martes, 25 de septiembre de 2018

Ezequiel, por Ramos García (V de XXI)


6. Paz externa y Paz interna.

Tras el anuncio de la caída de Tiro y Sidón añade el profeta: “y no habrá ya para la casa de Israel espina que punce, ni aguijón que lacere, entre todos sus circunvecinos que la desprecian” (Ez. XXVIII, 24). Y dice luego, en una nueva revelación, de la tranquilidad con que habitarán en su tierra, construyendo casas y plantando viñas, y acerca de esa tranquilidad el autor comenta: “Vueltos a la patria, trabajarán tranquilamente en la reconstrucción (cf. Is. LXV, 2; Am. IX, 13: Miq. VII, 4). Es el primer fruto de la piedad—cuando se confía en Dios—, el que no se tema, ni se tengan sorpresas desagradables; el auxilio divino nunca falta” (pág. 223, col. 1º). Como parenesis no está mal, pero estamos en plan de exégesis seria[1].

Y dista mucho de serlo la exégesis espiritual alegorista, con su euforia inagotable, a que nos tienen acostumbrados tantos comentadores. Con ello se resuelven fácilmente todas las dificultades de sentido. ¿Se resuelven, he dicho? No, que se palían. Porque si el texto profético me habla claramente de la paz externa, como Ezequiel aquí y en otras partes, yo no tengo el derecho de cambiarla por la interna: eso sería un truco. Si nuestra exégesis ha de ser sincera —y la verdad no necesita de oficiosidades—, hemos de ser más deferentes con el sagrado texto. Contra la formal protesta del Maestro (Mt. X, 34, y par.) y la terrible experiencia de la historia, aún se nos quiere persuadir que Cristo trajo ya el desarme universal, anunciado por Miqueas e Isaías. Pues ya, basta leer a Esdras, Nehemías y los libros de los Macabeos, para ver cuán tranquilamente vivieron y laboraron los israelitas repatriados en la restauración de sus valores nacionales.

Se olvida con harta frecuencia que aquella restauración histórica imperfectísima no era más que el presagio (Zac. III, 8) de la perfecta restauración escatológica que los profetas contemplaron, como en una imagen y no como en un principio a través de la restauración histórica y en la restauración escatológica se cumplirá la letra del sagrado texto, a tenor de la teoría antioquena, sin las glosas oficiosas del alegorismo alejandrino, que no deberían traspasar nunca los límites de la parenesis.


7. El “tsémah” (retoño) de la dinastía davídica.


Al final del primer vaticinio contra Egipto, por la ley frecuente del contraste, el Profeta pasa a anunciar la prosperidad de Israel: En aquel día (mal “nello stesso tempo”) haré crecer (hebr. atsmiah, de donde el tsémah) un cuerno a la casa de Israel (Ez. XXIX, 21). Alude a la restauración nacional bajo los auspicios de un caudillo de sangre real, Zorobabel, en alianza con el Sumo Sacerdote, Jesús, etc., como presagio de una restauración ulterior más cumplida (Zac. III, 8).

No me cansaré de repetirlo, pues es la clave para la interpretación de las grandes promesas messianas del ciclo babilónico. En la perspectiva del Profeta hay constantemente dos planos de visón, el próximo o también histórico, y el remoto o escatológico, de los cuales el segundo se divisa a través del primero que es su imagen. Y así tenemos la Babilonia histórica y la escatológica (= apocalíptica), y la dispersión histórica y la escatológica (= secular de Os.), la repatriación y restauración histórica, que ya tuvo lugar, y la escatológica que se espera (Ecco. XXXVI, 13 ss; Act. I, 6; III, 20 s.; Rom. XI, 26, s.; Ap. VII, 5 ss.; al. pass.).

La distinción de esos dos planos se va generalizando en exégesis, a tenor de la teoría antioquena, pero a nuestro juicio hay aquí un manifiesto error de perspectiva, introducido por el espiritualismo alegorista, consistente en identificar, sin más, el segundo plano con la institución del cristianismo, poniendo luego no sé qué relación de principio a término entre la liberación zorobabélica y la cristiana, realidades de orden diferente.

Es verdad que el Cristianismo, en el cual ha de formar algún día Israel en masa (Rom. XI, 26) no puede ser excluido de ese segundo plano, pero su expresión adecuada, no es el cristianismo en general, como supone aquí y en otras partes el autor, sino el cristianismo en un momento dado, cuando el primogénito de Dios, reintegrado políticamente y convertido a la nueva economía, ocupe en ella el lugar de preferencia, que según el plan divino le corresponde del judío primeramente, y también del griego (Rom. I, 16; II, 9 s. 12; cf. III, 1 ss.)— y que le fue negado sólo temporalmente (Rom. XI, 25 “donec”…), los dones y la vocación de Dios son irrevocables (Rom. XI, 29). La rehabilitación zorobabélica es el espécimen de la realidad futura, y aquel espécimen con esta realidad son los dos planos constantes de la perspectiva profética.

Cuando Israel se convierta, será por derecho propio el centro del reino messiano, Jerusalén, el centro de Israel; el pabellón de David, el centro de Jerusalén; el trono real de David, el centro de ese pabellón, y el tsémah, (el mismo caudillo de Os. etc.) el que ocupe el trono de David, su padre, y en él el Messías, cuyo representante es. Así todos los profetas, cada vez con más explicitud.

