la religión y para
extirpación de errores agresivos”. La constitución dogmática Dei Filius enumeró como los primeros dos
logros del Concilio de Trento que “los santísimos dogmas de la religión fueron
defendidos más firmemente y explicados más ricamente”, y que “los errores
fueron condenados y reprimidos”.
A
la luz de la enseñanza contenida en estas fuentes, es claro que la actividad
doctrinal inmediata del concilio ecuménico es la declaración clara, adecuada y
precisa de la verdad divinamente revelada que la Iglesia Católica ha sido
encargada de enseñar infaliblemente y guardar fielmente hasta el fin del
tiempo. Esta afirmación es hecha en uno de dos modos diversos. La Iglesia,
en sus concilios ecuménicos, presenta esta enseñanza revelada ora
positivamente, por medio de una afirmación inequívoca de la doctrina o negativamente,
por medio de la condena de un error que lo contradice.
Esto
se vé con fuerza especial en las palabras finales de la introducción de la Dei Filius, la constitución dogmática
del Concilio Vaticano.
“Por lo tanto, nosotros, siguiendo los pasos de
nuestros predecesores, en conformidad con nuestro supremo oficio apostólico,
nunca hemos dejado de enseñar y defender la verdad católica, así como de
condenar las doctrinas erradas. Pero ahora es nuestro propósito profesar y
declarar desde esta cátedra de Pedro ante los ojos de todos, la doctrina
salvadora de Cristo y, por el poder que nos es dado por Dios, rechazar y
condenar los errores contrarios. Hemos de hacer esto con los obispos de todo el
mundo como nuestros co-asesores y compañeros jueces, reunidos aquí como lo
están en el Espíritu Santo por nuestra autoridad en este concilio ecuménico, y
apoyados en la Palabra de Dios como la hemos recibido en la Escritura y la
Tradición, religiosamente preservada y auténticamente expuesta por la Iglesia Católica”[1].
Es esencial que recordemos
que la afirmación positiva de una doctrina como una verdad revelada por Dios
por medio de Nuestro Señor Jesucristo, y la condena de una declaración como un
error opuesto en cuanto tal a una verdad revelada, son dos medios diversos para
cumplir exactamente la misma actividad. Lo que se lleva a cabo a través de
estas dos vías es la presentación de una verdad precisamente como algo
contenido en el cuerpo de la revelación que Dios nos ha dado en Su Hijo. Cuando
se anatematiza una afirmación o se lo condena como herética, la enseñanza que
contradice es propuesta de este modo como dogma. Y, por el otro lado, cuando se
propone una enseñanza como dogma de fe, cualquier contradicción de esa
enseñanza es manifestada como herética.
La Aeterni Patris, la Iam vos omnes, y la introducción a la Dei Filius resaltan el hecho que esta inmediata actividad doctrinal
del concilio ecuménico trae consigo también un enriquecimiento de nuestro
conocimiento de la verdad revelada. La Aeterni
Patris habla del concilio ecuménico como habiendo sido convocado por los
Soberanos Pontífices para promulgar decretos para que pueda contribuir “a la
propagación, explicación y declaración más completa de la doctrina católica”. La
Iam vos omnes describe la condena de
los errores por parte del concilio ecuménico como ordenado “para construir e
incrementar en el pueblo confiado a Nuestro cuidado, el reino de la verdadera
fe, justicia y paz de Dios”. El párrafo que abre la constitución dogmática Dei Filius afirma que el Concilio de
Trento trabajó hasta el final para que “los santísimos dogmas de la religión
fueran definidos más firmemente y explicados más espléndidamente”.
Así,
podemos ver que, según la enseñanza enfatizada en estos documentos, la actividad
doctrinal inmediata del concilio ecuménico puede ser considerada como un acto
con tres efectos diversos. Fundamentalmente es, en palabras de la Dei Filius, una acción en la cual el
concilio mueve “para profesar y describir la doctrina saludable de Cristo, los
errores opuestos proscriptos y condenados por el poder que Dios Nos ha dado (salutarem Christi doctrinam profiteri et
declarare… adversis erroribus potestate Nobis a Deo tradita proscriptis atque
damnatis)”[2]. La
obra doctrinal inmediata del concilio ecuménico es, pues, la declaración de la
enseñanza dada por Nuestro Señor como una verdad divinamente revelada.
Definitivamente no es una afirmación de verdades que simplemente se
desarrollaron de la propia enseñanza de Nuestro Señor.
Esta
profesión y declaración de la enseñanza de Nuestro Señor por el concilio
ecuménico constituye, antes que nada, una definición dogmática. Esta
solemnísima declaración por parte del magisterium
de la Iglesia definitivamente pone fin a cualquier legítima discusión dentro de
la Iglesia con respecto a la precisión de las afirmaciones propuestas por el
concilio como expresión de la enseñanza sobrenatural y revelada de Nuestro
Señor. La enseñanza del concilio, al igual que la del Santo Padre que habla ex cathedra, es irreformable e
irrevocable, no en razón de una aceptación subsiguiente por parte de la
Iglesia, sino por la autoridad del concilio, confirmada y aprobada por el
Romano Pontífice.
