sábado, 23 de julio de 2016

León Bloy, por Jacques Maritain (XI de XII)

En tercer lugar, el dolor y el amor. El dolor es demasiado hermoso para ser amado, decía Bloy; y nunca lo separaba de la idea de la muerte, que era para él una idea dulce y llena de consuelo; pues sabía que la muerte es una simple transfiguración de la vida. Repetía con frecuencia aquellas palabras del Prefacio de la Misa de Difuntos: "La vida se muda, no se quita", Vita mutatur, non tollitur.

¡Qué felicidad la de ser cristianos, la de saber que la muerte es algo que no es; algo que en realidad consiste en una confusión, en tomar una cosa por otra; y que la vida de este gran mundo es una ilusión tan perfecta! El Paraíso perdido es el camposanto; y del único modo que se lo recupera, es aprendiendo a morir. (La Femme Pauvre).
      
Cuando pedimos a Dios el dolor, escribe en una de sus obras, siempre somos exaudidos.

Os voy a leer otra página de Bloy:

Hace ya más de treinta años que deseo alcanzar la santidad. El resultado me da vergüenza y miedo. Siempre me queda el hecho de haber llorado, ha dicho Musset. Ese es, también, mi único tesoro; pero es tanto lo que he llorado, que mi tesoro vale una fortuna. Eso es lo que llevamos al morir: las lágrimas que hemos llorado y las que hemos hecho llorar a otros, capital de beatitud y de espanto. En las lágrimas seremos juzgados; porque el Espíritu de Dios siempre es llevado sobre las aguas. No os deseo otra cosa. Quisiera que estuvieseis a los pies de Jesús, y que no os faltasen muchas lágrimas. Quare tristis es, anima mea? Por qué estás triste alma mía y por qué me perturbas? Spera in Deo. Al leer el comienzo sublime de la Misa, muchas veces he derramado de esas lágrimas que valen más que los cánticos y que ponen al corazón en las praderas del Paraíso. Sois de esos a quienes Dios busca. Quaerens me sedisti lassus. "Yendo en mi busca, fatigado, te sentaste." Tratad de que os encuentre, id vos mismo al encuentro de ese pastor. Os hará llorar de tal modo, que ya no os será posible sufrir más. (L'Invendable).



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Un cuarto tema fundamental en la obra de Bloy, es el de la santidad. Voy a leeros una página incomparable, que expresa los modos que emplea Dios en el tratamiento de sus amigos para que, conociéndose a sí mismos, aprendan a poner su confianza, únicamente, en su misericordia.

Decía, pocos años antes de su muerte, en una carta escrita a Juan de Laurencie:

Lo poco que tengo es lo que Dios me ha dado, sin que haya mediado esfuerzo alguno de mi parte. Y bien, ¿qué he hecho de esos dones? El peor de los males no es el de haber cometido muchos crímenes; es el de no haber dado cumplimiento al mucho bien que se hubiera podido hacer. Es el pecado de omisión, del cual nadie se acusa, y que podría también llamarse el pecado de no-amor. El que me observara todos los días, durante la primera misa, me vería llorar con frecuencia. Esas lágrimas, que podrían ser santas, son más bien de una gran amargura. Cuando eso ocurre, no es porque piense en los pecados que cometí, algunos de los cuales son enormes. Pienso en lo que hubiera podido hacer y no hice, y os aseguro que es terrible.

No me digáis que ese es el caso de todo el mundo. Dios me había dado el sentido, la necesidad, el instinto —no sé cómo decirlo— de lo Absoluto, así como ha dado espinas al puercoespín, y una trompa al elefante. Don extremadamente raro, que he sentido en mí desde la infancia, facultad más peligrosa y más torturante que el mismo genio, puesto que implica el deseo constante y furioso de lo que no existe sobre la tierra y procura al que lo posee un aislamiento infinito. Podía haber sido un santo, un taumaturgo. No soy más que un literato.

Hay quienes admiran algunas de mis páginas, sin sospechar que son apenas el residuo de un don sobrenatural odiosamente estropeado por mí, y del cual tendré que dar cuenta en un juicio terrible. Es evidente que no he cumplido con lo que Dios quería de mí. En cambio, me he pasado la vida soñando en lo que yo quería de Dios; y he aquí que al llegar a los sesenta y ocho años, sólo tengo en las manos un montón de papeles. Yo sé que vais a decir que es una exageración, que es una fineza de mi humildad. Nada de eso. Cuando uno está solo en presencia de Dios, a la entrada de una avenida muy oscura, no se carece del discernimiento de sí mismo, y el lugar no es apropiado para presumir. La verdadera bondad, la pura buena voluntad, la sencillez de los niños, todo lo que suscita el beso de Jesús, estoy seguro de no tenerlo; y estoy seguro de que nada puedo dar a esos pobres corazones que sufren esperando nuestro auxilio. Esa es mi situación en cuanto a usted se refiere, querido amigo. Es indudable que puedo rogar por usted, sufrir con usted y por usted, tratando de llevar un poco de su carga; pero la gota de agua sacada de un cáliz del Paraíso terrestre, es cosa que no puedo ofrecerle. Hoy he sentido como un deber la necesidad de decírselo, para que no contara demasiado con una criatura débil y llena de dolor.


— Muy desdichada has de ser, le dijo un sacerdote que la había visto llorando delante del Santísimo Sacramento, y que, por suerte, era un verdadero sacerdote.

— Soy perfectamente feliz, contestó ella. No se entra en el Paraíso mañana ni pasado mañana ni dentro de diez años; se entra hoy en el Paraíso, cuando se es pobre y se está crucificado.

— Hodie mecum eris in paradiso, murmuró el sacerdote, y se alejó trastornado de amor.


—No hay más que una tristeza, le había dicho ella, la última vez, y es la de NO SER SANTOS. (La Femme Pauvre).