DEFENSA
DEL SEPHER HAIYASCHAR,
O LIBRO DE LO JUSTO
Por el caballero DRACH,
A petición del P. MIGNE,
Editor de la Biblioteca Universal del Clero
Para su Diccionario de los Apócrifos o Colección de todos los libros apócrifos relacionados con el Antiguo y Nuevo Testamento, en su mayor parte traducidos al francés por primera vez, sobre los textos originales enriquecidos con prólogos, disertaciones críticas, notas históricas, bibliográficas, geográficas y teológicas.
EN RESPUESTA A UN ARTÍCULO BIBLIOGRÁFICO
Firmado por el P. FALCIMAGNE[1]
ESTIMADO SEÑOR,
1. En vuestro
número del 24 de julio de 1858 ha aparecido un extraño artículo firmado por un
estimable y sabio eclesiástico, el P. Falcimagne, artículo que ha sido, para
muchos de los que me conocen, una ocasión de pena y asombro, y cuya primera
lectura me ha dejado en un estado de estupefacción tal que uno se pregunta si
no es el juguete de un sueño. Usted mismo lamenta haberlo admitido en las
columnas de vuestro estimable periódico, cuyo título contradice.
2. En primer lugar, no puedo sino expresar mi sincera gratitud por el hecho de que el respetable y pío escritor reconoce la ortodoxia sin sospechas y muy lealmente profesada del Sr. Drach y su persuasión de que sus disidencias con un sabio tan estimable como el Sr. Drach no impedirán a los buenos espíritus que vean en nosotros a los defensores de una misma causa. Este es para mí el punto esencial. Antes que nada, soy católico y defenderé hasta mi último suspiro la fe que me ha sido dada por la gracia de lo alto. También le agradezco los elogios que hace al mérito intrínseco de mi traducción del famoso Yaschar, y de las notas que lo acompañan. La publicación de esta pieza que considera, al igual que otros sabios, como un acontecimiento en la literatura oriental, será, espero, un servicio prestado a los estudios sacros. Pero séame permitido repetir las palabras que el talmud pone en boca de Jon.-ben-Uziel:
«Tú sabes, Dios mío, que no trabajo para mi gloria, ni para la de mi casa; no trabajo sino para la gloria de tu nombre».
3.
Pronto hará cuarenta años que un joven teólogo, distinguido por sus diversos
conocimientos, y escritor, esperanza de la Sinagoga, que lo había condecorado
con sus más bellos títulos, suegro del primer gran Rabino de Francia, tenía
ante él lo que en el mundo se llama una carrera brillante. Pero una voz a la
que no le era lícito resistir le decía: sal de la casa de tu padre, renuncia,
si es preciso, a la afección de todo cuanto te es caro; deja la región de las
sombras y ve a la región de la luz, que te he de mostrar. Sin dudarlo,
quebrantó su futuro y no se dejó estremecer por el abandono de los suyos y el
odio de su nación. Fue feliz en ser cristiano y en adorar al Mesías, la
esperanza de sus ancestros. Desde entonces, y como consecuencia de su íntima
convicción, consagró todas sus vigilias a la defensa de la verdadera fe. Más
tarde pronunció este voto formal ante los sagrados pies del Vicario de Nuestro
Señor Jesucristo. A través de su vida, se
encontró con un hombre extraordinario, un gran hombre, un hombre de genio,
digno sacerdote según el orden de Melquisedec, un hombre a quien el futuro le
adjudicará estatuas en la tierra, y, en el cielo, una corona de gloria
inmortal. El P. Migne, animado por esa fuerza de voluntad que es señal de
una misión de Dios, se propuso dar un nuevo impulso a los altos estudios
eclesiásticos, resucitando del polvo de las bibliotecas, que los retenían, y
difundiendo por todo el mundo todos los monumentos de la tradición católica.
Superando obstáculos insuperables para cualquier otro, creó, como por milagro,
los grandiosos talleres católicos de Montrouge. El móvil de este eminente
hombre no es el vil lucro; no retrocede ante ningún sacrificio pecuniario, por
más grande que sea, para el mejor cumplimiento de su alta misión. Es a esta
obra eminentemente católica, recomendada en términos muy honorables en las
actas de un Concilio de Francia, aprobadas por la Santa Sede y preconizadas por
el Arzobispo de Tuam en un Concilio de Obispos en Irlanda, que el ex rabino
asocia, desde hace muchos años, su pluma y todo lo que ha querido Dios
concederle que supiera. Lo que le persuade que optimam partem elegit,
es que, septuagenario, trabaja todavía con el ardor, vigor físico y asiduidad
de un joven, signo cierto para él de una asistencia especial de lo alto. Este
ex rabino no es otro sino quien traza estas líneas. Me he visto forzado a
reproducir aquí estos detalles en interés de mi defensa, que una venerada
orden me obligó. Y si acabo de hablar de mí, diré: “Vos me obligasteis a
aquellos que me impugnaron sin causa”.
