jueves, 21 de octubre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Heraldos de Dios (III de III)

    Isaac 

Abraham había recibido magníficas promesas del Señor sobre su descendencia, pero Sara era estéril. Un hijo de su esclava Agar había nacido, pero Abraham supo que la “descendencia de la Mujer” debía conservarse y desarrollarse por medio de Sara. Permaneció entonces en una gran obscuridad, a pesar del vigor de su fe imputada a justicia (Gén. XV, 6). 

La esterilidad de las esposas de los tres grandes Patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, es muy característica. Sara, Rebeca y Raquel son al principio privadas de hijo, y solamente después de una intervención particular de Dios pueden exclamar, como Ana, madre de Samuel: 

Incluso la estéril da a luz siete veces” (I Rey. II, 5). 

Pensamos que esta ruda prueba a la fe, bajo la cual el Señor doblegó a estas mujeres, estaba relacionada con el nacimiento virginal de Cristo. ¿No era preciso que hubiera alguna similitud entre ellas y María, la esposa de José, y una similitud entre la trilogía patriarcal y el mismo José, padre nutricio del Salvador? 

Estos nacimientos, casi fuera de las leyes naturales, prefiguraban, pues, el de Jesús. 

Pero la prueba aparece repentinamente incluso para aquellos cuyo nacimiento ha estado lleno de bendiciones. Sus vidas se ven amenazadas de repente. Dios parece querer llevar consigo a los hijos que ha dado. Parece dejar el campo libre a la Serpiente para hacer la guerra a los hijos de la promesa. Ésta es la razón por la que Isaac deberá ser ofrecido, Jacob huirá de la casa paterna a fin de escapar del furor de Esaú, y José será vendido por sus hermanos y tenido por muerto durante años[1]. 

Finalmente nace Isaac. Su padre tiene cien años; su madre se sabe anciana, sin deseos, sin placeres carnales. 

“Y también mi señor (Abraham) es viejo”, dijo (Gén. XVIII, 11-15). 

Se había reído de la promesa de Dios, tan contraria a su impotencia física. Sin embargo, Dios la perdonó y cuando el niño nació, lo llamó Isaac, palabra hebrea que significa “risa”. 

El niño ha crecido y Dios le pide a Abraham que haga lo que ha visto hacer “del otro lado del río”, por las divinidades de Caldea. 

Toma a tu hijo único, a quien amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moria, y ofrécele allí en holocausto” (Gén. XXII, 2). 

Misterioso pedido que reviste una sublime grandeza. 

¿Podrías hacer, alegremente, por tu Dios que es “tu escudo”, tu “gran recompensa”, lo que tus ancestros hicieron por el dios de las bellas noches, Nannar-Sin, divinidad lunar? El pedido se hizo justamente de noche, porque se dijo: 

“Se levantó, pues, Abraham, muy de mañana”. 

Ésa fue la noche de agonía de Abraham. La noche de la muerte de un hombre. La noche de una transfiguración. He aquí que Abraham se vuelve la imagen del Padre cuyo Hijo fue crucificado. La noche de un nuevo nacimiento, tal vez, para toda la humanidad, y la conquista de una nueva paternidad para Abraham, quien, al sacrificar a su Unigénito, unió a sí a la generación de todos los creyentes[2]. 

Abraham no discutió; se apresuró a obedecer, dado que “se levantó muy de mañana”. Partió con dos siervos y su hijo hacia el Moria. 

El padre que sabe y el hijo que ignora marchan ambos juntos, en un mismo paso de fe y simplicidad, y cuando Isaac, inquieto tal vez, hizo la pregunta a su padre: “¿Dónde está el cordero para el holocausto?”, aceptó la vaga respuesta: “Dios proveerá” (Gén. XXII, 7-8) sin insistir más. 

Cuando el altar fue montado, la leña preparada, él mismo atado y puesto encima, Isaac comprendió finalmente la dimensión del don que Dios demanda. Él es el cordero que Dios proveyó, él es la víctima. Estando como Jesús sobre el madero de la Cruz –para ser degollado y quemado en ofrenda agradable al Eterno– Isaac se dona, Isaac acepta, Isaac se entrega. 

