VIII. - LE SILLON
Desde el punto de vista de la
doctrina católica, el cardenal Billot consideraba que Le Sillon era una transposición, en el
orden social, de los errores doctrinales de la época, penetrados por el inmanentismo
y el pragmatismo. Le Sillon
le parecía cercano al modernismo en su origen y contenido, así como en el
reclutamiento de sus seguidores. La inmanencia social que, a sus ojos, resumía
la doctrina de Le Sillón, no
era en realidad más que una transcripción de la inmanencia religiosa que
constituye la base de la tesis modernista. El error social se basaba en un error
dogmático. El cristianismo de Le Sillon
está siempre en función de su democratismo, y este democratismo
"cristiano" es una distorsión del Evangelio en la
ideología revolucionaria.
Todo lo que el cardenal
Billot pensaba al respecto está contenido en la Carta del 25 de agosto de 1910, y hay una fuerte presunción de
que participó en la redacción de este grave documento pontificio.
El punto de partida de los
errores de Le Sillón fue que sus fundadores no estaban
dotados de ciencia histórica, filosofía sólida, teología fuerte, y que no
habían sido capaces de preservarse de las infiltraciones liberales y
protestantes.
Los errores especulativos de
este movimiento han sido, en general, adoptar un programa y una enseñanza
diferentes a los de León XIII. Los sillonistas rechazaron abiertamente el programa
establecido por ese Papa y adoptaron uno diametralmente opuesto, en
contradicción con los principios esenciales de la sociedad, situando la
autoridad en el pueblo y apuntando a la nivelación de las clases.
Los errores prácticos de
espíritu y conducta se resumen en el desprecio del pasado, la desconfianza en
la jerarquía, la manía de subordinar la Iglesia a la democracia, la neutralidad
que, frente a la Iglesia perseguida, se cruza de brazos; una extraña y
peligrosa promiscuidad y, finalmente, conexiones blasfemas entre el Evangelio y
la Revolución.
El cardenal representa tanto al cura modernista como al cura sillonista trabajando juntos para realizar sus sueños, para elaborar sus quimeras, como si fueran a hacer florecer de repente la justicia, la virtud y la felicidad en la raza humana.
"…
¿Cuántos de los nuestros, o bien arrastrados por la corriente de la opinión
triunfante, o bien deslumbrados e hipnotizados por el brillo exterior de una
civilización que se ha vuelto pagana, o incluso influidos por la generosa, pero
falaz idea de recuperar, a cambio de transacciones, el terreno perdido,
cuántos, digo, aportan a la secularización universal la más inesperada y a la
vez la más eficaz de todas las contribuciones? He aquí ahora un nuevo tipo
de sacerdote, un sacerdote laico, desanimado de su carácter divino, adaptando
su predicación, su enseñanza, su ministerio y su conducta en el siglo, lleno de
una admiración sin límites por la ciencia profana, no teniendo más que el más
absoluto desprecio por la del santuario. He aquí el sacerdote demócrata,
ocupado en formar ciudadanos conscientes y responsables, a la espera de que la
Iglesia, que, según él, ha llevado al límite la expansión del principio de
autoridad, se vea obligada por fin, como él espera, a encontrar procedimientos
más acordes con los derechos del hombre, los principios inmortales, la igualdad
fundamental y la dignidad personal de todos los cristianos. Es la laicización
de las cosas divinas: Laicización de la exégesis, que se reducirá a
un método de interpretación de los textos sagrados según las únicas reglas que
ahora se acostumbra a aplicar a todos los textos humanos, sin otra
consideración que la debida al movimiento del pensamiento contemporáneo en el
orden filosófico. Laicización de la teología, que ya no será como la
definía San Anselmo, la fe que busca la inteligencia, la inteligencia de los
misterios de Dios, de sus armonías profundas, de sus bellezas sobrenaturales,
de su sentido admirable, sino que se convertirá ni más ni menos que en la
historia de los sistemas, en el censo de las opiniones, en la nomenclatura de
las teorías de los hombres sobre la verdad de Dios, lo cual es otra forma de substituir
a Dios por el hombre. Por último, laicización de la moral cristiana, me
refiero a las virtudes, algunas de las cuales, las de la vida interior, que
están relacionadas con el espíritu de oración, penitencia, humildad, que nos
mantienen en continua dependencia de Dios nuestro Maestro, de Dios nuestro
creador, de Dios nuestro fin último, reciben su despido por ser virtudes del
antiguo régimen, mientras que las otras, que llaman activas, y que consideran
las únicas dignas del hombre adulto, emancipado, libre y consciente de sí
mismo, deben tener en lo sucesivo precedencia y primacía" (Elogio del cardenal Pie, pág. 20).