Luego, sea formulado en forma
positiva o negativa, cualquier definición de un dogma promulgado por un
concilio ecuménico es automática y necesariamente una condena de los errores
opuestos a este dogma. La proposición negativa de un dogma es esencial y
explícitamente la condena de alguna aberración doctrinal. La declaración positiva
de un dogma, la declaración de una verdad como parte de la doctrina salvadora
de Jesucristo, clara y obviamente implica el rechazo y la condena de cualquier
afirmación contradictoria de o en discrepancia con la enseñanza presentada como
dogma.
Finalmente, la definición con
su condena concomitante del error es también una clarificación y explicación de
la enseñanza de Nuestro Señor. Como resultado de la profesión y declaración de
la doctrina salvadora de Cristo, las personas que aceptan Su enseñanza son
beneficiadas con verse libres del peligro de no apreciar como parte de Su
mensaje, alguna verdad que ha enseñado de hecho como Dios y como Enviado de
Dios. Esta acción, a la luz de la enseñanza de Nuestro Señor, es vista como
una bendición no mitigada para el pueblo de Dios.
La
consideración de este triple efecto del único acto que es la actividad
doctrinal inmediata del concilio ecuménico nos lleva al conocimiento de la actividad
doctrinal central de esta asamblea. Este efecto central, según la enseñanza de
los documentos, no puede ser otra cosa más que la preservación de la integridad
y vitalidad de la fe católica.
A
fin de apreciar esta verdad, debemos tener en cuenta el hecho de que, según la Dei Filius, uno de los fines
fundamentales de la existencia de la Iglesia visible es su actividad que nos
ayuda a aceptar y perseverar en la verdadera fe.
“Ya que «sin la fe... es imposible agradar a Dios» y
llegar al consorcio de sus hijos, se sigue que nadie pueda nunca alcanzar la
justificación sin ella, ni obtener la vida eterna a no ser que «persevere hasta
el fin» en ella. Así, para que podamos cumplir nuestro deber de abrazar la
verdadera fe y perseverar inquebrantablemente en ella, Dios, mediante su Hijo
Unigénito, fundó la Iglesia y la proveyó con notas claras de su institución,
para que pueda ser reconocida por todos como custodia y maestra de la Palabra
revelada[3]”.
El
Concilio Vaticano nos dejó una clara e iluminadora definición de la verdadera
fe:
“La Iglesia Católica profesa que esta fe, que es «principio
de la salvación humana», es una virtud sobrenatural, por medio de la cual, con
la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos como verdadero aquello que
Él ha revelado, no porque percibamos su verdad intrínseca por la luz natural de
la razón, sino por la autoridad de Dios mismo que revela y no puede engañar ni
ser engañado”[4].
Para
nuestro estudio, las palabras claves son aquellas que afirman que la verdadera
fe es aquella por la cual creemos como verdaderas las cosas que han sido
realmente reveladas por Dios. Si le damos plena aceptación a esta enseñanza,
estamos obligados a darnos cuenta que cualquier malinterpretación del mensaje
revelado por Dios, incluso por parte de uno de los fideles, es un mal serio, aunque no necesariamente un mal moral. Es
lamentablemente incongruente cuando, incluso sin falta, aquel que posee y
profesa la verdadera fe católica está en duda o error con respecto a cualquier
verdad contenida en el depósito público de la divina revelación.
La
enseñanza dogmática del concilio ecuménico, con su afirmación de la doctrina
saludable de Jesucristo, está planeada para vencer este mal, y permitir a los
fieles gozar de la bendición de una percepción precisa y nítida del mensaje
revelado por Dios. Dios quiso que su mensaje revelado sea aceptado
completamente y como un todo. Solamente cuando es aceptado como un todo, en
toda su integridad, puede funcionar propiamente como guía de la vida
sobrenatural que tenemos por medio de la pasión y muerte de Jesucristo. Cualquier
factor que tienda a obscurecer una de las verdades contenidas realmente en el
mensaje revelado de Dios es objetivamente un mal. Es algo lamentable en sí
mismo. Además, es algo que disminuye el verdadero brillo de la vida
sobrenatural cristiana, de la cual la vida divina es la fuente de iluminación
dada por Dios. Al definir el verdadero contenido del depósito de la fe, al
condenar errores que militan contra la integridad de esa fe, y al explicar la
enseñanza de Jesucristo, la enseñanza dogmática del concilio ecuménico es uno de
los mayores beneficios para el pueblo del Dios vivo.
[1] Ibid. col. 250. DH 3000/1781.
[2] Ibid.
[3] Acta et Decreta, col. 252. DH 3012 /1793.
[4] Acta et Decreta, col. 251. DH 3008/1789.