domingo, 2 de enero de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, El Misterio de los primeros Reyes (II de III)

   b) El Rey Saúl 

Saúl fue consagrado rey y reconocido por las tribus reunidas, pero se va a imponer un terrible desafío: 

“¿Queréis un rey como las demás naciones, para que os conduzca vuestras guerras? Y bien, que vuestro rey os defienda ahora contra las naciones invasoras”. 

Tal era lenguaje que Dios podía tener para con su pueblo. 

Ahora bien, he aquí que los filisteos retoman las armas. Se prepara un encuentro. Saúl está lleno de ardor. Una primera vez salió victorioso de los amonitas e incluso de una pequeña tropa filistea, pero ahora los filisteos reúnen mil carros y seis mil hombres a caballo. 

Los hombres de Israel se agrupan; esperan la victoria por la intervención de la ofrenda del corderito que mamaba, como ocurría antiguamente. Pero Samuel, que debía venir al séptimo día para ofrecer ese sacrificio al Eterno, no llegaba. 

“El pueblo que estaba con Saúl se iba dispersando. Dijo Saúl: «Traedme el holocausto y las víctimas pacíficas», y él mismo ofreció el holocausto”. 

Cuando Samuel llegó, le dijo a Saúl: 

Has obrado neciamente; no has guardado el mandamiento que te intimó Jehová, Dios tuyo. Jehová estaba ya para establecer tu reino sobre Israel para siempre; pero ahora tu reino no se mantendrá. Jehová ha buscado para sí un hombre conforme a su corazón” (I Rey. XIII, 5-14). 

El castigo no se hizo esperar; la guerra en estado endémico es entonces la condena del gobierno de Saúl. La situación devino incluso muy grave por el hecho del gigante filisteo Goliat, que se presenta para provocar a Israel al combate. 

c) El Rey David

Es entonces que Dios suscita al joven David, quien, con una simple piedra de una honda, en su traje de pastor, derriba al gigante armado. ¿La debilidad de los medios empleados no probaba que Dios estaba con él y que Él solo era el verdadero vencedor del adversario? David, por lo demás, se eclipsa ante Dios y dice: 

“Toda esta multitud conocerá que no por espada, ni por lanza, salva Jehová; porque Jehová es el Señor de la batalla” (I Rey. XVII, 47). 

Samuel irá a Belén para consagrar a David, y grande será su sorpresa ante la elección de Dios del último hijo de Jesé, un joven pastor. La misión del nuevo elegido del Eterno permanece escondida –como escondido estará Jesús durante treinta años– durante el reino de Saúl; su hora no había llegado. ¿No era preciso sustraerlos, a uno y otro, de la vigilancia del verdadero enemigo, Satanás? 

Cuando David recibió abiertamente las insignias de la realeza y conquistó la ciudad de los jebuseos, Jerusalén, pensó construir “una casa” al Eterno, el cual no tenía entonces sino la tienda del desierto. Le comunica todo su pensamiento y sus proyectos al profeta Natán. 

Pero la noche siguiente, la palabra de Dios le es dirigida al vidente: 

“Habla ahora de esta manera a mi siervo David: “Así dice Jehová de los Ejércitos: Yo te saqué de las dehesas, de detrás de las ovejas, para que seas príncipe de Israel, mi pueblo. He estado contigo dondequiera que andabas, he exterminado a todos tus enemigos de delante de ti, y he hecho grande tu nombre como el nombre de los más grandes de la tierra. He señalado un lugar para Israel, mi pueblo, y lo he plantado, de modo que puede habitar en su propio lugar, sin ser inquietado, pues los hijos de iniquidad ya no lo oprimirán como antes, desde el día en que constituí jueces sobre Israel mi pueblo. 

Te he dado descanso de todos tus enemigos, y Jehová te hace saber que Él te edificará una casa. Cuando se cumplieren tus días y tú descansares con tus padres, Yo suscitaré después de ti, un descendiente tuyo que ha de salir de tus entrañas, y haré estable su reino. 

Él edificará una casa para mi nombre: y Yo afirmaré el trono de su reino para siempre, Yo seré su Padre y el será mi hijo. Cuando obrare mal, le reprenderé con vara de hombres y con azotes de hombres. Con todo no se apartará de él mi misericordia como la aparté de Saúl, al cual he quitado de delante de ti. 

Tu casa y tu reino serán estables ante Mí eternamente, y tu trono será firme para siempre”. 

Natán refirió todas estas palabras y esta visión. 

David respondió al Señor con una admirable oración, llena de humildad, de confianza, de amor agradecido. Pero se presentó ante el Eterno sentado y no de pie, en la posición habitual de la oración[1]. 

“¿Quién soy yo, oh Señor, Jehová, y cuál es mi casa, para que me hayas conducido hasta aquí?... has hablado de nuevo también en favor de la casa de tu siervo para los tiempos futuros... has hecho toda esta obra tan grande, y la has dado a conocer a tu siervo... 

