domingo, 28 de abril de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, VI Parte.


3) La boda en Caná, parábola viviente de la mediación de la Virgen.

Tiene razón el P. Castellani cuando observa que el de las bodas en Caná fue un milagro de lujo[1]. Pero hay que convenir en que este suntuoso milagro inaugura muy adecuadamente el conjunto de excesos y de superfluidades que es toda la economía de la Nueva Ley. La cual economía viene a su vez motivada por otro enorme exceso divino; por el mayor de todos: “Propter nimiam charitatem suam qua (Deus) dilexit nos[2].
Está muy bien que el agua destinada a unas purificaciones rituales de humana invención (purificaciones inútiles, por tanto, cuando no inmundas) sea transubstanciada en seis hidrias de vino generoso, por obra de aquel que venía a hacer de nuestro vino sangre suya; y a purificarnos y a embriagarnos con ella.
Está muy bien, además, la ocurrencia de aquel prodigio con ocasión de unas bodas; ya que su Autor viene a trocar en sagrado servicio de Dios la triste sed de los sexos.
Y nada más conveniente que aquel allanarse de la Divina Majestad a las pequeñas cosas y a las mezquinas ansiedades de los hombres, quienes con sólo faltarles un poco de vino pueden llegar a ser atrozmente infelices. Porque el Verbo de Dios, con su adviento en carne mortal y con la perpetuación de su presencia mediante el sacro ministerio de hombres ordinarios (e indignos, a veces), procura introducir en nuestras pobres vidas ordinarias (y casi siempre indignas) un sentido y un sabor inapreciables, de inextinguible consuelo: el sentido de su dolor; el sabor del pan que Él es, y de su cáliz.
Las bodas en Caná son como el pórtico de la Nueva Alianza. Y está muy bien, espléndidamente bien, que allí el Señor ceda a Nuestra Señora la palabra de iniciativa en  la obra de su bondad. Si a sugestión de Eva, las creaturas sensibles, representadas en el fruto del árbol de toda ciencia, habían sido profanadas y substraídas a la gloria de Dios por la desobediencia del Varón primigenio, ahora el consentimiento religioso de esta otra Eva, la de la nueva humanidad, restituía a Dios el universo de los cuerpos y de las almas en la persona de  su Hijo. A cuyas bodas con la Iglesia acudirían las mismas cosas materiales (para honor del dueño de casa y alegría de los huéspedes), representadas por las más caseras y útiles: el agua, el aceite, la sal, la cera, el pan, el vino. Y las dos mejores, el pan y el vino, iban a ser promovidas a más noble entidad —como el agua de las seis hidrias— por el mismo Amor omnipotente que ha hecho los cielos y la tierra; y en la tierra,  al hombre y a la mujer.

