3) El desierto de las gentes.
El
desierto de las gentes, adonde reunirá el Señor a Israel al sacarlo de entre
las naciones (Ez. XX, 35), creemos que es el mismo del que habla Oseas, cuando
dice: Por eso Yo la atraeré y la llevaré a la soledad y le hablaré al corazón (Os.
II, 14; cf. Jer. XXXI, 2; Ap. XII, 6). Ahora bien, que esta soledad sea el
desierto siro-arábigo, entre Babilonia y Palestina no es fácil admitirlo en
Oseas y por lo mismo tampoco en Ezequiel. Ese desierto no sería otro que la propia
Palestina hecha un desierto por obra de las gentes, mientras dure el destierro
de sus antiguos poseedores, y en ese desierto se dejará oír algún día la voz
del gran restaurador Elías (Mc. IX, 10-12, y par.; cf. Act. III, 21), en
funciones de heraldo del gran Rey (Is. XL, 3 ss.), del que fué sólo un anticipo
Juan el Bautista (Lc. I, 17; cf. III, 4 ss, y par.)[1].
La
comparación entre Ezequiel y Oseas, aquí como en otros puntos, nos pone en la
pista del verdadero alcance de ese retomo a la tierra prometida que no es sólo
del resto de Jerusalén, sino también
del de Samaria, ni parte precisamente de la Babilonia del Éufrates, sino de las
varias regiones, a donde Israel fué disperso entre los gentiles. Tenemos así
otra vez el retorno escatológico de todo Israel (Judá y Efraím), visto a través
del retorno histórico de sola una parte (Judá), que es la cabeza y primera a
moverse. Achicar estas grandiosas profecías al cuadro mezquino de la vuelta del
cautiverio babilónico, nos parece que es algo así como confundir con el cliché
de la cámara oscura su proyección en el telón.
Contra lo que el autor precisa
más adelante (pág. 168), explicando XX, 30 ss, el resto de Israel, de que hablan las profecías, está llamado a ser
algo colectivo (Judá y Efraím
políticamente unidos), y las magníficas promesas hechas a esa colectividad (Ez.
XXXVII, 15 ss.; al.), no se cumplen adecuadamente, ni en la restauración histórica
a la vuelta del destierro babilónico, mero presagio de la escatológica (Zac.
III, 8), ni menos en las varias
conversiones esporádicas del judaísmo al cristianismo.
Como
colectividad Israel vive todavía bajo el signo de la exclusión de la salud
messiana, que se cumplió en la última cernida, con que los amenazaba el
Precursor (Lc. III, 17; cf. Mt. XXIII, 35 ss.). Nuestro autor, como tantos
otros de su escuela, invertiría los términos, al ver en esa última cernida
(pág. 152; cf. 155), la inclusión definitiva del resto de Israel en la salud messiana.
La
verdad es que San Pablo lamenta la exclusión de Israel y aplaza la conversión
para otro tiempo (Rom. XI).
Todo
esto nos persuade que el desierto de las gentes, a donde el Señor lleva a
Israel, no es el desierto siro-arábigo, entre Babilonia y Palestina.
4. El restaurador de la
dinastía davídica.
En
Ez. XXI, 32, con ocasión de la ruina de la dinastía davídica y del entero reino
de Israel, vuélvese a hacer mención de aquel en quien se reanudará la dinastía
y restaurará el reino dividido y arruinado, y en el comentario dase por supuesto
que este restaurador es el Mesías en su primera venida.
Vale aquí cuanto queda dicho
acerca del tallo tierno y del retoño (tsémah)
con esto más, que el Messías no vino por de pronto a juzgar (reinar), sino a
salvar (Jn. III, 17); no a traer la paz social sino la guerra (Mt. X, 34 y
pár.); no a restaurar el reino de
Israel, sino a presagiar su total ruina[2] (Mat. XXIII, 38; al. pass.);
no a sentarse en el trono real de
David, sino en el sacerdotal de
Melquisedec, aguardando lo que resta (Heb. X, 12 s.).
