sábado, 15 de septiembre de 2018

Ezequiel, por Ramos García (IV de XXI)


3) El desierto de las gentes.

El desierto de las gentes, adonde reunirá el Señor a Israel al sacarlo de entre las naciones (Ez. XX, 35), creemos que es el mismo del que habla Oseas, cuando dice: Por eso Yo la atraeré y la llevaré a la soledad y le hablaré al corazón (Os. II, 14; cf. Jer. XXXI, 2; Ap. XII, 6). Ahora bien, que esta soledad sea el desierto siro-arábigo, entre Babilonia y Palestina no es fácil admitirlo en Oseas y por lo mismo tampoco en Ezequiel. Ese desierto no sería otro que la propia Palestina hecha un desierto por obra de las gentes, mientras dure el destierro de sus antiguos poseedores, y en ese desierto se dejará oír algún día la voz del gran restaurador Elías (Mc. IX, 10-12, y par.; cf. Act. III, 21), en funciones de heraldo del gran Rey (Is. XL, 3 ss.), del que fué sólo un anticipo Juan el Bautista (Lc. I, 17; cf. III, 4 ss, y par.)[1].

La comparación entre Ezequiel y Oseas, aquí como en otros puntos, nos pone en la pista del verdadero alcance de ese retomo a la tierra prometida que no es sólo del resto de Jerusalén, sino también del de Samaria, ni parte precisamente de la Babilonia del Éufrates, sino de las varias regiones, a donde Israel fué disperso entre los gentiles. Tenemos así otra vez el retorno escatológico de todo Israel (Judá y Efraím), visto a través del retorno histórico de sola una parte (Judá), que es la cabeza y primera a moverse. Achicar estas grandiosas profecías al cuadro mezquino de la vuelta del cautiverio babilónico, nos parece que es algo así como confundir con el cliché de la cámara oscura su proyección en el telón.


Contra lo que el autor precisa más adelante (pág. 168), explicando XX, 30 ss, el resto de Israel, de que hablan las profecías, está llamado a ser algo colectivo (Judá y Efraím políticamente unidos), y las magníficas promesas hechas a esa colectividad (Ez. XXXVII, 15 ss.; al.), no se cumplen adecuadamente, ni en la restauración histórica a la vuelta del destierro babilónico, mero presagio de la escatológica (Zac. III, 8), ni menos en las  varias conversiones esporádicas del judaísmo al cristianismo.

Como colectividad Israel vive todavía bajo el signo de la exclusión de la salud messiana, que se cumplió en la última cernida, con que los amenazaba el Precursor (Lc. III, 17; cf. Mt. XXIII, 35 ss.). Nuestro autor, como tantos otros de su escuela, invertiría los términos, al ver en esa última cernida (pág. 152; cf. 155), la inclusión definitiva del resto de Israel en la salud messiana.

La verdad es que San Pablo lamenta la exclusión de Israel y aplaza la conversión para otro tiempo (Rom. XI).

Todo esto nos persuade que el desierto de las gentes, a donde el Señor lleva a Israel, no es el desierto siro-arábigo, entre Babilonia y Palestina.


4. El restaurador de la dinastía davídica.

En Ez. XXI, 32, con ocasión de la ruina de la dinastía davídica y del entero reino de Israel, vuélvese a hacer mención de aquel en quien se reanudará la dinastía y restaurará el reino dividido y arruinado, y en el comentario dase por supuesto que este restaurador es el Mesías en su primera venida.

Vale aquí cuanto queda dicho acerca del tallo tierno y del retoño (tsémah) con esto más, que el Messías no vino por de pronto a juzgar (reinar), sino a salvar (Jn. III, 17); no a traer la paz social sino la guerra (Mt. X, 34 y pár.); no a restaurar el reino de Israel, sino a presagiar su total ruina[2] (Mat. XXIII, 38; al. pass.); no a sentarse en el trono real de David, sino en el sacerdotal de Melquisedec, aguardando lo que resta (Heb. X, 12 s.).