La iniciativa de Nuestra Señora en orden a la prefiguración del opus operatum[3] (sello éste de la santidad, la omnipotencia y la misericordia del sacerdocio eterno) insinúa el estilo de la participación dinámica que incumbe a la segunda Eva en la vida sobrenatural del Cuerpo místico.
El tono expreso en las palabras de la Virgen a Jesús no es, categóricamente, ni de orden ni de súplica. Es el tono de una súplica que equivale a una orden; el tono de quien posee poder legítimo eminente para hacerse escuchar, y derecho absoluto a ser exaudido. Trátase, pues, de una mediación soberana.
En su frase: No tienen vino, aún no se da (fuera de lo que el gesto y la inflexión de la voz decían) más que la simple exposición de un hecho. Pero ese hecho es una indigencia; y una indigencia naturalmente irremediable en aquellas circunstancias. De la cual están a punto de seguirse dos efectos enojosísimos que ya lastiman el corazón de la Madre de Jesús: vergüenza y tristeza. Vergüenza del anfitrión, humillado por aquella falta, que en tan solemne convite se reputaba sobremanera deshonrosa; tristeza de la desposada y de los parientes, y de todos los huéspedes que allí estaban para alegrarse con ellos.
Al que de veras vive en Dios, la injuria de estos trances, y cualesquiera golpes de infortunio que no le alejen de la contemplación y del culto divinos, le encontrarán siempre como anestesiado; pero dejan de serle indiferentes cuando es a otro a quien afligen. Sensibilísima, sobre toda ponderación, a la menor desgracia de sus hijos, Nuestra Señora ve como en un relámpago que aquel episodio trivial iba a asumir, en circunstancias tan especiales, la proporción de una odiosa tragedia, de uno de esos dramas de dolor y de burla que envenenan toda una vida. Y se le hace intolerable. Con lo que el tono de sus palabras: No tienen vino, debió poner el mandato sobre la súplica, determinadamente imperado por la autoridad materna, al mismo tiempo que urgido por la inquietud maternal.
Conoce el Señor en las palabras de la Virgen, y en su énfasis, aquel drama inminente y esta firme decisión de conjurarlo; y reconoce, sobre todo, la voz de la única voluntad creada que le es imposible desoír: la de la omnipotencia intercesora.
De todas las voluntades que tercian entre nosotros y el Altísimo, la más alta es la del hombre que es el Verbo encarnado. Subsiste, con su alma y con su cuerpo, en una persona que es Dios. Quiere y obra, por tanto, como voluntad de Dios. Aún cuando se conmueve con las lágrimas de Marta y de María, ante el sepulcro de Lázaro; y llora el deicidio y los desastres de Jerusalén; y se turba espantada en el huerto de los olivos; y grita su desconsuelo desde la cruz en el más desnudo de los desamparos; sigue siendo voluntad de Dios. Su voluntad humana. Y es, porque es de Dios, omnipotente. Si san Pablo tenia razones para decir, con verdad relativa: “Todo lo puedo, en aquel que me conforta”, la voluntad humana de Jesús tiene razón para decir con verdad absoluta: “Lo puedo todo, en aquel que soy”.
La omnipotencia intercesora de la Virgen es una gracia, un don gratuito. Correlativo a la gracia de la maternidad divina, es el mayor poder que se haya dado a una simple creatura. Y al conferirlo, en un acto libérrimo de amor, a él se ha vinculado para siempre la omnipotencia creadora.
Tanta grandeza no excusó a la Virgen de pasarse la vida entera, en este mundo, viviendo de fe como cualquier cristiano. Su misma convicción, inspirada y certísima, de que todas las generaciones habrían de admirarla y venerarla en la beatitud de sus prerrogativas[4], era certidumbre de fe. Y de una fe susceptible de incremento, que atravesó por zonas de obscuridad interminables, como ninguno de los justos conoció.
Hay que afirmar, con todo, que el deseo de aquella gracia, pedida por la Llena de gracia, tuvo que ser bastante más que un buen deseo. Al cabo de treinta años de nacido en su carne el Hijo de Dios (cuando palabras y hechos misteriosos, larga y subidamente contemplados, habíanla instruido acerca de las restauraciones a emprender y del tributo de muerte a pagar por la salud de los hombres), aquel recurso a la potestad creadora de Jesús tuvo que ser, en su conciencia, mucho más que una noble reacción de su caridad lastimada.
Nos lo acaba de persuadir la certeza de que la Virgen conocía los movimientos de asombro y de esperanza que Nuestro Señor empezaba a suscitar en su contorno; sin tampoco ignorar, por otra parte, el origen de aquella conmoción. A raíz de dos testimonios categóricos de Juan el Bautista, la leva de discípulos de Jesús estaba en marcha. Los discursos del Precursor contenían indicios del próximo cancelamiento de su prédica, en mérito a la llegada del Cordero de Dios. Un “israelita verdadero en el cual no había dolo”, Natanael, ya confesaba al Hijo de Dios en “el hijo de José” y de María. La reserva habitual de Jesús en lo relativo a “las cosas del Padre”[5] había sido bruscamente abandonada. Referencias a temas de doctrina y a decisiones de su voluntad, que explicaría y pondría por obra mucho tiempo después, entraban en sus saludos y en sus respuestas, dando motivo a conjeturas que se multiplicaban, discutidas en un ambiente de expectación religiosa cada vez más tensa. Nadie podía suponer qué intenciones prefiguraba con trocar su nombre a Simón por el de Pedro. Ni a qué suceso futuro aludía con su promesa de los cielos abiertos y del subir y el descender de los ángeles sobre el Hijo del hombre. Pero admirados de su clarividencia, y escuchándole discurrir con aquella su autoridad inaudita, algunos galileos ya se animaban a pensar que también de Nazaret podía salir el Ungido de Dios, el Redentor anunciado por Moisés y los Profetas[6].
La Virgen oteaba el horizonte cargado de signos, en espera de ver el suyo; cuando una corazonada maternal infalible se lo mostró, de pronto, en el percance de las bodas. Y descubrió en seguida, oculto en la materia de aquel suceso que la contristaba, su designio providencial[7]: el de que ella, la reina, inspirara y viviera la primera parábola del reino; el de que ella anunciara así, gozosa y públicamente, que ya estaba entre los hombres el Rey de la gloria.
Pero tanto como conviene que sea Nuestra Señora quien se haga cargo de las virtualidades de gracia contenidas en el hecho providencial, y quien disponga las circunstancias en orden a la gloria del Señor y a la paz y alegría del convite, es al Señor a quien corresponde señalar el significado transcendente de su presencia en aquella casa, y del prodigio con que se digna bendecir la fiesta nupcial, por intervención de la Virgen. Al hacerlo, subraya una vez más el carácter sacerdotal de la mediación de María (complementaria, en éste y en todos sus momentos, del Fiat, de Nazaret; y siempre subordinada a la plenitud de su mérito en el Calvario). Y arroja, al mismo tiempo, en el corazón de los apóstoles allí presentes, una primera semilla de fe cristiana.
Tal la triple acción de su respuesta: “Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi hora”.
Hubiera resultado más explícito decir: nuestra hora; pero con perjuicio de la exactitud; y sin necesidad. Porque la hora del sacrificio único del nuevo sacerdocio es, en substancia, sólo suya. Y porque ya estaba aludiendo al misterio de la compasión de la Mujer (con sobrada claridad para  María), el plural de la pregunta: ¿Qué nos va a mí y a ti? Si el Hijo y la Madre de Dios deben conjuntamente mantenerse ajenos a las solicitudes demasiado humanas de este mundo, es porque sus almas y sus cuerpos, vinculados por el Espíritu y la sangre en virtud de una única idea eterna de justicia y de amor, caminan juntos a la consumación de un sacrificio más que humano: el de la cruz; y de la espada transverberante[8], al pie de la cruz.
De ahí el tono y el tenor de su mandato a los servidores: “Haced todo lo que Él os diga”.
Ya no es la voz que se escuchó cuando hablaba a su Hijo, deprecatoria, al mismo tiempo que autoritaria. Ahora, dirigiéndose a los hijos, su autoridad materna es resueltamente ejecutiva. Habla la Mujer por excelencia[9], Nuestra Señora, anterior a todas las creaturas en el pensamiento divino, reina del universo de las cosas visibles e invisibles, por la generación del Verbo encarnado.
El tenor de la frase corresponde a la majestad del momento. Cuando Yahveh concertó su pacto con el pueblo hebreo, acampado a los pies del monte Sinaí, los miembros de todas las tribus comprometieron su obediencia, con temor y temblor, jurando solemnemente: “Haremos todo cuanto el Señor ha dicho”. Y cada vez que el pacto era renovado, los hijos de Israel volvían a clamar, a un mismo tiempo: “Haremos todo cuanto ha dicho el Señor”[10]. Ahora es la Iglesia, redimida y compendiada en Nuestra Señora, gloria y leticia de Israel la que ordena a sus miembros: “Haced lo que el Señor os diga”.