Hora prodigiosa donde el alma del padre y del hijo no son más que una en una fe sublime, en una adoración común y en la esperanza de una resurrección admirable. Abraham esperaba recobrar a su hijo para una vida nueva: 

“Pensaba él que aun de entre los muertos podía Dios resucitarlo” (Heb. XI, 17-19). 

¿No había dicho a su siervo “volveremos”? 

¿No sentimos palpitar en esos dos corazones –que han marchado al mismo paso hasta el Moria, en esos dos corazones fusionados en la fe, el amor y la esperanza– el corazón del Padre y del Hijo, de Dios y de su Cristo, los dos en uno? ¡Unidad de plenitud! (Jn. XVII, 23). Los dos corazones divinos, desbordados, dejan brotar el amor inmenso: 

“Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda” (Jn. III, 16). 

Y Cristo, respondiendo a los deseos del Padre, clama: 

“He aquí que vengo con el rollo del Libro, para hacer tu voluntad, Dios mío”. 

Abraham se dispone, pues, a dar a su unigénito, y su unigénito se ofreció hasta la muerte, sin una queja –como un cordero mudo– como Cristo. 

“Pero se oyó un grito: ¡Abraham, Abraham! Él respondió: Heme aquí Dijo entonces (el Ángel): No extiendas tu mano contra el niño, ni le hagas nada; pues ahora conozco que eres temeroso de Dios, ya que no has rehusado darme tu hijo, tu único” (Gén. XXII, 11-12). 

La descendencia de la mujer está salvada. Abraham es magníficamente bendecido. La multitud que saldrá de él será “como las estrellas del cielo, como la arena del mar”, y todas las naciones serán benditas en su descendencia (Gén. XXII, 16-18). 

Bajo esta bendición espléndida, brota ya la plenitud de la esperanza mesiánica de Cristo: 

“Luz para revelarse a los gentiles, y para gloria de Israel” (Lc. II, 32). 

Henos aquí transportados, con un nuevo salto, a los tiempos de la realización plena de esos anuncios, al tiempo en que Israel y las Naciones estarán unidas. El capítulo LX de Isaías –comentario de las promesas abrahámicas que alcanzarán su pleno desarrollo en el Reino de Dios– narra todo su esplendor[3]. 

El sacrificio de Isaac nos condujo a la Cruz, cerca de Cristo doloroso en su Primera Venida. Pero Isaac es perdonado y substituido por un carnero enredado en un zarzal. La maldición de la tierra nos es recordada aquí, al igual que la corona de espinas que cubría la cabeza de Cristo; pero él, Jesús, no fue perdonado. 

La noche de Isaac no era salvadora. Era necesaria la efusión de la Sangre del Salvador para rescatar a la humanidad vendida a Satanás; era el precio necesario que reclamaba la justicia divina. No habrá “gracias” para Cristo. El Padre lo entrega; Jesús sufre, muere; de su corazón brota sangre y agua. 

Y eso, sin dudas, a algunas centenas de metros de ese monte Moria donde, sobre una roca separada por un pequeño valle, dos mil años atrás, Isaac había sido una imagen tan poderosa del “Hijo único” de Dios[4].



 [1] Señalemos que la misma prueba enfrentaron José y María, cuando debieron huir a Egipto para salvar al Niño cuya vida era amenazada por Herodes

[2] Raïssa Maritain, “L’Histoire d’Abraham”, en Nova et Vetera, n. 3, 1935. 

[3] Cf. Israël et les Nations, pp. 219 ss. 

[4] Se puede identificar el Moria y la roca del sacrificio de Isaac con la colina de la explanada del Templo, en Jerusalén, el área antigua de Omán (II Par. III, 1). La roca del altar de los holocaustos está actualmente en el centro de la mezquita de Omar. Los samaritanos identifican a Moria con el monte Garizim.