I Parte - III Parte
1) Puestos ya a determinar la tal correspondencia, diríamos que la iglesia de Efeso (Ap. II, 1 ss.), con esa particular mención de los Apóstoles, la primera caridad (cf. Hech. IV, 32) perdida y la amenaza del Señor de eliminarla (cf. Hebr. VI), representa bien a la Iglesia primitiva, de carácter preferentemente judío.
1) Puestos ya a determinar la tal correspondencia, diríamos que la iglesia de Efeso (Ap. II, 1 ss.), con esa particular mención de los Apóstoles, la primera caridad (cf. Hech. IV, 32) perdida y la amenaza del Señor de eliminarla (cf. Hebr. VI), representa bien a la Iglesia primitiva, de carácter preferentemente judío.
2) La iglesia de Esmirna
(Ap. II, 8 ss.) con su tribulación y laceria, contradicción de sus rivales,
reclusión y persecución por diez días (= las diez persecuciones) y la fidelidad
hasta la muerte, con promesa de obtener la corona de la vida, es el tipo más expresivo
de la Iglesia de las persecuciones hasta
la paz de Constantino.
3) La iglesia de Pérgamo,
donde Satán tiene su trono o cátedra pestilencial de errores, tropiezos y
violencias, por el tipo de las causadas por Balaam en Israel con la complicidad
del rey moabita, prefigura muy al vivo la era de las grandes herejías cristológicas, que al amparo del cesaropapismo
incipiente tantos escándalos y violencias causaron en la Iglesia. A la
amenaza con la espada de su palabra, que el Señor hace a los maleantes de
Pérgamo (Ap. II, 16), corresponde en
la Iglesia universal la condenación de tales herejías en sendos concilios ecuménicos.
4) La iglesia de Tiatira
(Ap. II, 18 ss.), llena de obras de
fe, caridad y santo celo, cada vez más y mejores -opera tua novissima plura prioribus (Ap. II, 19)- es una figura acabada de la magnífica Iglesia del medioevo. Único cargo (pondus), que el Señor hace al prelado de esta iglesia (Ap. II, 24) es la presencia de la
pretendida profetisa Jezabel, mujer escandalosa e impenitente (= la entonces
nacida iglesia cismática que se precia de ortodoxa), postrada por justo castigo
en lecho de muerte, juntamente con sus hijos, según atestigua la profecía,
abonada hoy, como nunca, por la historia.
5) La iglesia de Sardis
(Ap. III, 1 ss.), a cuyo prelado le
dice el Señor que tiene nombre de vida, estando muerto, y le intima que vigile
y que confirme lo demás, que estaba para morir, amenazándole de lo contrario
con su inesperado juicio, es una imagen exacta de la Iglesia del Renacimiento (= falso nombre de vida) que
desembocó en la reforma (otro falso nombre de vida), con peligro
de matarlo todo. Pero a la voz de Cristo
la Iglesia se despertó y confirmó en Trento la fe tradicional, como se le pide
allí (Ap. III, 3), salvando así
de la muerte lo poco que quedaba. En este resto, bendito, cuyo núcleo principal
era entonces España, no faltaban almas buenas, que guardaron limpias sus
vestiduras y fueron dignas de figurar en el libro de la vida (Ap. III, 4 s.).
Hay en el acta de esta iglesia una extraña amenaza y es que si el
prelado no vigila, vendrá a él el Señor como ladrón a la hora menos pensada
(Ap. III, 3), palabras con que en la Escritura se alude siempre a la parusía (Ap.
