La actividad
doctrinal del Concilio Ecuménico, por Mons. Fenton
Nota del
Blog: El siguiente texto
está traducido del American
Ecclesiastical Review, 141 (1959): 117-128.
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Tres
documentos relacionados con el Concilio Vaticano suscitan con claridad sin
igual la actividad fundamental, no sólo de esa asamblea, sino de cualquier
concilio ecuménico que ha sido o será celebrado dentro de la Iglesia militante
del Nuevo Testamento hasta el fin de los tiempos. Estos documentos son la Aeterni Patris, la carta apostólica con
la que Pío IX convocó el Concilio Vaticano, la Iam vos omnes, una carta enviada por el mismo Sumo Pontífice “a
todos los Protestantes y otros no-Católicos” que profesan aceptar a Cristo como
Señor y Redentor, y el decreto de apertura del mismo concilio.
La Aeterni Patris, promulgada el 29 de
junio de 1868 contiene la siguiente afirmación:
“Tampoco fueron negligentes los Pontífices cuando
juzgaron oportuno, y especialmente en tiempos de los más serios disturbios y
calamidades para nuestra santísima religión y para la sociedad civil, convocar
concilios generales, de forma que, tomando consejo de los obispos de todo el
mundo católico, a quienes el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de
Dios, y uniendo fuerzas con ellos, puedan providente y sabiamente decretar lo
que sea lo más propicio especialmente para la definición de los dogmas de fe,
para la condena de errores agresivos, para la propagación, explicación y
declaración más completa de la doctrina Católica, para la protección y
restauración de la disciplina eclesiástica y para la corrección de las
costumbres corruptas entre los pueblos”[1].
La Iam vos omnes fue enviada el 13 de
Septiembre de 1868. Explica las actividades del próximo Concilio Vaticano en
sus afirmaciones de apertura.
“Ahora ya sabéis bien que Nosotros, aunque indignos,
hemos sido puestos en esta sede de Pedro, y por lo tanto puestos a cargo del
gobierno supremo y el cuidado de toda la Iglesia Católica, sobre la cual hemos
sido puestos por el mismo Cristo Nuestro Señor, hemos juzgado oportuno convocar
a todos los Venerables Hermanos Obispos de todo el mundo, y reunirlos en un
concilio ecuménico que va a tener lugar el próximo año. Hemos hecho esto a fin
de que Nosotros podamos ser aconsejados por estos mismos Venerables Hermanos
que han sido llamados a compartir Nuestra solicitud, con respecto a lo que
sea oportuno y necesario, tanto para disipar las tinieblas de tantos errores
pestíferos que, para mayor daño a las almas, rigen y se propagan diariamente
por todas partes, como para edificar e incrementar en el pueblo cristiano
confiado a Nuestro cuidado el reino de la verdadera fe, justicia y paz de Dios”[2].
La
tercera de estas declaraciones fue el acto por el cual el Concilio Vaticano,
como declaró en su primera sesión el 8 de diciembre de 1869, se declaró
oficialmente abierto. En esta sesión de apertura, Antonio Maria Valenziani, el
Obispo de Fabriano y Matelica, leyó el siguiente decreto desde el púlpito.
“Pío, Siervo de los Siervos de Dios, con la
aprobación del Sagrado Concilio, para perpetua memoria. Reverendísimos Padres,
quieran, para alabanza y gloria de la santa e indivisa Trinidad, el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo, para el aumento y exaltación de la fe y religión
católica, para la extirpación de los agresivos errores, para la reforma del
clero y el pueblo cristiano, para la paz y acuerdo común de todos, dar comienzo
al Sagrado Concilio Ecuménico, y declárese ahora estar en sesión”[3].
Todos
los Padres del Concilio que estaban presentes votaron placet. Este fue el primer acto oficial del Concilio Vaticano[4].
Los
tres documentos hablan de la condena de errores doctrinales que son dañinos a
la fe y que son en realidad actuales en la Iglesia como una preocupación
esencial, no sólo del Concilio Vaticano, sino de cualquier concilio Ecuménico
en la Iglesia Católica. La Aeterni Patris
habla también de definiciones dogmáticas y de la propagación, explicación y
desarrollo de la doctrina católica. El acto de apertura del Concilio Vaticano
describe esta asamblea como dirigida hacia “el aumento y exaltación de la fe y
religión católica”. La Iam vos omnes
afirma que el concilio ha sido convocado también “para construir e incrementar
en el pueblo confiado a Nuestro cuidado, el reino de la verdadera fe, justicia
y paz de Dios”.
Lo
que estos tres documentos tienen para decir sobre la actividad doctrinal del
concilio ecuménico está ilustrado y explicado magníficamente por un cuarto
documento, la introducción a la constitución dogmática Dei Filius, que fue promulgada por el Concilio Vaticano y aprobada
y confirmada por el Papa Pío IX durante la tercera sesión del Concilio. El
párrafo de apertura de esa introducción muestra que el fin del concilio
ecuménico fue alcanzado gloriosamente por el Concilio de Trento:
“El Hijo de Dios y redentor del género humano,
nuestro Señor Jesucristo, prometió, estando pronto a retornar a su Padre
celestial, que estaría con su Iglesia militante sobre la tierra todos los días
hasta el fin del mundo. De aquí que nunca en momento alguno ha dejado de
acompañar a su amada esposa, asistiéndola cuando enseña, bendiciéndola en sus
labores y trayéndole auxilio cuando está en peligro. Ahora esta providencia
salvadora aparece claramente en innumerables beneficios, pero es especialmente
manifiesta en los frutos que han sido asegurados al mundo cristiano por los
concilios ecuménicos, de entre los cuales el Concilio de Trento merece especial
mención, celebrados aunque fuese en malos tiempos. De allí vino una más
cercana definición y una más fructífera exposición de los santos dogmas de la
religión y la condenación y represión de errores; de allí también, la restauración
y vigoroso fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, el avance del clero
en el celo por el saber y la piedad, la fundación de colegios para la educación
de los jóvenes a la sagrada milicia; y finalmente la renovación de la vida
moral del pueblo cristiano a través de una instrucción más precisa de los
fieles y una más frecuente recepción de los sacramentos. Además, de allí
también vino una mayor comunión de los miembros con la cabeza visible, y un
mayor vigor en todo el cuerpo místico de Cristo. De allí vino la multiplicación
de las familias religiosas y otros institutos de piedad cristiana; así
también ese decidido y constante ardor por la expansión del reino de Cristo
por todo el mundo, incluso hasta el derramamiento de la propia sangre”[5].
Esta
declaración de los beneficios que trajo realmente por medio de o al menos con
ocasión del Concilio de Trento es, en última instancia, simplemente una
narración más detallada y completa de las bendiciones que, según Pío IX, la
Iglesia considera como actividad fundamental del concilio ecuménico como tal.
Aquí, como en los otros tres documentos, el fin o actividad del concilio
ecuménico está descripto de tal forma que implica que tal reunión está
designada en primer lugar para la instrucción auténtica de la Iglesia.
[1] Acta et
Decreta Sacrosancti Concilii Vaticani. Ver A.S.S., vol. IV (1868), pp. 3-9.
[2] Ibid., A.S.S., vol. IV (1868), pp. 131-135.
[3] Ibid., col.32.
[4] Cf. ibid., col.33.
[5] Ibid., columnas 248 sig.