lunes, 29 de noviembre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, La Ley que conduce a Cristo (III de III)

 b. El Sacerdocio de Aarón 

Ahora bien, la ejecución de esta minuciosa legislación le fue confiada al sacerdocio de Aarón, asistido por la tribu de Leví. 

El rol del sacerdote es primordial en el código sinaítico. Es alrededor de él que se cristaliza todo para el ejercicio del culto, y para la ejecución de las obligaciones rituales, que comprende tanto los sacrificios, las ofrendas, los diezmos, como las enfermedades y la lepra. 

“Tendrás al sacerdote por santo, porque él es quien presenta el pan de tu Dios; por tanto, será santo para ti; pues santo soy Yo, Jehová, que os santifico” (Lev. XXI, 8). 

El sacerdote es el “puente” que une la debilidad del pueblo, las faltas colectivas e individuales, con Dios ultrajado. Es el mediador que intercede, el abogado que defiende una causa a menudo desesperada, el juez y el intérprete de la ley. 

El esplendor sacerdotal debía irradiar con sus rayos la vida de Israel a la espera del único Gran Sacerdote, el Mediador Soberano, nuestro Abogado perfecto ante el Padre: Cristo. 

Pero tocamos aquí uno de los fracasos más profundos de la Ley y una de las más grandes victorias satánicas. 

Satanás sabe que la autoridad sacerdotal es un formidable poder creado por Dios contra él y, por lo tanto, la va a atacar inmediatamente y se va a esforzar por arruinarla a los ojos del pueblo. 

Ya tiene su plan. Moisés no está; ¿no será posible seducir a Aarón, el sumo sacerdote, y hacerlo erigir un ídolo en lugar de Dios?... Me haré adorar por el pueblo, alegrándolo por medio de danzas y vino. 

Moisés estaba siempre en la montaña con Dios. Cansado por su ausencia, el pueblo le pidió entonces a Aarón que le hiciera “un dios que vaya delante de nosotros”. Aarón, sin duda por miedo, aceptó fundir un becerro de oro a imitación del buey Apis de Menfis o de Mnevis, más conocido por los hijos de Israel, que se adoraba en On. Construyó además un altar y clamó, como para excusarse: 

“Mañana habrá fiesta en honor de Jehová” (Ex. XXXII, 1-6). 

Ahí está como en germen toda la base de la idolatría que acompañará a Israel en el curso de su historia. El sacerdocio tenía la misión de impedir los compromisos, la mezcla de la verdad y la mentira, la asociación de los Baales y del Eterno. Sin embargo, no se interpuso enérgicamente y dejó a menudo al pueblo “cojear con los dos pies” (III Rey. XVIII, 21) y pensar que podía servir a dos señores, Dios y Mamón. 

En la escena idolátrica del becerro de oro, Aarón hizo pecar a Israel, lo tiró hacia abajo en lugar de elevarlo, se puso como mediador entre él y Satanás. ¡Qué responsabilidad! 

Cuando Moisés descendió de la montaña, le dijo a Aarón: 

“¿Que te hizo este pueblo para que le hayas acarreado pecado tan grave?” (Ex. XXXII, 21). 

Sin embargo, a pesar de su falta, Aarón fue ungido según el rito prescripto por Dios, y los levitas hicieron el servicio del Tabernáculo. 

La institución del sacerdocio, piedra angular de la Ley mosaica, establecida sobre la tribu de Leví, era una gran innovación; no podía dejar de sorprender a las tribus e incluso excitar a la revuelta a la de Rubén. Según las costumbres patriarcales, las funciones sacerdotales correspondían al primogénito, y por lo tanto a Rubén; sin embargo, habían sido conferidas a la tribu que dio una gran prueba de fidelidad ante la culpable idolatría del “becerro de oro”. 

Tres rubenitas, Datán, Abirón y On, así como un levita, Coré, reclamaron el sacerdocio. Doscientos cincuenta jefes de Israel se unieron a ellos y la protesta se elevó, violenta y vehemente, contra Moisés y Aarón. 

“Os baste ya; pues todo el pueblo, cada uno de ellos, es santo, y Jehová está en medio de ellos. ¿Por qué os ensalzáis sobre la Asamblea de Jehová?” (Núm. XVI, 3). 

Moisés pidió un signo a Dios y la respuesta fue terrible. Sabemos cómo se abrió la tierra y engulló a los revoltosos. 

Pero al día siguiente, la sedición se repitió y fue todo el campamento el que se dirigió contra Moisés como protesta por el castigo de los rebeldes. 

¿Exterminará el Eterno a su pueblo? Es entonces que Aarón, inspirado por Moisés, cumplió con su misión de sacerdote, de mediador. La muerte se extendía ya sobre el campamento. Tomó el incensario, corrió al medio del campamento, ofreció el perfume, hizo la expiación, se colocó entre los vivos y los muertos, y la plaga, una peste terrible, fue evitada. Sin embargo, catorce mil setecientos hombres yacieron sobre el lugar; los otros fueron salvados (Núm. XVI). 

Entonces, para confirmar el sacerdocio instituido, Dios hizo crecer en una noche capullos y flores, y madurar almendras sobre la vara de la tribu de Leví, que llevaba escrito el nombre del sumo sacerdote, Aarón. De esa manera, puso fin a toda oposición (Núm. XVII). 

El sacerdocio levítico, por más grande que haya sido como institución divina, será transitorio, al igual que la Ley. El Mesías, nacido de la tribu de Judá, será, pues, “sacerdote según el orden de Melquisedec” (Sal. CIX). 

Sin embargo, el sumo sacerdote, sus vestimentas, su tiara, su pectoral, eran figuras de Cristo, imagen de su intercesión en favor de los que se acercan a Dios por medio de Él (Heb. VII, 11-28). 

El pectoral, engastado con doce piedras que simbolizan las doce tribus, era llevado sobre el pecho del sumo Sacerdote, a fin de que presentase sin cesar al pueblo ante Dios. Ahora bien, ¿no lleva Cristo sobre su Corazón a toda la humanidad que ofrece a su Padre? 

“Cristo, empero, al aparecer como Sumo Sacerdote de los bienes venideros, entró en un tabernáculo más amplio y más perfecto, no hecho de manos, es decir, no de esta creación; por la virtud de su propia sangre, y no por medio de la sangre de machos cabríos y de becerros, entró una vez para siempre en el Santuario, después de haber obtenido redención eterna” (Heb. IX, 11-12). 

Todas esas cosas –prescripciones de la ley mosaica, sacrificios, ofrendas– no eran más que “sombra de las realidades celestiales, según le fue significado a Moisés” (Heb. VIII, 5). 

Si la sangre de los sacrificios anuncia la del Calvario; si el cordero ofrecido todos los días evoca al Cordero de Dios, Jesús; si el macho cabrío emisario es figura de Aquel que portará el pecado sobre la Cruz, ¿podemos rechazar escucharlo cuando nos habla de todas estas cosas, Él, “nuestro Sumo Sacerdote santo, inocente, inmaculado y encumbrado sobre los cielos”? (Heb. VII, 26).