V. - EL PROFESOR
Maravilloso maestro de la
disciplina intelectual, el P. Billot tenía el don supremo de enseñar, en una
exposición majestuosa, llena de claridad, precisión y calor. Alrededor de su
cátedra magisterial se agolpaba una élite de estudiantes que se contaba por
centenares, ex omni tribu et natione:
italianos, franceses, españoles, alemanes, polacos, americanos, algunos
pertenecientes al clero secular, otros a diversas órdenes religiosas. Iluminó a
toda la Iglesia con los rayos de su ciencia y podemos aplicarle el texto de
Isaías de que, por él, "la tierra se llenó del conocimiento del Señor":
Repleta est terra scientia Domini. Hablaba
a sus oyentes con una profunda convicción que se reflejaba incluso en sus
rasgos, con todo el prestigio de un líder incomparable, y sus discípulos,
extendidos ahora por las diócesis del viejo y del nuevo mundo, así como en las
misiones lejanas, dan gracias a Dios por haber vislumbrado su alma rica en
virtudes, por ser hijos de la sublime doctrina de un hombre inspirado, que supo
poner en su enseñanza ese espíritu de fuerza y amor del que hablaba San Pablo a
Timoteo: Spiritum virtutis et dilectionis
(II Tim. I, 7).
Sus alumnos se dieron cuenta
de que el amor a Dios, a la Iglesia y a las almas fecundaba el conocimiento que
brotaba de sus labios como las aguas de un río majestuoso: Et impletus est quasi flumen, sapientia (Eccl. XLVII, 15-17).
Su enseñanza oral iba más
allá de la palabra escrita. No trataba de simplificar las cuestiones difíciles
ni de complicar las cosas sencillas. En la apertura de las clases, entraba
en escena con soberana dignidad, recapitulando la enseñanza ya impartida,
mostrando el lugar de la tesis o del tratado en cuestión en el conjunto de la
doctrina, enlazando las ideas madres, los principios generadores, entrando en
las profundidades del dogma, derribando las objeciones, horadando los
equívocos, despejando las dudas, persiguiendo el error hasta sus pliegues más
secretos, y fijando la solución definitiva no en la arena movediza, sino en la
solidez de la piedra con las pruebas decisivas y luminosas.
Lleno de consideración y cuidado por sus alumnos, la mayoría de los cuales estaban destinados a ser maestros, pretendía crear en ellos un sentido teológico, una intuición de lo verdadero, esa visión superior que les permite ver con una luz trascendente y evitar el error. Les hacía comprender que las verdades divinas no sólo se aprenden con el intelecto, sino que se sienten con el corazón y se buscan con la voluntad, y que, para que el estudio no obstaculizara la piedad, disipara la fuerza mental o secara el corazón, era necesario unir la oración a la aplicación del espíritu. Nos enseñaba, dice uno de sus alumnos, "a pensar bien, a querer con fuerza, a golpear en el lugar adecuado".
Una de las características
del P. Billot era la de no inclinarse, cueste lo que cueste, a reputaciones ya
hechas, ante ciertos ídolos considerados como autoridades indiscutibles e
incuestionables, o ante juicios transmitidos que imponen convicciones de
antemano. Le gustaba recordar el axioma: Tantum
valet auctoritas, quantum ratio valet. La autoridad no tenía credibilidad a
sus ojos a menos que las razones invocadas tuvieran valor.
Tanto peor para los ídolos o maestros, jesuitas y otros.
Esta independencia
intelectual, exigiendo respetuosamente razones antes de la adhesión, se
manifestaba a veces de forma humorística. Un día, con motivo de una polémica,
exclamó enérgicamente desde la cátedra: Etiamsi
magnus Turca (sic) diceret, ego non. “Aunque el gran turco lo afirmara, yo
no lo acepto”. En sus obras, su lengua latina es pura, sobria, muy correcta.
En clase, como en la conversación, el latín que utilizaba no era necesariamente
el de Cicerón, pero siempre estaba revestido de los dones de claridad y
precisión que la mente francesa debe en parte a la escolástica.
Gracias a esta independencia
del sabio, manifestaba, altamente y con conocimiento de causa, su predilección
por tal o cual autor, sin despreciar a los demás. En cuanto a los Padres, le
gustaban especialmente San Agustín y San Ireneo. Bossuet era también uno de sus
autores preferidos, como se desprende de las numerosas citas que hizo de
él, por ejemplo, en el tratado sobre la Eucaristía, especialmente en sus
explicaciones de las oraciones de la misa.
Alcanzaba naturalmente la
gran elocuencia en los prólogos, en las amplias panorámicas, en las luminosas y
vastas síntesis, donde se manifestaba un reflejo del "esplendor del
Verbo".
En determinadas
circunstancias, la enseñanza cambiaba de tono y adquiría la apariencia de una
vehemente discusión. La voz, el acento, el gesto del profesor animaban la
lógica que perdía su natural sequedad. Y entonces, después de haber extraído la
verdad que podría ocultar, apuntaba a la cabeza del error con una lucidez
implacable, con un verdadero ardor francés. Asistíamos a un duelo conmovedor y
dramático, a una lucha cuerpo a cuerpo que derribaba el sofisma y exaltaba el
dogma. Era el centinela de la casa de Israel, haciendo sonar
la trompeta y dando el grito de alarma contra los atacantes. Se enfrentaba al
error, pero a las personas de sus adversarios las trataba in omni bonitate et veritate
[con toda bondad y verdad]. Este
vigoroso e intrépido defensor nunca llamó a la pasión en ayuda de la verdad.