4. Que he permanecido constantemente fiel a mi voto, lo atestiguan los numerosos testimonios que hasta el día de hoy se han dignado honrarme teólogos de primer orden, Prelados, Cardenales, y los Augustos Sucesores de San Pedro, desde León XII hasta Pío IX. Y es precisamente con ocasión de la publicación de mi Yaschar que uno de los más grandes y doctos Príncipes de la Iglesia se ha dignado escribirme:
«Y es de muy buena gana que aplaudo vuestros trabajos en interés de la ciencia sagrada, del cual sois uno de los más eminentes y fieles depositarios».
Ahora bien, por una
singular coincidencia, el autor del artículo contra el cual tengo que
defender nada menos que mi reputación de cristiano, ha escogido este momento
para acusarme públicamente de profesar obstinadamente un error que
compromete la salvación, e insinúa además que, con relación a la Biblia, he
hecho causa común con los racionalistas. ¡Y fue contado entre los
impíos! Es decir, llegado al umbral de la eternidad, habría arrojado al
abismo todo cuanto esperaba alegar en mi favor ante la misericordia del Juez en
cuya presencia no puedo tardar en comparecer.
5.
Mi prólogo, el supuesto cuerpo del delito, fue leído, antes de ser publicado,
por el digno superior de la escuela de los altos estudios eclesiásticos, por un
docto capellán de Santa Genoveva; fue leído en un célebre seminario y en una
comunidad religiosa que encierra a distinguidos predicadores, y no se halló ni
herejía ni racionalismo. Solamente modifiqué, conforme a una opinión que me
vino del seminario, algunas expresiones de una nota. El
P. Bonnetty, cuya ciencia, penetración de espíritu y, sobre todo, el completo
apego a la doctrina católica tal como emana de la cátedra de Pedro son muy
conocidos, la publicó íntegramente en sus Annales de philosophie chrétienne,
ese rico y precioso reservorio donde van a beber todos los apologistas de
nuestra santa religión. Por último, varios ejemplares de mi obra partieron para
Roma, dos de los cuales están actualmente en manos del secretario de la S.
Congregación del Index y del P. Perrone. Si mi libro contuviera algo
reprehensible es de presumir que estos sabios Religiosos, que me honran con su
benevolencia desde hace más de un cuarto de siglo, ya me lo hubieran advertido.
6. Pocos días después de haberme conferido el sacramento del bautismo, Mons. de Quélen, de venerable memoria, me retuvo en su oficina para recomendarme la devoción a la Santísima e Inmaculada Virgen. En esta preciosa instrucción trazó, con la unción que le era tan natural, un cuadro conmovedor de la vida sufriente de la Madre de Dios y terminó con estas palabras:
«Y a ti también, tal vez, una espada de dolor te atraviese el corazón más de una vez, entonces acuérdate de María»[2].
Poco tiempo después estallaron contra mí las crueles persecuciones narradas en la misma obra. Son conocidas y fueron el tema de un drama religioso. Pero lo que se ignora es que esa espada, tan bien predicha, no ha cesado, hasta el momento actual, de escarbar en mi corazón. Pruebas sobre pruebas, y doy gracias a Dios por ellas, porque un cristiano sin pruebas es como un soldado sin armas. Y aprovecho esta ocasión para pagar un tributo de gratitud a la Santa Sede. Si en sus días antiguos, Drach, el orientalista que se hizo un nombre por sus numerosos, y oso decir, útiles trabajos, no está en su patria reducido a un simple subsidio literario es gracias a Roma la santa, Roma la bendita, Roma la munífica. Pero el último golpe que me asestó esta espada en una mano que no debería empuñar, me ha arrancado un grito de dolor, y ha hecho correr mis lágrimas, no tanto sobre esta incalificable agresión, como sobre aquel que, dejándose enceguecer y engañar por un sentimiento que uno no osa confesarse a sí mismo sin enrojecer hasta el fondo de su alma, no tiene escrúpulos en destruir, en cuanto depende de él, el poco bien que pueden producir mis escritos.
[2] Ver Armonía
entre la Iglesia y la Sinagoga, Alfa ediciones (2023), vol. I, p. 96.