Y es que se inhibió temporalmente de reinar en favor del derecho natural del César (Mt. XXII, 21 y par.), y por eso esquivó el cuerpo cuantas veces quisieron alzarle por Rey[3]. Algún día empero hará valer sus derechos reales (Lc. I, 32; cf. Hebr. II, 5.18; al.), es a saber, cuando Israel se convierta en masa de su doble apostasía secular, la política y la religiosa (Os. III, 4 s.); y entonces, y no antes, ya que aún prefiere el pueblo al César (Jn. XIX, 15), se sentará el Messías en el trono de David, según que está profetizado (Is. IX, 7; Lc. I, 32), mas no es necesario que se siente él personalmente, sino en la persona del continuador (el tsémah) de la dinastía davídica. Por derecho de devolución la llave de la casa de David (Is. XXII, 22) está ahora en manos del Messías (Ap. III, 7), esperando a que ese pueblo se convierta para ponerla en manos de su legítimo caudillo, cuyas proezas -las del caudillo con su pueblo—cantan Is. XLI y Miq. IV (cf. Mich. V, 8; al. pass.)[4].

Y desde ese momento Cristo consiguientemente tendrá dos vicarios en la tierra, el uno para lo temporal y el otro para lo espiritual, y habrá espíritu de paz entre ambos (Zac. VI, 13).

Esto lo dice Zacarías a propósito del caudillo Zorobabel y del pontífice Jesús, artífices principales de la restauración histórica postexílica, pero advirtiéndonos desde el principio que son varones de presagio (Zac. III, 8). Presagian, pues, respectivamente, a un nuevo Zorobabel que es el tsémah de la dinastía davídica (ib.) y a un nuevo Jesús, que en la nueva economía no puede ser otro que el pontífice romano, artífices a su vez de la ulterior restauración de gran envergadura, que venimos dibujando.


5. Una aplicación inopinada de la teoría antioquena.

Mucho nos place la explicación que el autor da a la primera profecía sobre la toma de Tiro por Nabucodonosor (Ez. XXVI), que según el común sentir está en discrepancia con la historia. Aunque otra cosa suenen ciertos vocablos de la letra del texto “la ruina total no será obra del rey caldeo, sino de Alejandro Magno y finalmente de los sarracenos” (página 208, col 2º). Es una flamante aplicación de la teoría antioquena; con ese salto profético del tipo (Nabuco.) al antitipo (Alejandro), en un mismo contexto literal. ¿Por qué no había de hacer lo mismo nuestro autor con tantísimas otras profecías en discrepancia no menos chocante con la historia, que se quiere paliar en vano con la interpretación alegórica? La sustitución de la alegoría alejandrina por la teoría antioquena echaría un puente seguro sobre tales discrepancias, lo mismo en éstas que en aquélla.

La misma interpretación comprensiva sobre la suerte de los montes de Edom (Ez. XXXV), con referencia a la dada sobre Tiro. Pero ¡qué fatalidad!, la suerte de los montes de Israel (Ez. XXXVI), en contraste intencionado con los de Edom, ya no merece el mismo tratamiento, y se recae en el resbaladero del alegorismo alejandrino.





[1] Nota del Blog: Esta es la misma opinión de Lacunza. Ya AQUI y en las subsiguientes entradas dimos nuestro parecer al respecto.

[2] Nota del Blog: Tal vez podría afirmarse con más seguridad que vino a Reinar sobre Israel (Mc. I, 15 conc.) pero ese reino sufrió violencia y fue arrebatado (Mt. XI, 12) o, en otras palabras, que “vino a su Casa (el Templo, el domingo de Ramos) y los suyos no lo recibieron” (Jn. I, 11).

[3] Nota del Blog: Error común entre los autores que pasan por alto el domingo de Ramos.

[4] Nota del Blog: Coincidiríamos completamente con el autor si a ésto lo ubicara después de la Parusía y no antes, como lo hace.