Pero al trono real de David no hay que confundirlo, como hace el alegorismo espiritualista, con el trono sacerdotal de Melquisedec. Aquí la alegoría está de más, pues siendo el Cristo rey y sacerdote (Sal. CIX), y tan propiamente rey como sacerdote (Pío XI), ha de sentarse a la vez en ambos tronos, en la persona de sus dos vicarios. Y habrá espíritu de paz entre ambos (Zac. VI, 13). Y éste (l. ésta) será la paz, y ésta y no otra será la paz por antonomasia.


8. El Pacto perpetuo con el nuevo Israel.

En la introducción a la segunda parte, disertando el autor sobre el pacto del Sinaí (pág. 246, col. 1º), le apellida implícitamente perpetuo en la llamada que hace a Ez. XVI, 60, donde explica que será perpetuo desde el momento que vendrá internamente impreso en los corazones, o como dice aquí, “comenzarán—finalmente—a cumplir las condiciones del antiguo pacto”, y alega Ez. XI, 14-21; XVI, 50-63 (pacto perpetuo); 20 etc.

No, el pacto perpetuo, al que aquí y en otras partes se alude, no es el antiguo pacto del Sinaí en cuanto grabado ahora en el corazón y no simplemente en las tablas de piedra. El pacto del Sinaí fué siempre esencialmente pasajero y temporal, como pedagogo que conduce a Cristo (Gal. III, 24) y en Cristo se evacúa (II Cor. III, 14). A diferencia de la ley del Pentecostés Apostólico, grabada en el corazón del hombre por el dedo del Espíritu Santo, la ley del Pentecostés Sinaítico fué sólo una intimación externa, que no vivificaba internamente el corazón (II Cor. III).

Conocida es la doctrina de San Pablo sobre la esterilidad de la ley mosaica para la justificación, a diferencia de la ley cristiana. Pudo aquella justificar también, a semejanza de los sacramentos de la nueva economía, si así le hubiera placido al Señor instituirla - porque si se hubiera dado una Ley capaz de vivificar, realmente la justicia procedería de la Ley (Gal. III, 21)-, pero de hecho no justificó nunca, cualesquiera que fuesen las disposiciones del sujeto, porque a Dios no le plugo concederle esa virtud que es y será siempre propia del Espíritu Santo: el Espíritu es el que vivifica (Jn. VI, 64).

La justificación del hombre, tanto en el antiguo como en el nuevo Testamento tiene sus raíces en la fe messiana. Ahora bien, esta fe no estriba en el pacto del Sinaí, sino en la promesa hecha anteriormente a Abraham y cumplida posteriormente en Cristo (Gal. III, 18).

El nuevo Israel no lo es por su vuelta del histórico cautiverio babilónico, ni por la puesta en marcha de las condiciones del antiguo pacto del Sinaí, sino por el nuevo espíritu, por la nueva vida, en el nuevo y eterno Testamento de la economía de gracia, que lejos de implicar observancia más sincera del pacto sinaítico, lo excluye positivamente (Hebr. VIII, 13), tanto que el nuevo Israel, ni aun se acordará del arca del antiguo pacto (Jer. III, 16).

El nuevo Israel no es sino en figura el que volvió del cautiverio babilónico. Ni es tampoco el pueblo cristiano recogido de la gentilidad (Rom. XI, 25) sustituto del Israel apóstata y disperso de hace siglos, sino este mismo pueblo de Israel, cuando después de la dispersión secular (Os. III; cf. I, 11; al.), vuelva otra vez a su tierra, a su rey y a su Señor. Entonces sí que será todo nuevo: pueblo, pacto, corazón, espíritu, salvo la organización externa que será una vuelta de lo antiguo: volverá el antiguo poderío (Mich. IV, 8), con el retoño (tsémah) de la dinastía davídica (Os. I, 11; = Is. IV, 2; XLV, 8; Jer. XXIII, 5; XXXIII, 14; Ez. XXIX, 21; XXVII, 16 ss.:  Zac. III, 8; VI, 12; cf. Ag. II, 24, etc., etc.).

Hay que renunciar de una vez a ver cumplidas en su realidad concreta las magníficas promesas hechas por los profetas a ese pueblo, en otra restauración de Israel, que no sea la escatológica. Entonces finalmente -aquí sí que está en su puesto el finalmente- le cumplirá el Señor por su misericordia cuanto le plugo prometer per su bondad. Palabra de Dios, palabra de rey. Nada de escamoteos, diversivos, ni sordinas.

Júzguese, por esta exposición, del resumen que el autor hace del contenido de la segunda parte del libro de Ezequiel:

“Nulla é perduto con la distruzzione del tempio e di Gerus.; il Signore é in mezzo a loro, e li ricondurrá, in breve volger d'anni, nella terra degli avi (XI, 16 ss.; XX, 40 ss.). Questi acceni giá cosi chiari -ma semplici accenni- saranno sviluppati nella seconda parte (cc. XXXII-XLVIII), anzi ne formeranno il tema esclusivo”.

Así el autor en la página 197, col. 2. Sólo es nuestro el subrayado de “esclusivo”.



[1] Nota del Blog: Imposible no esbozar una sonrisa…