martes, 23 de noviembre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, La Ley que conduce a Cristo (II de III)

    La ley dada en el Sinaí era, pues, necesaria a “los hijos de Israel”. Por otra parte, ¿no tenían también los otros pueblos sus leyes sociales y culturales, como el código babilónico de Hammurabi, contemporáneo de Abraham? Es muy instructivo comparar sus exigencias con la condescendencia completamente misericordiosa del Eterno respecto de su pueblo. 

Pero el modo nuevo de gobierno divino por medio de la Ley iba a diferir considerablemente del que había establecido la alianza edénica y patriarcal. 

Dios se manifestaba directamente a Adán y a los Patriarcas; de ahora en más, hablará a los suyos por intermediarios. 

El pueblo teme entonces los encuentros divinos, las conversaciones misteriosas que, para nuestros espíritus racionalistas, son a menudo piedras de escándalo. Ahora el pueblo tiene miedo de Dios: 

“Habla tú con nosotros, y escucharemos, pero no hable Dios con nosotros, no sea que muramos” (Ex. XX, 19). 

Dios escogerá, pues, los mediadores, los instrumentos, los portavoces, colocados entre Él y su pueblo, y cuya misión será la de interceder en su favor, de gobernarlo, de transmitirle los oráculos divinos. Sacerdocio, realeza, profetismo, aparecerán sucesivamente, pero evolucionarán simultáneamente. Sin embargo, para que su poder sea eficaz, sacerdotes, reyes y profetas deberán permanecer en total dependencia de Dios; desaparecer completamente ante Él, a fin de que su gobierno teocrático pueda tener pleno desarrollo y alcanzar completo valor educativo sobre un pueblo rebelde. 

Los hijos de Israel debían crecer, alcanzar la madurez para recibir a su Mesías, estar listos para reconocer a Aquel que los iba a hacer pasar por el “nuevo nacimiento” (Jn. III, 3-7) y elevarlos a su semejanza, a fin de que fuesen sacerdotes, reyes y profetas (Apoc. V, 10). 

El plan divino era admirable, pero para su realización era necesario ante todo la santidad del sacerdote, del rey y del profeta. Sólo el profeta –salvo excepción– conservó la pureza de su misión; es admirable la fidelidad con la cual los videntes de Israel transmitieron los oráculos de Dios, sus terribles amenazas, y completaron el “rollo del Libro”, que Jesús iba a venir a desenrollar y vivir. 

Pero el sacerdocio y la realeza –allí también, salvo excepción– fallaron en su misión mediadora y en su misión gubernamental. Para un pueblo “niño” y temeroso, el sacerdote y el rey debían ser la expresión del amor misericordioso, por una parte, y de la justicia divina por otra. El fracaso fue evidente. 

Dios, que colocaba a su pueblo por medio de la Ley bajo su plena autoridad, sin embargo, ya había concluído Alianzas marcadas con su sello de autoridad y con sus derechos absolutos. 

Pues habiendo dejado caer Adán sus prerrogativas en favor del “príncipe de este mundo”, el Eterno debió defender a la descendencia de la Mujer contra Satanás, conservar su herencia e imponer al pueblo las obligaciones que lo atraen, que lo llaman a la sumisión. Sumisión de la creatura a su Creador. 

Bajo el arco iris, Dios había concluido una alianza con Noé. La sangre de los animales y del hombre serviría como signo (Gén. IX, 3-6). 

La circuncisión fue el signo de la alianza abrahámica. Dios señaló su elección y su derecho sobre los hijos varones (Gén. XVII, 9-14). 

La consagración del primogénito de cada familia fue el emblema del rescate de la esclavitud de Egipto (Ex. XIII, 11-16). 

Ahora Dios pone el sello de su suprema autoridad teocrática bajo la colectividad del pueblo, no sólo sobre las personas y los animales, sino sobre los bienes, e incluso sobre la tierra. La pertenencia a Dios es total[1]. 

¿No tenemos la impresión que el Eterno toma todo progresivamente? ¿No se volverá un Dios exigente, al igual que Moloch? En realidad, es la infidelidad progresiva del hombre la que da esta apariencia. 

Entendamos que, si Adán dominaba sobre el Reino de Dios, no era más que como el poseedor de un poder que no venía de él. De hecho, nada era de él, pero todo era de él, así como todo es de Cristo porque todo es de Dios. 

“Todo cuanto tiene el Padre es mío” (Jn. XVI, 15). 

Y Jesús decía entonces –él, el segundo Adán–, hablando de su Padre: 

“Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío” (Jn. XVII, 10).

 Sentimos lo que Dios nos quita porque proyectamos nuestro yo ambicioso. 

La manera en que aceptemos la mano de Dios sobre nosotros –“Ya no os pertenecéis a vosotros (I Cor. VI, 19)”– responderá al comportamiento general de nuestra existencia; será entonces o alegría de amor, o murmuración dolorosa, o revuelta odiosa. 

Pero evidentemente, a fin de dejar a su pueblo una cierta dulzura en el ejercicio de sus derechos, Dios no exigirá la consagración absoluta más que de una parte de los hombres, los bienes, los rebaños y la tierra. 

La porción reservada de los hombres –todos, sin embargo, son llamados a ser santos –“habéis de santificaros y ser santos, porque Yo soy santo (Lev. XI, 44)”– formará la tribu de Leví, y de entre ella, la familia sacerdotal de Aarón. Separación, pues, desarrollada muy particularmente: 

“Yo he tomado a vuestros hermanos, los levitas, de entre los hijos de Israel; donados a Jehová han sido entregados a vosotros” (Núm. XVIII, 6)[2]. 

La parte reservada de los bienes estará constituida por los diezmos. 

“El diezmo entero de la tierra, tanto de las semillas de la tierra como de los frutos de los árboles, es de Jehová; es cosa consagrada a Jehová” (Lev. XXVII, 30); 

Por lo tanto, algo santo y separado. 

La parte reservada de los rebaños será la ofrenda de los primogénitos, ya establecida, y la inmolación para los sacrificios que servirá para el mantenimiento de la tribu sacerdotal de Leví. 

“Cosas sacratísimas serán éstas para ti y para tus hijos”, dijo el Eterno a Aarón (Núm. XVIII, 9-19). “Te las doy a ti por razón de la unción por derecho perpetuo” (Núm. XVIII, 8). 

Por último, la misma tierra deberá ser consagrada al Eterno, pues no se la da al hombre solamente para gozarla y enriquecerse. La tierra tendrá su tiempo de reposo, su jubileo, la época de su alegría[3]. 

La tierra participará del sábado. 

“La tierra es mía”, dice el Señor; y recuerda: “vosotros sois para mí como extranjeros y peregrinos” (Lev. XXV, 23-24).


 

[1] Los derechos de Dios sobre el dinero o los bienes, los rebaños, la tierra, los hombres, son los mismos que José reclama al Faraón. 

[2] La idea de la separación por parte de Dios implica la idea de santidad. El santo es un “separado”, un consagrado. 

[3] Cf. Madeleine Chasles, La Joie par la Bible, pp. 139 y ss.