Y
es que se inhibió temporalmente de reinar en favor del derecho natural del
César (Mt. XXII, 21 y par.), y por eso esquivó el cuerpo cuantas veces
quisieron alzarle por Rey[3]. Algún
día empero hará valer sus derechos reales (Lc. I, 32; cf. Hebr. II, 5.18; al.),
es a saber, cuando Israel se convierta en
masa de su doble apostasía secular, la política y la religiosa (Os. III, 4
s.); y entonces, y no antes, ya que aún prefiere el pueblo al César (Jn. XIX,
15), se sentará el Messías en el trono de David, según que está profetizado (Is.
IX, 7; Lc. I, 32), mas no es necesario que se siente él personalmente, sino en
la persona del continuador (el tsémah)
de la dinastía davídica. Por derecho de devolución la llave de la casa
de David (Is. XXII, 22) está ahora en manos del Messías (Ap. III, 7), esperando
a que ese pueblo se convierta para ponerla en manos de su legítimo caudillo,
cuyas proezas -las del caudillo con su pueblo—cantan Is. XLI y Miq. IV (cf.
Mich. V, 8; al. pass.)[4].
Y desde ese momento Cristo consiguientemente
tendrá dos vicarios en la tierra, el uno para lo temporal y el otro para lo
espiritual, y habrá espíritu de paz entre ambos (Zac. VI, 13).
Esto
lo dice Zacarías a propósito del caudillo Zorobabel y del pontífice Jesús,
artífices principales de la restauración histórica postexílica, pero
advirtiéndonos desde el principio que son varones de presagio (Zac. III, 8). Presagian,
pues, respectivamente, a un nuevo Zorobabel que es el tsémah de la dinastía davídica (ib.) y a un nuevo Jesús, que en la
nueva economía no puede ser otro que el pontífice romano, artífices a su vez de
la ulterior restauración de gran envergadura, que venimos dibujando.
5. Una aplicación inopinada
de la teoría antioquena.
Mucho
nos place la explicación que el autor da a la primera profecía sobre la toma de
Tiro por Nabucodonosor (Ez. XXVI), que según el común sentir está en
discrepancia con la historia. Aunque otra cosa suenen ciertos vocablos de la
letra del texto “la ruina total no será obra del rey caldeo, sino de Alejandro
Magno y finalmente de los sarracenos” (página 208, col 2º). Es una flamante
aplicación de la teoría antioquena; con ese salto profético del tipo (Nabuco.)
al antitipo (Alejandro), en un mismo contexto literal. ¿Por qué no había de
hacer lo mismo nuestro autor con tantísimas otras profecías en discrepancia no
menos chocante con la historia, que se quiere paliar en vano con la
interpretación alegórica? La sustitución de la alegoría alejandrina por la
teoría antioquena echaría un puente seguro sobre tales discrepancias, lo mismo
en éstas que en aquélla.
La
misma interpretación comprensiva sobre la suerte de los montes de Edom (Ez.
XXXV), con referencia a la dada sobre Tiro. Pero ¡qué fatalidad!, la suerte de
los montes de Israel (Ez. XXXVI), en contraste intencionado con los de Edom, ya
no merece el mismo tratamiento, y se recae en el resbaladero del alegorismo
alejandrino.
[1] Nota del Blog: Esta es la misma opinión de Lacunza. Ya AQUI y en las subsiguientes entradas dimos nuestro
parecer al respecto.
[2] Nota del Blog: Tal vez podría afirmarse con más seguridad que
vino a Reinar sobre Israel (Mc. I, 15 conc.) pero ese reino sufrió violencia y
fue arrebatado (Mt. XI, 12) o, en otras palabras, que “vino a su Casa (el
Templo, el domingo de Ramos) y los suyos no lo recibieron” (Jn. I, 11).
[3] Nota del Blog: Error común entre los autores que pasan por alto
el domingo de Ramos.
[4] Nota del Blog: Coincidiríamos completamente con el autor si a
ésto lo ubicara después de la Parusía
y no antes, como lo hace.