sábado, 30 de julio de 2016

León Bloy, por Jacques Maritain (XII de XII)

Hay una realidad sobre la cual insiste Bioy constantemente, y que anima toda su obra: la realidad de la oración.

Levanta tu alma en la contemplación de las cosas que no se ven. Habita en la paz. Te suplico que nunca dejes de decirte a ti mismo que todo es apariencia, que todo es símbolo, aun el sufrimiento más desgarrador. Somos gente dormida que sueña en voz alta y a gritos. Nunca podemos saber si la pena que nos aflige en un momento determinado no constituye el secreto principio de nuestra alegría ulterior. San Pablo dice que ahora vemos per speculum in aenigmate, en enigma, mediante un espejo; y antes de la venida de Aquel que es Fuego y que ha de enseñarnos todas las cosas, no podemos ver de otro modo. Hasta ese día, tenemos todo en la obediencia, en la amorosa obediencia, la cual nos restituye, ya en la tierra, el paraíso perdido.

Antes de llegar a ser padre, yo no entendía la oración dominical. Pater noster… Cuando mi hija me habla, es como si llegara mi reino…

Bloy fué ante todo un hombre de oración, un varón de deseos. La oración de la Iglesia era su vida. Durante sus últimos años, recitaba todas las noches el Oficio de Difuntos; y asistía todas las mañanas a la primera misa, a esa hora en que, como él decía, los corazones no se han manchado aún con los sucios prestigios de la luz material. El hábito de la oración constante le había dado ese modo franco y sencillo, y había formado a su alrededor una atmósfera difícil de describir. Digamos algunas palabras que pueden suscitar ideas correspondientes a la compleja impresión que dejaba en sus amigos la frecuencia de su persona: milagro, bonhomía, genio, misterio, nostalgia, poesía, teocracia, libertad, inocencia…



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Voy a dar término a esta conferencia con la lectura de otras dos páginas de Bloy. La primera es una oración a la Virgen, por la cual tuvo siempre una devoción admirable; (Bloy recomendaba mucho la lectura del libro de Grignon de Montfort, sobre la Verdadera Devoción a María):

Soberana y bien amada Señora, yo no sé honrarte en éste o en aquél de Tus Misterios, como fué enseñado a algunos de Tus amigos. Lo único que quiero recordar es que Tú eres Madre Dolorosa, que toda tu vida terrestre no ha sido más que dolor, dolor infinito, y que yo soy uno de los hijos de Tu dolor. Entré a servirte como un esclavo y en tus manos he puesto mi vida temporal y espiritual Para que Tu súplica consiga mi santificación y la de todos. Es solamente así, es con este único título que puedo dirigirte la palabra. No tengo fe, ni esperanza, ni amor. No sé nada de oración ni de penitencia. Nada puedo, y no soy otra cosa que un hijo de dolor. No me reconozco ningún mérito, ningún acto realmente bueno que pueda hacerme agradable a Dios; pero soy eso que Te digo, un hijo de dolor. Tú sabes que una vez, hace más de treinta años, siguiendo un impulso que en verdad me venía de Ti, pedí que pesara sobre mis hombros todo el dolor posible. Por eso me atrevo a ofrecerte mi dolor, que es grande y continuo. Toma de ese tesoro para pagar mis deudas y las de todos los seres que amo. Y después, si Dios lo permite, dame el ser Tu testigo en los tormentos de la muerte. Te lo pido por Tu muy dulce nombre de María.

El segundo texto está sacado de una carta escrita a una niña, hija de un matrimonio de su amistad:

En cada alma —esto lo escribo para ti, Isabel— hay un abismo de misterio. Cada uno de nosotros lleva dentro de sí un abismo ignorado. Cuando las cosas que han estado ocultas nos sean reveladas, según la promesa del Señor, habrá sorpresas inimaginables. No sé qué cosas te han enseñado; pero demasiado sé las que han dejado de enseñarte. Te han dicho que tienes un alma inmortal, que debe salvarse; pero nadie te ha dicho que esa alma es un abismo en el cual todos los mundos podrían ser absorbidos y dentro del cual ha entrado el mismo Hijo de Dios, el Creador de todos los mundos; y que esa alma es, en verdad, el sepulcro de Jesucristo, por cuyo rescate han dado su vida en otra época multitudes de hombres. También te han dicho que Jesús ha muerto por ti, por tu alma; pero ignoras que tienes no sólo el derecho sino la obligación de suponer que de haber estado sola en el mundo, de haber sido tú la única hija de Adán, la Segunda Persona divina se hubiera encarnado, y se hubiera hecho crucificar por ti, como lo hizo por los millares de hijos de Adán. De ahí que tú seas particular e inefablemente preciosa, pues el Universo ha sido creado para ti sola, el Paraíso, el Purgatorio y el infierno han sido preparados para ti sola, y sólo por tu alma ha sido atravesado el corazón de la Madre de Dios, la cual suplica por ti sola. Te han hablado, seguramente, de la Comunión de los Santos, puesto que es un artículo de fe; pero han dejado de explicarte esta verdad: perteneces a Jesucristo como un miembro esencial de su Cuerpo divino, y eres por lo tanto no sólo partícipe de Dios, sino que estás en cierto modo identificada con Dios mismo, y con Dios Redentor. Hay criaturas humanas cuyo número desconoces, que deben ser socorridas o salvadas por ti, Isabel.

La Comunión de los Santos, antídoto o contrapeso de la dispersión de Babel, atestigua una solidaridad humana tan divina, tan maravillosa, que un hombre cualquiera está obligado a responder por todos los otros, en cualquier tiempo que viva, haya vivido o esté destinado a vivir. El menor de nuestros actos repercute en profundidades infinitas, e interesa a todos los vivos y a todos los difuntos, de modo que en el conjunto de millares de hombres, cada uno de nosotros está realmente solo delante de Dios. Tal es el abismo de nuestras almas, y tal es su misterio[1].




[1] Carta de León Bloy a Isabel Joly, 1 de enero de 1913.