miércoles, 9 de agosto de 2017

El que ha de Volver, por M. Chasles. Apéndice IV, Cristo Rey y Hombre en el Arte (I de II)

IV

CRISTO REY Y HOMBRE EN EL ARTE

El arte cristiano primitivo se inspiró en los dogmas; mucho tiempo conservó el espíritu tradicional de los primeros siglos, que enseñaba a las masas las glorias del reino mesiánico después de la vuelta gloriosa de Cristo.

Con el objeto de apoyar nuestra tesis en el Arte, tomaremos tres temas iconográficos que nos parecen muy significativos, y seguiremos bajo este punto de vista la evolución del arte cristiano. El arte cristiano representó hasta el siglo XII la realeza de Cristo. Enseguida su humanidad tomó este lugar. En vez del pequeño rey aparece como niño juguetón; en vez del Cristo coronado de piedras preciosas, aparece el Cristo coronado de espinas; en vez del Rey en majestad aparece el Hijo del hombre mostrando sus llagas.

El siglo XIII quita definitivamente su corona a Jesús

Paso a paso seguiremos la evolución de la representación de Cristo: en los brazos de su madre—clavado en la cruz—volviendo sobre las nubes. La evolución producida en estas tres formas iconográficas de la figura de Cristo es absolutamente la misma; perderá a través de los siglos su majestad real para ser finalmente privado de su corona.


I. EL NIÑO Y LA MADRE

Nuestro primer tema es Jesús niño sobre las rodillas o en brazos de su Madre. Esta representación iconográfica de Cristo toma su carácter en Bizancio; la Virgen está sentada y tiene al Niño sobre sus rodillas: los dos sobre el mismo eje, los dos en actitud hierática y real. Numerosas imitaciones de la "Théotokos" (Madre de Dios) se encuentran en Roma en donde se conservan todavía once en las cúpulas de las diferentes basílicas, siendo la más famosa de ellas la de Santa María Mayor.

Las Catedrales de Francia en el siglo XII estaban adornadas de esta escena llena de grandeza en la cual María presenta su Hijo Rey a la adoración de los hombres. Las más de las veces María tiene en su mano el cetro real que el Niño es impotente aún de mantener. El cetro es el gran símbolo que lo señala: "Va a destruir todas las naciones con cetro de hierro" (Apoc. XII, 5).

La dignidad es la característica de estas estatuas: el arte quiere servir a la gran causa del Rey divino. Las catedrales de Chartres, de París, poseen las más bellas; la estatua de la Mayor en Marsella tiene un carácter oriental casi salvaje. Más graciosa es la de Monserrat.


Pero pronto asistimos a la transformación de este espíritu primitivo; poco a poco van desapareciendo la dignidad de la Madre y del Niño. Vemos entonces un Niñito que juega sobre la falda de su Madre con el globo terráqueo; así se nos representa en el precioso marfil de la Saint Chapelle en el Louvre. La Virgen de Monserrat sostiene con respeto ese globo que pasa a ser después juguete del Niño. ¿No representa el globo el signo iconográfico del don prodigioso que Dios ofrece a su Hijo? "Pídeme y te daré en herencia las naciones, y en posesión tuya los confines de la tierra" (Sal. II, 8).

El artista que sin duda ha querido halagar el sentido dogmático disminuído de los cristianos de entonces, evoca a la Virgen María como una mamá dichosa, entretenida con el Niño risueño y amable, que sólo es un "chico". A veces le ofrece el pecho que Él toma ávidamente, o bien con audacia introduce su manecita por la túnica entreabierta de su madre.

No hay duda que estos grupos están llenos de matices muy humanos; son a veces — salvo algunos — verdaderas obras maestras de expresión femenina e infantil. Un arte joven lleno de savia se nos revela en estas estatuas y nos deja una sonrisa en el corazón.

La Virgen de Marturet en Riom es verdaderamente encantadora con su "chiquitín taimado"; el pajarito que tiene en su mano lo ha picado y él se enoja; deliciosos son ciertos cuadros de las escuelas del Norte que nos presentan escenas en que la Virgen envuelve al Niño con los pañales, o calienta su cuerpecito desnudo frente al fuego mientras los ángeles secan sus ropas al calor de la llama. En otros, la Madre hace tomar su sopita al Niño como en Gerardo David; para que el Niño tome bien la sopa la madre le da una cucharita tal como hacían nuestras mamás con nosotros. ¡La cucharita sopera ha venido a reemplazar el cetro real en las manos del Salvador del Mundo!