[1] Castellani L., El Evangelio de Jesucristo, ed. Itinerarium, Buenos Aires 1958, 96. Cf. Juan, 2, 1-11.

[2] “Por el amor excesivo con que Dios nos amó” (Ef. 2, 4).

[3] La infalibilidad operante de obispos y presbíteros católicos en la confección de los sacramentos, como la infalibilidad docente del Romano Pontífice, es en última instancia la infalibilidad del Sacerdote y Maestro único, Jesucristo, causa eficiente principal de los efectos sacramentales y de la ciencia contenida en los dogmas. “El valor del bautismo no depende de los méritos del ministro que lo confiere ni de los que acaso tenga el bautizando. Vale en virtud de una santidad que le es propia y que le ha sido comunicada por Aquel que lo instituyó” (S. Agustín, Contra Cresconium, I, IV, 59).

[4] Cfr. Luc. 1, 48.

[5] Luc. 2, 49.

[6] Cf. Juan 1, 35-51.

[7] Providencial, en el sentido más propio de la palabra: una de esas tribulaciones especialmente permitidas, como la del ciego de nacimiento, “para que se manifiesten las obras de Dios” (Cf. Juan, c. 9).

[8] “Una espada atravesará tu alma” (Luc. 2, 35).

[9] Mujer, en griego (= gynai), es título honorífico; tanto como Señora, en nuestros antiguos usos sociales. Cf.: Ilíada, III, 2o4; Sófocles, Edipo 655; Juan, 19, 26.

[10] Ex. 19, 8; 24, 3.