XVI,
15; I Tes. V, 2; II Ped. III, 10; cf. Mt. XXIV, 43 ss y par.). He ahí una prueba más del
doble sentido de estas actas de visita, o siquiera de su doble alcance. Lo que
es apenas verosímil, como dicho a la antigua iglesia de Sardis, pudo decirse
con verdad a la Iglesia universal en el momento histórico que Sardis
presagiaba. Efectivamente, el 26 de Mayo de 1432, en el campo de Mazzolengo,
afueras de Caravaggio, la Sma. Virgen dijo llorando a Juanita de Vecchi, mujer
de Francisco de Vároli (ver "L'Osservatore Romano" del 28-V-41):
"Intentaba el Altísimo, Hijo mío todopoderoso, destruir de cuajo este orbe
terráqueo por la perversidad de los hombres, que cometen siempre nuevas
maldades y se precipitan de pecado en pecado. Pero yo he alzado ruegos al mismo
Hijo mío por tantos crímenes, suplicándole en favor de los miserables". La
destrucción del mundo del Renacimiento estaba, pues, decretada. Y heraldo de
ese decreto fue San Vicente Ferrer, que hizo milagros para probar su misión, la
cual se vio refrendada por infinitas conversiones.
Ante esa coincidencia de
datos bien podemos piadosamente pensar que un movimiento tal de conversiones y
la contrarreforma felizmente lograda en Trento, fruto todo ello de una
particular intervención de María, detuvieron el brazo vengador. Tratábase de un decreto condicional: Si ergo non vigilaveris (Ap. III, 3). La
Iglesia por dicha despertó y el fin del mundo se aplazó para otro tiempo.
6) Si lo hasta aquí dicho responde a la verdad, en la
iglesia que se sigue, que es la de Filadelfia,
estaría dibujado el momento actual de la
sociedad cristiana. Nuestra moderna manera de ser nació con el Filosofismo y cristalizó en la Revolución, bajo cuyo signo vivimos todavía, aunque se aprecian ya síntomas de un
cambio de postura hacia un mundo mejor tras la crisis de todo lo actual. Estaría
para cambiar el eje de la historia.
Limitándonos a lo que más de cerca toca a la Iglesia, la conversión de Israel tal vez no está
lejana (cf. Ap. III, 9) y
consiguientemente la hegemonía de su Caudillo
(Os. I, 11) el tsémah (Is. IV, 2; Jer. XXIII, 5; XXXIII, 15; Zac. III,
8; VI, 12), o rey justiciero (Is. XXXII, 1 ss.; XLII, 2 s.; Jl. II. 23;
Mal. IV, 2), en que se restaurará la
dinastía davídica (Os. III, 5: Jer.
XXX, 9; Ez. XXIX, 21; XXXIV, 23 s.; XXXIV, 24 s., etc., etc.) y es así que a esta iglesia se le presenta el Señor
teniendo en su mano la llave de la casa de David (Ap. III, 7), para entregarla
sin duda a ese gran Caudillo, tantas veces anunciado, que no es precisamente el
Mesías, pues tiene a su lado una parigual (Zac. VI, 13), sino un su lugarteniente,
prefigurado al parecer en el Eliacim de Is. XXII, 22 ss. Con eso, la
Iglesia de Cristo, acosada por doquier (cf. Ap. XII), y reducida casi a la impotencia –modicam habes virtutem, etc. (Ap.
III, 8 ss.)—, tendrá ante sí una puerta abierta que nadie podrá cerrar, la
puerta de la casa de David, o poder de esa dinastía restaurada —veniet potestas prima (Miq. IV, 8)—, para por ella escapar de
tanto acoso, y al amparo del gran Caudillo entrar en una era nueva de justicia
y bienestar social (prophetae passim).
Esperemos que tales atisbos nos los aclaren los hechos por venir.
7. Resta la séptima y última iglesia, dicha de Laodicea (Ap. III, 14 ss.), en que dos
cosas llaman mayormente la atención, conviene a saber, esa su tibieza nauseante (Ap. III, 15) y la mención de
la parusía, la cual de próxima que era en el acta anterior —ecce venio cito (Ap. III, 11)—, se ha hecho ya inminente
en este ecce sto ad ostium et pulso (Ap. III, 20).