¿Es este un arte que servía para enseñar dogma al pueblo o para hacer brotar de su corazón una oración?

¡Este arte humano se transformó en pagano![1]

Cuando seguimos el simple desarrollo de este primer tema iconográfico de "El Niño y la Madre" se excusa la reacción protestante que suprimió la reproducción de las imágenes: ya los abusos no se medían.

De este modo ¡nuestro Jesús del siglo XII, Rey con cetro y corona real, sentado en el trono de los brazos maternos se transforma en el siglo XIII en un niño juguetón, divertido y por fin en "un chiquitín"!


2. EL CRUCIFIJO

Nuestro segundo estudio es el de Jesús Crucificado. Deberíamos decir para ser verídicos: (por lo menos cuando nos referimos a los siglos antiguos) el tema de Jesús glorificado sobre la Cruz.

Repugnaba, parece, a los artistas primitivos representar al Salvador sobre la Cruz bajo el aspecto humillado y doloroso. Se consideraba su muerte como un triunfo y muchas veces se confundía en el mismo tema iconográfico su crucifixión con su resurrección. "Sobre algunos sarcófagos, escribe M. Bréhier, la cruz desnuda se levanta coronada de laureles entre los cuales se destaca un monograma; dos palomas, signos de la resurrección, se posan sobre los brazos de la cruz y a los pies de ella están los soldados dormidos. Las dos escenas, coma vemos, están fundidas en una sola composición que expresa maravillosamente el sentido de triunfo que se daba al sacrificio del Calvario"[2].

Pronto vemos que se aísla a la cruz; pero como en el ábside de San Apolinario "in classe", de Ravena, es una gran cruz de pedrerías en la cual no figura el Crucificado.

En Monza, la cruz aparece vacía aún, pero a ambos lados están crucificados los ladrones. Más tarde esta misma cruz, todavía vacía, coronada por un busto de Cristo en un medallón; por fin, tenemos una cruz de orfebrería copta, que se conserva en el Museo del Cairo, que nos representa a Jesús sobre la cruz vestido con una larga túnica.

Se ha dado ya con el tema y se seguirá desarrollándolo. Pero Cristo sobre la cruz permanece siempre Rey, y a menudo está coronado de piedras preciosas; su faz es dulce y viril, pero no dolorosa. Lleva una larga túnica o colobium. Uno de los ejemplares más notables de este tema es el de Santa María la Antigua en el Palatino, atribuído al siglo VIII.

La catedral de Amiens conserva un hermosísimo ejemplar de este CRISTO, VIVO Y REY, SOBRE LA CRUZ. Italia venera el famoso San Voult de Luca.

Hasta aquí la cruz ha sido un trono, una glorificación para Aquél que en ella reposa. El crucificado es un Rey, no es un ajusticiado. Pero pronto en el siglo XIII, desaparece su carácter real y es Jesús hombre quien se nos muestra moviéndonos a la compasión. ¡Cómo no conmoverse al ver los dolores físicos atroces del crucificado, ante sus miembros estirados, sus manos crispadas, sus rodillas encogidas, su faz apagada, dolorosa, lamentable! Su cabeza está inclinada porque desde esa época Jesús es representado muerto sobre la Cruz.

La crucifixión de la parte superior de la catedral de Reims nos muestra este profundo cambio; mejor aún, el Cristo del Louvre, obra de Courajod, o bien el del Giotto, y por fin el encantador bajorrelieve de San Julián el Pobre, colocado bajo el altar.

Pero sobre todo es la crucifixión de Matías Grünewald la que nos permite medir la distancia enorme entre los dos temas, Cristo Rey sobre la Cruz y el hombre crucificado.

El realismo ha llegado a su cúspide y el místico que contempla esta representación dolorosamente trágica, alimenta su imaginación de estas ideas conmovedoras pero humanas. Olvida la realeza de Cristo para dar rienda suelta a su compasión por el pobre hombre, hombre de dolores solamente; aun se ha llegado a llamarlo "despojo humano".




[1] Nota del Blog: Confesamos que toda esta sección no nos termina de convencer ni de gustar.

[2] L. BREHIER, "L'art chrétien", París, Laurens, Pág. 80.