La dispersión debía seguirse. Moisés lo había predicho –¡y en qué términos, tan precisos como conmovedores!– después de la descripción de los sufrimientos de Jerusalén.
“Te esparcirá Jehová por entre todos los pueblos, de un cabo de la tierra hasta el otro cabo de la tierra… Y entre esos pueblos no encontrarás reposo ni descanso para la planta de tu pie; pues allí te dará Jehová un corazón tembloroso, ojos decaídos y un alma abatida.
Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo, tendrás miedo de noche y de día, y no confiarás de tu vida. A la mañana dirás: ¡Ojalá que fuera la tarde!, y a la tarde dirás: ¡Ojalá que fuera la mañana!, a causa del miedo que agita tu corazón y a causa de lo que tus ojos verán” (Deut. XXVIII, 64-67).
Lo que Moisés anunció con términos poderosos fue confirmado también a menudo por los Profetas. La destrucción de Jerusalén, el abandono de la tierra de Israel, la dispersión, fueron como los temas recurrentes que hubieran debido despertar el espíritu de los judíos y conducirlos por la vía recta.
“Haré de ella una desolación y no será podada ni cultivada; brotarán allí zarzas y espinas; y mandaré que las nubes no lluevan sobre ella” (Is. V, 6).
“Sión será arada como un campo; Jerusalén será un montón de escombros” (Miq. III, 12).
En el año 132, el Emperador Adriano hizo pasar el arado sobre la explanada del Templo, cumpliendo la profecía sin conocerla.
Y he aquí que Jeremías clama a Jerusalén:
“¡Oh
muro de la hija de Sión, derrama, cual torrente, tus lágrimas noche y día!”
(Lam. II, 18).
El Muro de los Lamentos era como contemplado por el profeta, que lloraba a su pueblo ingrato y rebelde. El muro, donde lloran siempre a su “santa Sión” centenares de judíos, es el testigo permanente del pasado y de la veracidad de la profecía.
La destrucción total del
Templo y de la ciudad de Jerusalén sería inexplicable si las únicas causas
fueran las circunstancias humanas. ¡Cuántos templos se levantan todavía y por
todas partes: en el valle de Un, en Atenas, en Baalbek, en Roma! Los antiguos
zigurats aparecen repentinamente de las arenas de Mesopotamia.
¿Cómo explicar semejante
contraste? Una sola respuesta es posible, y solamente la Biblia nos la da.
Ninguno de esos famosos monumentos –no tan famosos, sin embargo, como el Templo
del Eterno– había oído pronunciar sobre sí, por el mismo Cristo:
“No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada”.
El Templo de Jerusalén cargaba con el peso de un juicio terrible. ¡Se ha cumplido!
En cuanto a la estrechez del pueblo, fue inmensa. Cierto, el judío, que sabe levantarse, restableciendo las situaciones a primera vista sin salida, ha ejercido a través de los siglos una influencia política, financiera, comercial, sino en primer plano, al menos muy profunda, a menudo secreta. Sin embargo, ha seguido siendo un pueblo perseguido, acorralado en los guetos, masacrado en los pogroms, detestado por los nazis. Pero Israel es un testigo de la profecía y su caso sigue siendo sorprendente, como su permanente actualidad. Creemos que es alrededor de él que se desarrollará el próximo conflicto mundial, tal vez el último.
Mientras todos los pueblos de la antigüedad, sin excepción, han desaparecido, Israel es indestructible. Ahora bien, este sobreviviente, en medio de las inmensas conmociones que hicieron desaparecer sucesivamente a las civilizaciones antiguas, hubiera podido fundirse también en el crisol de los pueblos, y no distinguirse más de un ruso o un polaco, de un francés o de un alemán, de un inglés o un americano. Pero no, el judío permaneció judío, en Rusia o en Polonia, en Francia o en Alemania, en Inglaterra o en América.
Ese es un hecho único, un hecho impresionante, un hecho que espanta a las naciones y que coloca, evidentemente, “la cuestión de Israel” a la cabeza de aquellas que las conferencias internacionales intentan solucionar.
La cuestión del Estado judío, del “reino de Israel”, se plantea, si no por primera vez, al menos con miras a su primera realización posible[1].
Estemos muy atentos a estas
cosas, llenas del misterio de Dios. Nunca olvidemos que Israel está unido al
plan divino sobre el mundo.