Para mostrar la ingenuidad de
la afirmación de un teólogo al que se le había escapado que las almas -almas
separadas de sus cuerpos- podían recibir el Sacramento de la Eucaristía,
recordó una leyenda de la Edad Media que dice que un ermitaño un día, vio a
tres ángeles descender del cielo a su casa, con las alas atadas al cuello, y,
como el buen ermitaño les invitó a sentarse, los visitantes celestiales se disculparon
cortésmente por el hecho de carecer de medios para utilizar los asientos
ofrecidos por la cortesía de su anfitrión.
En una intensa vida
intelectual, los alumnos de tal maestro, orgullosos de su fuerza y de todas sus
riquezas teológicas, entusiasmados por ese foco ardiente y resplandeciente,
admiraban a este genio que se elevaba a alturas incomparables con un ímpetu
irresistible, abriendo el camino a una irrupción de luz que, en la claridad
radiante de su enseñanza, disipaba las sombras y tinieblas. Atraía con él a sus
oyentes hacia intuiciones profundas y repentinas que abrían a sus ojos los más
amplios horizontes, despertando en ellos visiones ilimitadas, en la agudeza de
su propia visión, encendiendo en sus almas esa vasta llamarada que San Agustín
decía de los platónicos: incredibile
incendium [increíble incendio].
Así les daba una idea justa y
profunda de la vida sobrenatural de la gracia, al recordar la teoría
escolástica de la influencia de las verdades divinas sobre las almas; estas
verdades, después de haber alimentado la fe en la inteligencia, entrando en el
corazón, producían la caridad en la voluntad y establecían la doctrina como
fundamento de la piedad.
Qué lección recibían cuando,
después de la clase, durante la passegiata vespertina, entraban en una
iglesia y se encontraban con su maestro en adoración y como en éxtasis ante el
Santísimo Sacramento expuesto. Estaba verdaderamente allí, como su modelo Santo
Tomás: "Querubín de la luz y serafín del amor", los querubines
reflejando, según San Dionisio, la luz del Verbo y los serafines el amor del
Espíritu Santo.
Este príncipe de los teólogos
era venerado como un santo por sus discípulos.
El antiguo alumno que ya
hemos citado, escribe de nuevo: "El P. Billot dedicó un talento poco común
a la exposición de sus ideas. Era profesor en el alma, tan elocuente, tan vivo,
con palabras a la vez tan amplias y precisas, tan periódicas y penetrantes, que
era un encanto que aún perdura entre todos los que fueron sus alumnos en la
Universidad. Sus libros, en los que vertió toda la substancia de su
enseñanza, son los más claros, los más vivos, los más sólidos de toda nuestra
literatura teológica actual (Canónigo Bouché).
Un prelado romano que en su
día publicó un libro sobre Roma bajo el seudónimo de Jean Dorval, titulado L'éternelle Conquérante, hablando de los
profesores de la Universidad Gregoriana, escribía sobre el P Billot:
"Uno
de ellos, que goza de una extraordinaria reputación por su ciencia y virtud, es
francés, y estamos orgullosos de él. Deberías entrar un día, como curioso
oyente, en la gran sala en la que, en presencia de un millar de estudiantes
eclesiásticos, el P. Billot da su curso. Te sorprenderías ver esa frente amplia
y poderosa, esos ojos que, sin posarse en el público, parecen rondar muy alto y
seguir el pensamiento interior. Oirías esa palabra clara, ardiente, convencida,
verías ese gesto enérgico que afirma la verdad y que repele, como un fantasma,
el error, la herejía. A veces todo el mundo mira hacia arriba: ya no se pueden tomar
notas. Tienes que mirar fijamente. Te hipnotiza esa mirada, esa voz, ese gesto.
Una emoción se apodera de ti; es una gran elocuencia. Y, sin embargo, es latín".
Es interesante constatar que,
después del cardenal Billot, una pléyade de eminentes teólogos franceses
enseñaron en las cátedras romanas, siguiendo los pasos de Santo Tomás y sus
grandes comentadores. Entre ellos, hay que citar en primer lugar al religioso
servita que se convertiría en el cardenal Lépicier, y que profesó
durante muchos años, con seguridad y abundancia de doctrina, en el colegio de
la Propaganda, donde sucedió al cardenal Satolli.
En el Colegio Angélico, el P.
Pègues se propuso interpretar a Santo Tomás por el mismo Santo Tomás: Divus Thomas sui interpres. Su
monumental obra del Comentario literal en
francés a la Summa de Santo Tomás pretende cumplir este programa. Este
magnífico esfuerzo, coronado con el éxito, ha contribuido en gran medida a dar
a conocer la doctrina del Ángel de la Escuela, incluso fuera de los círculos
teológicos. Su colega, el R. P. Garrigou-Lagrange ha publicado obras de
teología ascética y mística muy apreciadas[1].
En un intelectualismo poderoso y muy personal, el P. M. de la Taille se
inspiró constantemente en el Maestro Común en su curso magisterial en la
Universidad Gregoriana. Su importante obra,
Mysterium Fidei, renueva también la enseñanza teológica sobre el augusto
Sacrificio Eucarístico y la vuelve a situar en la senda tradicional de los
Padres y Doctores. Presenta un nuevo punto de vista que puede ser discutido,
pero que, en opinión general, no puede ser refutado victoriosamente.
Los RR. PP. Gény y Le Rohellec, ambos miembros activos de la Academia de Santo Tomás y prematuramente encantados por el progreso de la filosofía del Ángel de la Escuela, enseñaron con gran éxito a sus alumnos, el uno en la Universidad Gregoriana, el otro en el Seminario Francés y en el Seminario Romano de Letrán.
[1] N.d.E: Esta última
frase es un añadido del P. Le Floch en Cinquante de sacerdoce, 1937,
pág. 89.