Nota del Blog: En el día de su
fiesta, y a la espera de su venida, hemos querido recordar a tan gran
santo con otro texto de E. Hello. El Anterior
Artículo estaba tomado de "Fisonomía de Santos", mientras que éste
es de "Palabras de Dios".
Aquí el autor reflexiona sobre una
particularidad muy propia de las hagiografías. Es un error muy común, y
perjudicial, que los autores nos presenten a los santos de tal forma que se hagan
inalcanzables para nosotros, y por lo tanto inimitables. Hello nos
recuerda, con un ejemplo muy elocuente, la falsedad de tal concepción.
ELIAS
Elías era un hombre
pasible semejante a nosotros.
(Epíst.,
Santiago, cap. V, vers. 17).
Tiene el hombre una
marcada tendencia hacia una idea vaga que expongo aquí: Piensa que los
hombres históricos, y en especial los hombres legendarios, no son de su misma
raza. Contra esta tendencia lucha Santiago en el texto que acabo de citar.
Siente la necesidad de recordar a los hombres que Elías era un hombre.
Los hombres, en efecto,
parecen despojarse de las preocupaciones que les provocaría el ejemplo de los
personajes importantes, si los personajes fueran hombres como ellos.
Y en su celo por verse
libres, arrojan en la lejanía de la leyenda a los grandes personajes. Los
relegan lejos de sí, más lejos, más lejos, más lejos, muy lejos, y cuando los
han situado lo bastante lejos como para sentirse a cubierto del contagio, los
sitúan en lo alto, más alto, más alto, muy alto, con el fin de saberse
preservados tanto por la altura, como por la distancia, de los inconvenientes
que podría acarrear la proximidad de la grandeza.
Les citáis algo hermoso.
"Sin duda, responden, no os digo lo contrario: ¡Pero era un santo!".
Es como si dijeran: "¡No
era un hombre!, era un santo. ¡Por lo tanto esto no me concierne! ¡Yo no soy un
santo, ni tengo la misma naturaleza! Es una raza extranjera cuyos actos me
interesan a lo sumo a título de curiosidad, pero no pueden tener para mí ningún
interés práctico. ¡Qué me importan esas gentes cuyo nombre está en el
calendario!; es una especie desaparecida, y no seré yo quien encuentre su
perdido molde."
He aquí por qué resulta
interesante hacer notar que Elías era un hombre, semejante a nosotros, capaz de
sentimientos humanos.
"Elías tuvo
miedo", dice la Escritura: ¿Pero en qué momento tuvo miedo? He aquí la
maravilla.
Es después del gran drama
del fuego y del agua. Acababa de mandar a los elementos y a los hombres.
Había desafiado a Acab;
había desafiado a los sacerdotes de Baal.
Había llamado al fuego del
cielo sobre el holocausto, y el fuego del cielo había descendido. Y no contento
con devorar el holocausto, el fuego del cielo había devorado la madera, las
piedras, el polvo, el polvo mismo. No es eso todo: el fuego del cielo había
devorado el agua que corría en torno del altar.
El fuego del cielo había
hecho cierto alarde, al colmar y exceder los deseos de Elías. El fuego
del cielo había hecho más de lo que se le pedía: había devorado con magnificencia.
Y el pueblo había caído de bruces, gritando: ¡Es el Señor Dios!
Y los sacerdotes de Baal
habían sido degollados. Después del fuego del cielo, Elías había
obtenido la sangre de los culpables.
Y después de la Sangre, he
aquí el Agua.
Elías
sube a la cumbre del Carmelo. Ora, con la cabeza entre las rodillas, y envía a
su siervo a mirar si cae la lluvia. Y el siervo obedece siete veces. A la
séptima inspección, una nubecilla aparece, pronto seguida de una intensa
lluvia. En general, en la Escritura, todo lo que va a ser enorme, comienza
siendo muy pequeño.
He aquí las Tinieblas, he
aquí la Nube; he aquí la Tempestad, he aquí el Agua que cae a torrentes.
El Agua, la Sangre y el
Fuego, tan a menudo unidos en la Escritura, corren los tres por orden de Elías,
en este Drama terrible, donde la Omnipotencia parece haberse puesto al servicio
del Profeta.
Había visto, oído,
sentido, tocado, palpado el socorro de Dios. Había llamado al fuego y éste
había llegado; al agua, y ésta también había llegado.
Había cerrado y luego
vuelto a abrir el cielo; desafiado a Acab y Baal, desafiado al tirano y al
demonio.
Holocausto, piedra, polvo
y agua, todas estas cosas devoradas, rendían testimonio a su poder.
Había triunfado sobre los
elementos, los hombres, los demonios.
Había llamado a Dios, y
Dios había respondido.
¡Qué momento para temer!
Y fué en aquel momento
cuando temió.
Aquel que Dios acababa de
glorificar por medio del testimonio del agua, la sangre y el fuego, aquél,
¡huyó ante una mujer, temblando!
Tenía miedo; ¿miedo de
quién?
¡Miedo de Jezabel!
¡Y se llamaba Elías!
Y temía a aquella que iba
a ser destrozada por los caballos y comida por los perros.
El, que había actuado
desde lo alto de su desprecio; él, que acababa de desafiar soberbiamente a su
ídolo y de destruir soberbiamente a sus abominables servidores; él, que, en el
triunfo de su Fuerza y su Justicia, acababa de ser coronado por las manos del
Rayo; Él, Elías, tiembla ante Jezabel.
Y su temblor fué tal que,
según una tradición hebrea, el carro de fuego lo arrebató apiadado de su miedo.
Como no podía soportar el miedo; como temblaba hasta el punto de no poder
soportar la tierra, fué arrebatado, dice la tradición, en el carro de fuego. El
carro de fuego fué la misericordia, de aquel que, al medir el miedo de Elías, y
al medir al mismo tiempo todo lo que él era, lo arrebató gloriosamente a la
tierra y al miedo, y lo arrebató con un soberbio arrebato hacia el lugar que lo
esperaba.
¿No está claro que Elías
era un hombre semejante a los otros? Su miedo impide dudarlo.
¿Y no está claro que el
hombre es hombre? ¡Qué pleonasmo!, pero, ¡qué paradoja! ¿Cuántas veces al día
olvida el hombre que es hombre?
Un emperador decía: "Sólo
es grande el hombre a quien hablo y en el momento en que le hablo."
Trasponed estas palabras y
ponedlas en la boca de Dios.
Tendréis una verdad
magnífica, magníficamente expresada.
¡Elías tiembla ante
Jezabel!
¿Y en qué momento? ¿Y a
pesar de qué recuerdo? ¿Y qué reciente recuerdo? ¿Y a pesar de qué protección
divina? ¿Y a pesar de qué magnificencia en la protección? Pero ni siquiera hay
que asombrarse.
Sólo es grande aquel a
quien Dios habla, y en el momento en que Dios le habla.