Felizmente una vez más la
Esposa verdadera reacciona eficazmente ante la amenaza de repudio. Esa reacción
favorable se deja ya presentir en estas agridulces palabras del Esposo: Ego quos amo, arguo et castigo. Aemulare ergo
et poenitentiam age (Ap. III, 19).
Y lo que aquí se presiente, se anuncia en el Cantar de los Cantares, que es la
expresión alegórica de las relaciones amorosas entre Cristo y su Iglesia. Hay
en la trama de estos Cantares tres pasajes de un relieve impresionante, que
vamos a notar brevemente:
a) Es aquel en que la Esposa se queja de la dureza de los
hijos de su madre, que arrojándola de su viña, la obligaron a cultivar viñas
extrañas (Cant. I, 5). La madre de la Iglesia es la Sinagoga[1], cuyos hijos los judíos
incrédulos, expulsaron a su hermana, la Esposa, de su propia viña, obligándola
a cultivar viñas extrañas entre los gentiles.
b) Es aquel, en que tras la inquietud de alegres
presagios (Cant. II, 8 ss.), la Iglesia
anhela al Esposo y sueña que se levanta del lecho en noche oscura y pregunta
por él a los guardas de la ciudad, que no la entienden, ni parecen querer saber
nada de sus afanes amorosos. Mas he aquí que el Esposo se le hace encontradizo,
y asiendo ella fuertemente de él, le
introduce en la casa de su madre (Cant.
III, 1-4), que es otra vez la
Sinagoga. Aquí de la conversión de los judíos, a que se alude en el acta de
visita a la iglesia de Filadelfia (Ap.
III, 9), como prerrequisito necesario a la hegemonía del gran Caudillo davídico,
que a seguida se presenta en el Cantar bajo el nombre de Salomón, en el acto de
recibir la real diadema de manos de su madre (Cant. III, 11), es decir la Sinagoga convertida.
c) Tras su descripción espléndida de la Esposa, engrandecida
con la incorporación de la Sinagoga y otras accesiones importantes (Cant. IV), sobreviene el momento aquel
de la tibieza a que alude el acta de visita a Laodicea. El Esposo allí como
aquí (Ap. III, 20 = Can. V, 3 ss.),
llama a la puerta. La Esposa empereza en
abrirle, y Él, pasando de largo, parece abandonarla (Cant. V, 3-7 y ss.). Pero ella entonces le busca más anhelante que
nunca, y tras mil vicisitudes y duras adversidades, precursoras de la parusía,
ve satisfechos sus anhelos y goza de su presencia amorosa. Aquae multae non potuerunt extinguere caritatem (Cant. VIII, 7).
Y aquí terminan nuestras
sugerencias sobre el alcance ulterior de las cartas Apocalípticas y
trascendencia insospechada del principio jeronimiano. En estas actas de visita a las siete iglesias del Asia proconsular
estarían dibujados como en sendas miniaturas, otros tantos momentos de la
Iglesia universal desde su fundación hasta la Parusía. Nos ha inspirado esa
conclusión el propio Señor que la dictó, con esa invitación repetida a entender
lo que el Espíritu quiere decir a las iglesias, es decir a la Iglesia
universal.
Aquí de la contraseña
indicada por San Jerónimo: Quando ad intelligentiam
provocamur, mysticum monstratur esse quod dictum est.
Ese sentido místico o
espiritual, tal como parece desprenderse de toda esta investigación, unas veces
no sería más que un sentido artificiosamente figurado por la letra; otras un
sentido anagógico o alcance ulterior del sentido literal, en cualquiera de sus
especies, y otras, en fin, un verdadero sentido real, que sería el caso de las
cartas Apocalípticas y de algunos de los pasajes evangélicos afectos de la
contraseña.
R.P. José Ramos García C.M.F. (†)
[1] Esto lo explica bellamente Lacunza y lo retoma
Eyzaguirre a la hora de interpretar a Israel en la Mujer del cap. XII del
Apocalipsis. Es un muy buen punto y de una gran importancia.