¿Y hay en la tierra pueblo como tu pueblo, como Israel, al que Dios haya venido a rescatarle para hacerle el pueblo suyo y darle nombre, obrando maravillas en su favor y prodigios en favor de tu tierra, rechazando de delante de tu pueblo que redimiste de Egipto para Ti mismo, las naciones con sus dioses? 

Tú constituiste a tu pueblo Israel pueblo tuyo para siempre [en el sentido de “por el siglo futuro”, como más arriba]; y Tú, oh Jehová, te hiciste Dios suyo. 

Ahora, oh Jehová Dios, mantén siempre firme la promesa que has hecho respecto de tu siervo y respecto de tu casa, y haz según tu promesa... 

Sea ahora de tu agrado bendecir la casa de tu siervo, para que subsista siempre delante de Ti; pues Tú, Señor Jehová, lo has prometido; y con tu bendición será por siempre bendita la casa de tu siervo (II Rey. VII, 1-29). 

Este magnífico anuncio profético es la clave de la institución de la realeza en relación con la venida del Mesías. Dios toma en esa hora un compromiso lleno de consecuencias que permitirá a los profetas, a los fieles de Israel, en la hora más sombría de su historia, esperar al Mesías, salido de David. Por eso, incluso las personas simples y los niños, en los tiempos evangélicos, podrán expresar su fe y reconocer con gritos de súplicas y de alegría al Rey, hijo de David, que esperan: 

“¡Ten misericordia de nosotros, hijo de David!” (Mt. IX, 27). 

Ha de venir del linaje de David (Jn. VII, 42). 

“¿No es el hijo de David?” (Mt. XII, 23), dirá la muchedumbre. 

“Hosanna al hijo de David” (Mt. XXI, 9 y 16). 

“Bendito sea el Reino de David, nuestro padre” (Mc. XI, 10). 

Si la profecía de Natán se refiere a Salomón, el constructor del Templo, cuyo trono será poderoso, tenemos la seguridad de que se relaciona sobre todo con el Reino eterno de Cristo, cuyo trono será confirmado para siempre. 

El ángel Gabriel no describe de otra manera al Niño que la Virgen va a concebir y dar a luz: 

“El Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos, y su reinado no tendrá fin” (Lc. I, 32-33). 

¿No debemos pensar que es debido a que la Virgen María conocía la profecía de Natán y esperaba su realización que pudo decir su fiat, sin dudar? Tampoco ignoraba la proclamación de Isaías: 

Saldrá un retoño del tronco de Isaí, y de sus raíces brotará un renuevo. Descansará sobre él el Espíritu de Jehová” (Is. XI, 1-2). 

¿No es el mismo lenguaje, la misma seguridad? Comprendió, aceptó ser el mejor instrumento de Dios, la esclava, la sierva, 

“como siervos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios, haciendo de buena gana vuestro servicio, como al Señor” (Ef. VI, 6-7). 

Si la magistral y fundamental profecía de Natán fue dada con ocasión de la construcción del Templo, María la acogió para que se pueda cumplir. Ella construyó el templo sagrado del cuerpo de su Jesús: la “cosa santa” que concibió (Lc. I, 35) fue el verdadero templo de Dios. Más tarde, para señalar su resurrección, el mismo Jesús empleará esta comparación y hablará del “templo de su cuerpo” (Jn. II, 21). 

David, al responder a Dios, que reveló la grandeza futura de su casa, se sentó en lugar de rezar de pie, según la costumbre oriental. 

Ese gesto, en efecto, es extraño; sentarse ante Dios, ¿no era colocarse en una posición de igualdad? El ángel había querido sentarse sobre la montaña de Dios (Is. XIV, 13) y fue rechazado como impío. 

David cumplió aquí un gesto profético, el del Mesías Rey, sentándose sobre el trono, a la diestra de Dios (Sal. CIX, 1). 

Pequeño detalle en apariencia, sobre el cual los traductores pasan sin comprender, pero que esconde, sin embargo, una gran profecía, y nos hace más inteligible la palabra de David:

“Oráculo de Jehová a mi Señor: «Siéntate a mi diestra»” (Sal. CIX, 1)[2].


 

[1] Este versículo es para considerar de cerca en hebreo o en una versión muy literal: 

“Y el rey David fue y se sentó ante el Eterno”. 

Esta actitud en la intercesión, completamente excepcional, tiene un gran sentido mesiánico. ¿No se sentará Cristo a la diestra de Dios durante el tiempo de su intercesión? 

[2] Es preciso remarcar que el Anticristo hará el mismo gesto impío: 

Hasta sentarse él mismo en el templo de Dios, ostentándose como si fuera Dios” (II Tes. II, 4).