viernes, 2 de diciembre de 2022

El Cardenal Billot, Luz de la Teología, por el R. P. Henri Le Floch, S. SP., (VII de XVIII)

 V. - EL PROFESOR 

Maravilloso maestro de la disciplina intelectual, el P. Billot tenía el don supremo de enseñar, en una exposición majestuosa, llena de claridad, precisión y calor. Alrededor de su cátedra magisterial se agolpaba una élite de estudiantes que se contaba por centenares, ex omni tribu et natione: italianos, franceses, españoles, alemanes, polacos, americanos, algunos pertenecientes al clero secular, otros a diversas órdenes religiosas. Iluminó a toda la Iglesia con los rayos de su ciencia y podemos aplicarle el texto de Isaías de que, por él, "la tierra se llenó del conocimiento del Señor": Repleta est terra scientia Domini. Hablaba a sus oyentes con una profunda convicción que se reflejaba incluso en sus rasgos, con todo el prestigio de un líder incomparable, y sus discípulos, extendidos ahora por las diócesis del viejo y del nuevo mundo, así como en las misiones lejanas, dan gracias a Dios por haber vislumbrado su alma rica en virtudes, por ser hijos de la sublime doctrina de un hombre inspirado, que supo poner en su enseñanza ese espíritu de fuerza y amor del que hablaba San Pablo a Timoteo: Spiritum virtutis et dilectionis (II Tim. I, 7).

Sus alumnos se dieron cuenta de que el amor a Dios, a la Iglesia y a las almas fecundaba el conocimiento que brotaba de sus labios como las aguas de un río majestuoso: Et impletus est quasi flumen, sapientia (Eccl. XLVII, 15-17).

Su enseñanza oral iba más allá de la palabra escrita. No trataba de simplificar las cuestiones difíciles ni de complicar las cosas sencillas. En la apertura de las clases, entraba en escena con soberana dignidad, recapitulando la enseñanza ya impartida, mostrando el lugar de la tesis o del tratado en cuestión en el conjunto de la doctrina, enlazando las ideas madres, los principios generadores, entrando en las profundidades del dogma, derribando las objeciones, horadando los equívocos, despejando las dudas, persiguiendo el error hasta sus pliegues más secretos, y fijando la solución definitiva no en la arena movediza, sino en la solidez de la piedra con las pruebas decisivas y luminosas.

Lleno de consideración y cuidado por sus alumnos, la mayoría de los cuales estaban destinados a ser maestros, pretendía crear en ellos un sentido teológico, una intuición de lo verdadero, esa visión superior que les permite ver con una luz trascendente y evitar el error. Les hacía comprender que las verdades divinas no sólo se aprenden con el intelecto, sino que se sienten con el corazón y se buscan con la voluntad, y que, para que el estudio no obstaculizara la piedad, disipara la fuerza mental o secara el corazón, era necesario unir la oración a la aplicación del espíritu. Nos enseñaba, dice uno de sus alumnos, "a pensar bien, a querer con fuerza, a golpear en el lugar adecuado".

Una de las características del P. Billot era la de no inclinarse, cueste lo que cueste, a reputaciones ya hechas, ante ciertos ídolos considerados como autoridades indiscutibles e incuestionables, o ante juicios transmitidos que imponen convicciones de antemano. Le gustaba recordar el axioma: Tantum valet auctoritas, quantum ratio valet. La autoridad no tenía credibilidad a sus ojos a menos que las razones invocadas tuvieran valor. Tanto peor para los ídolos o maestros, jesuitas y otros.

Esta independencia intelectual, exigiendo respetuosamente razones antes de la adhesión, se manifestaba a veces de forma humorística. Un día, con motivo de una polémica, exclamó enérgicamente desde la cátedra: Etiamsi magnus Turca (sic) diceret, ego non. “Aunque el gran turco lo afirmara, yo no lo acepto”. En sus obras, su lengua latina es pura, sobria, muy correcta. En clase, como en la conversación, el latín que utilizaba no era necesariamente el de Cicerón, pero siempre estaba revestido de los dones de claridad y precisión que la mente francesa debe en parte a la escolástica.

Gracias a esta independencia del sabio, manifestaba, altamente y con conocimiento de causa, su predilección por tal o cual autor, sin despreciar a los demás. En cuanto a los Padres, le gustaban especialmente San Agustín y San Ireneo. Bossuet era también uno de sus autores preferidos, como se desprende de las numerosas citas que hizo de él, por ejemplo, en el tratado sobre la Eucaristía, especialmente en sus explicaciones de las oraciones de la misa.

Alcanzaba naturalmente la gran elocuencia en los prólogos, en las amplias panorámicas, en las luminosas y vastas síntesis, donde se manifestaba un reflejo del "esplendor del Verbo".

En determinadas circunstancias, la enseñanza cambiaba de tono y adquiría la apariencia de una vehemente discusión. La voz, el acento, el gesto del profesor animaban la lógica que perdía su natural sequedad. Y entonces, después de haber extraído la verdad que podría ocultar, apuntaba a la cabeza del error con una lucidez implacable, con un verdadero ardor francés. Asistíamos a un duelo conmovedor y dramático, a una lucha cuerpo a cuerpo que derribaba el sofisma y exaltaba el dogma. Era el centinela de la casa de Israel, haciendo sonar la trompeta y dando el grito de alarma contra los atacantes. Se enfrentaba al error, pero a las personas de sus adversarios las trataba in omni bonitate et veritate [con toda bondad y verdad]. Este vigoroso e intrépido defensor nunca llamó a la pasión en ayuda de la verdad.

