jueves, 12 de mayo de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Hasta que Él venga (I de II)

   15. Hasta que Él venga 

Cristo vino a desenrollar el Libro, cumpliendo perfectamente las profecías sobre su vida terrestre y los comienzos de su vida gloriosa. Subió al Padre, donde intercede por nosotros (Heb. VII, 23-25). Sacerdote según el orden de Melquisedec (Sal. CIX, 4), permanece en una espera gloriosa y desea inmensamente que venga la hora de su retorno a la tierra para establecer el Reino perdido por Adán, arrancar a la descendencia de la Serpiente su presente dominio. 

El Diablo intentará, por todos los medios, retardar la Parusía, que es para él el tiempo de la derrota y de su encadenamiento (Apoc. XX, 1-3). 

Desde que Jesús subió al cielo, el rollo del Libro permanece abierto, pero el desenvolvimiento está suspendido “hasta que Él venga”. Es en función de Israel que el rollo se despliega o se cierra; es en función de Israel que Jesús dijo su primer “he aquí que vengo” y que dirá su segundo “¡he aquí que vengo!”. 

Entre las dos partes del Libro, las profecías cumplidas y consumadas por la palabra de Jesús en la cruz (“se ha cumplido”) y las profecías que se deben cumplir (cuyo sello será también “se ha cumplido”, o “hecho está”), se coloca un espacio blanco donde podríamos escribir estas palabras: “Vigilad” y “Hasta que Él venga”. 

Es el tiempo de la Iglesia. 

Israel está disperso y como dejado de lado; aunque, sin embargo, no está suprimido. 

Por lo tanto, se ha abierto un magnífico paréntesis, el gran misterio “escondido desde los siglos en Dios” (Ef. III, 9) y que san Pablo tuvo como misión hacer conocer a la Iglesia, cuerpo de Cristo. Este misterio es la gloria de Dios, de su Hijo, esperando su regreso. 

La Iglesia está unida de tal forma a su Cabeza que no hace más que uno con Él; y nosotros, cristianos, que vivimos de su vida, somos sus miembros, no formando con Él más que un cuerpo, una unidad, una plenitud... a fin de aparecer con Él, en la gloria, cuando vuelva (Col. III, 4). 

Mientras el rollo está suspendido en su desenvolvimiento, Israel, las Naciones y la Iglesia están en la tierra. 

Israel dispersado retomará más tarde su misión. 

Las Naciones, sobre las cuales Israel jugará un rol de primer plano al comienzo del Reino, en la actualidad no están sometidas a la ley de Dios debido a sus principios de laicidad, o de división, o de paganismo. 

La Iglesia, que está fuera de Israel y de las Naciones, cuya misión es celestial, y que se une desde ahora en los cielos con Cristo, su Esposo, está separada. Verdaderamente podemos decir: 

“La ciudadanía nuestra es en los cielos, de donde también, como Salvador, estamos aguardando al Señor Jesucristo; el cual vendrá a transformar el cuerpo de la humillación nuestra conforme al cuerpo de la gloria Suya” (Fil. III, 20-21). 

Así, la Iglesia, aunque visible sobre la tierra, es invisible debido a su situación celestial. Cristo, al subir al Padre, “por encima de todos los cielos”, y al enviar a su Espíritu, ha formado esta Esposa pura, sin mancha, ni arruga, uniendo el cielo y la tierra, hasta que Él venga[1]. 

“Hasta que Él venga”. El apóstol Pablo escribía estas palabras a los Corintios con ocasión de la cena eucarística. Su sentido se debe ponderar, pues son como la síntesis del tiempo de la Iglesia, como el puente colocado entre la muerte de Jesús, en sufrimiento y humillación, y el Retorno de Cristo, en luz y gloria: 

“Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que Él venga” (I Cor. XI, 26). 

Entendemos, pues, que la Iglesia nos prepara directamente a la venida de Cristo, y que la Comunión del Cuerpo y Sangre del Señor es el viático para nuestro tiempo de peregrinación, nuestro tiempo de espera “hasta que Él venga”. 

La comunión es el lazo entre las dos venidas de Jesús, el lazo entre los dos “he aquí que vengo”. Es el puente suspendido entre los dos ríos del misterio de Cristo: Jesús sufriente y Jesús glorioso, mientras se derrama el gran torrente abierto por la lanza, y la sangre de Jesús, más poderosa que la de Abel, clama por nosotros, intercede siempre por nosotros (Heb. VII, 25). 

La comunión es, pues, la manifestación sensible, para nuestra vida terrestre, de la plenitud del misterio de Cristo: 

Jesús sufriente               antes

Jesús siempre vivo        ahora

Jesús Rey                         pronto 

Y, sin embargo, “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos” (Heb. XIII, 8). 

Sin embargo, el signo sensible de su presencia entre nosotros, bajo las apariencias de pan y vino, cesarán al momento de la Parusía. 

Entre las razones invocadas para legitimar, de alguna manera, toda ausencia de deseo del retorno de Jesucristo, ésta es una de las más comunes: “Jesús está sobre el altar, ¿por qué lo tengo que esperar de otra manera? ¡Tengo todos los días, si lo deseo, una especie de venida, para mí, en la comunión!”. 

Este razonamiento viene del individualismo que deforma, bajo la influencia de falsas orientaciones, las palabras más sublimes, y transforma el sentido de las palabras más claras de las Escrituras. 

¡Hacemos de la comunión “nuestras cosa”, nuestro asunto personal con el amigo íntimo! 

¿Es eso lo que Jesús deseaba, cuando decía por San Pablo: “Anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga”? 

¿No es más conveniente, por el contrario, que cada recepción de su Cuerpo y Sangre reúna las dos venidas, la del pasado y la del futuro, las acerque, las mire con una sola mirada, hasta la manifestación de su Reino glorioso?[2]. 

Cada comunión debería ser un paso adelante en la espera, un grito lanzado hacia “la bienaventurada esperanza”, hasta que Él venga. 

Pero además la comunión debería incorporarnos de tal manera a Cristo –la Palabra, el Verbo– que podamos estar unidos, como Él, al “rollo vivo”, “llevando la Palabra de la vida” (Fil. II, 14-16). Portando también, por así decir, los estigmas de la Pasión, esperando portar los de su esplendor, es decir, la luz de su Gloria y los signos de una realeza unida a la suya, el vestido blanco de lino fino, brillante y puro (Apoc. XIX, 8-14), la corona de justicia (II Tim. IV, 8), el cetro (Apoc. II, 27-28) y el trono: 

“Al vencedor le haré sentarse conmigo en mi trono, así como Yo vencí y me senté con mi Padre en su trono” (Apoc. III, 21).


 [1] Esta distinción entre Israel, las Naciones y la Iglesia es desarrollada en Israël et les Nations. 

[2] Cf. El que Vuelve, Vórtice, Buenos Aires 2018, pp. 60-62.