Para mostrar la ingenuidad de la afirmación de un teólogo al que se le había escapado que las almas -almas separadas de sus cuerpos- podían recibir el Sacramento de la Eucaristía, recordó una leyenda de la Edad Media que dice que un ermitaño un día, vio a tres ángeles descender del cielo a su casa, con las alas atadas al cuello, y, como el buen ermitaño les invitó a sentarse, los visitantes celestiales se disculparon cortésmente por el hecho de carecer de medios para utilizar los asientos ofrecidos por la cortesía de su anfitrión.

En una intensa vida intelectual, los alumnos de tal maestro, orgullosos de su fuerza y de todas sus riquezas teológicas, entusiasmados por ese foco ardiente y resplandeciente, admiraban a este genio que se elevaba a alturas incomparables con un ímpetu irresistible, abriendo el camino a una irrupción de luz que, en la claridad radiante de su enseñanza, disipaba las sombras y tinieblas. Atraía con él a sus oyentes hacia intuiciones profundas y repentinas que abrían a sus ojos los más amplios horizontes, despertando en ellos visiones ilimitadas, en la agudeza de su propia visión, encendiendo en sus almas esa vasta llamarada que San Agustín decía de los platónicos: incredibile incendium [increíble incendio].

Así les daba una idea justa y profunda de la vida sobrenatural de la gracia, al recordar la teoría escolástica de la influencia de las verdades divinas sobre las almas; estas verdades, después de haber alimentado la fe en la inteligencia, entrando en el corazón, producían la caridad en la voluntad y establecían la doctrina como fundamento de la piedad.

Qué lección recibían cuando, después de la clase, durante la passegiata vespertina, entraban en una iglesia y se encontraban con su maestro en adoración y como en éxtasis ante el Santísimo Sacramento expuesto. Estaba verdaderamente allí, como su modelo Santo Tomás: "Querubín de la luz y serafín del amor", los querubines reflejando, según San Dionisio, la luz del Verbo y los serafines el amor del Espíritu Santo.

Este príncipe de los teólogos era venerado como un santo por sus discípulos.

El antiguo alumno que ya hemos citado, escribe de nuevo: "El P. Billot dedicó un talento poco común a la exposición de sus ideas. Era profesor en el alma, tan elocuente, tan vivo, con palabras a la vez tan amplias y precisas, tan periódicas y penetrantes, que era un encanto que aún perdura entre todos los que fueron sus alumnos en la Universidad. Sus libros, en los que vertió toda la substancia de su enseñanza, son los más claros, los más vivos, los más sólidos de toda nuestra literatura teológica actual (Canónigo Bouché).

Un prelado romano que en su día publicó un libro sobre Roma bajo el seudónimo de Jean Dorval, titulado L'éternelle Conquérante, hablando de los profesores de la Universidad Gregoriana, escribía sobre el P Billot:

 

"Uno de ellos, que goza de una extraordinaria reputación por su ciencia y virtud, es francés, y estamos orgullosos de él. Deberías entrar un día, como curioso oyente, en la gran sala en la que, en presencia de un millar de estudiantes eclesiásticos, el P. Billot da su curso. Te sorprenderías ver esa frente amplia y poderosa, esos ojos que, sin posarse en el público, parecen rondar muy alto y seguir el pensamiento interior. Oirías esa palabra clara, ardiente, convencida, verías ese gesto enérgico que afirma la verdad y que repele, como un fantasma, el error, la herejía. A veces todo el mundo mira hacia arriba: ya no se pueden tomar notas. Tienes que mirar fijamente. Te hipnotiza esa mirada, esa voz, ese gesto. Una emoción se apodera de ti; es una gran elocuencia. Y, sin embargo, es latín".

 

Es interesante constatar que, después del cardenal Billot, una pléyade de eminentes teólogos franceses enseñaron en las cátedras romanas, siguiendo los pasos de Santo Tomás y sus grandes comentadores. Entre ellos, hay que citar en primer lugar al religioso servita que se convertiría en el cardenal Lépicier, y que profesó durante muchos años, con seguridad y abundancia de doctrina, en el colegio de la Propaganda, donde sucedió al cardenal Satolli.

En el Colegio Angélico, el P. Pègues se propuso interpretar a Santo Tomás por el mismo Santo Tomás: Divus Thomas sui interpres. Su monumental obra del Comentario literal en francés a la Summa de Santo Tomás pretende cumplir este programa. Este magnífico esfuerzo, coronado con el éxito, ha contribuido en gran medida a dar a conocer la doctrina del Ángel de la Escuela, incluso fuera de los círculos teológicos. Su colega, el R. P. Garrigou-Lagrange ha publicado obras de teología ascética y mística muy apreciadas[1]. En un intelectualismo poderoso y muy personal, el P. M. de la Taille se inspiró constantemente en el Maestro Común en su curso magisterial en la Universidad Gregoriana. Su importante obra, Mysterium Fidei, renueva también la enseñanza teológica sobre el augusto Sacrificio Eucarístico y la vuelve a situar en la senda tradicional de los Padres y Doctores. Presenta un nuevo punto de vista que puede ser discutido, pero que, en opinión general, no puede ser refutado victoriosamente.

Los RR. PP. Gény y Le Rohellec, ambos miembros activos de la Academia de Santo Tomás y prematuramente encantados por el progreso de la filosofía del Ángel de la Escuela, enseñaron con gran éxito a sus alumnos, el uno en la Universidad Gregoriana, el otro en el Seminario Francés y en el Seminario Romano de Letrán.



[1] N.d.E: Esta última frase es un añadido del P. Le Floch en Cinquante de sacerdoce, 1937, pág. 89.