martes, 7 de septiembre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Caín y Abel

   Caín y Abel 

Las aspiraciones de sus dos hijos eran diferentes: Caín será agricultor, trabajará el suelo; Abel será pastor de rebaños. 

Abel había escogido esa profesión que corresponde a su temperamento apacible, meditativo; portaba ya sobre sí el signo de Aquel que se dirá “el buen Pastor”, el pastor que ama a sus ovejas y las alimenta. Inmolará sus primicias. ¿No conocía, por deducción, el valor de la sangre? La primera profecía hablaba del doble aplastamiento: del talón (descendencia de la mujer) y de la cabeza (descendencia de la serpiente) e indicaba así que la sangre sería vertida. 

No hay herida sin que corra la sangre. Además, la sangre debe ser necesariamente derramada para satisfacer a la justicia divina: “Sin efusión de sangre no hay perdón” (Heb. IX, 22). 

Es por eso que Abel inmola, ofrece al Eterno. Renuncia a sus mejores bienes por Dios, y los primogénitos – los corderos que presenta – serán como el primer anillo de esa cadena ininterrumpida de prescripciones divinas sobre los primogénitos de los hombres y animales. Todas esas ofrendas deberán servir como rescate, como signo de la alianza, entre el Creador y la creatura[1]. 

Pero en esos sacrificios de corderos, ofrecidos desde el comienzo, vemos el símbolo de Aquel que está presente en figura: “el Cordero de Dios” (Jn. I, 36); “el Cordero que es llevado al matadero” (Is. LIII, 7); “el Cordero Pascual” (Ex. XII); “el Cordero inmolado, en medio del trono” (Apoc. V, 6)[2]. 

Esta primera ofrenda de Abel nos transporta a la Cruz de Cristo y al trono de Cristo, en una doble visión de dolor y amor, pero también de alegría y de esplendor, envuelta en una certeza absoluta: que el Mesías sufrirá y será humillado, pero será también juez y rey glorioso. 

El pequeño corderito, criado por Abel – que sacrifica ciertamente con angustia, pero con una inmensa esperanza, según el espíritu – se une pues al Cordero que, sobre el trono de Dios, despliega el “Rollo del Libro”, rompiendo sucesivamente los siete Sellos, a fin de que comiencen los sucesos misteriosos que acompañarán la gloriosa venida del Mesías Rey (Apoc. V)[3]. 

¿Esos gestos simbólicos de Abel no están estrechamente relacionados con las profecías mesiánicas que conocemos? Su muerte hará de él una imagen aún más notable del Mesías sufriente, entregado por los judíos, sus hermanos. 

Abel no era el único en ofrecer sacrificios. Caín presentó los frutos de la tierra, pero Dios parecía despreciar esos dones. Caín lo comprendió. Dios tenía un motivo en su actitud. Quería que el corazón de Caín fuera cambiado. Al respecto, San Juan nos dirá que era “del maligno” y, por lo tanto, de la descendencia de la serpiente (I Jn. III, 12). He aquí el comienzo de la enemistad anunciada. He aquí las dos descendencias frente a frente, para odiarse. 

Sin embargo, si Caín estaba inclinado al mal, Satanás no lo podía dominar sin su voluntad. Pero “el camino de Caín” (Jud. 11) es una pendiente peligrosa: se dejó arrastrar por la cólera, la tristeza, la impaciencia, el abatimiento. 

Dios, en su misericordia – Él, que no le habló nunca a Abel –, se dirigió a Caín con un doble “por qué”, lleno de bondad y conmiseración. 

“¿Por qué andas irritado, y por qué ha decaído tu semblante? ¿No es cierto que si obras bien, podrás alzarlo? Mas si no obras bien, está asechando a la puerta el pecado (como un animal, listo para abalanzarse) que desea dominarte; pero tú debes dominarle a él” (Gén. IV, 6-7). 

La crisis moral está expuesta con una claridad y una lógica siempre actuales, para conjurarla. 

Cada vez que la tentación nos estrecha, los mismos factores deben intervenir. El deseo de Satanás es dominar sobre nosotros, pero nuestra libertad está intacta; no depende más que de nosotros, como no dependía más que de Caín, recurrir a las fuerzas opuestas: “¡Tú debes dominarle a él!”. 

Pero “el camino de Caín” conduce al crimen. Su corazón se endurece, su espíritu concibe la ejecución del asesinato. 

“Y cuando estuvieron en el campo, se levantó Caín contra su hermano Abel y lo mató. Preguntó Yahvé a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Contestó: «No sé. ¿Soy acaso el guarda de mi hermano?»”. 

Caín agravó su falta por la mentira, lo cual es la norma de todo crimen. El diablo es “el padre de la mentira” y “asesino desde el comienzo” (Jn. VIII, 44). Ahora bien, él dominaba sobre Caín, así como manipula a todos los criminales. 

“Y dijo (Yahvé): «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la tierra. Por eso andarás maldito, lejos de esta tierra que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Cuando labres la tierra, ella no te dará más su fruto; fugitivo y errante vivirás sobre la tierra»” (Gén. IV, 8-12). 

¿Podemos imaginarnos lo que fue el descubrimiento del cuerpo ensangrentado y sin vida de Abel, cuando, al mismo tiempo, Adán y Eva eran privados de Caín, fugitivo? 

¡Cuántas preguntas debían amontonarse ante esta tragedia en el espíritu del padre doloroso, de la madre desolada! ¡En primer lugar, qué recuerdo de su falta, fuente de la muerte, fuente del crimen, fuente de la primera guerra sobre la tierra! 

¡Qué contraste entre el paraíso de delicias y esta tierra pisoteada por la lucha y regada con sangre! 

¡Qué causa de confusión esta victoria de Caín – asociada al “maligno” y al “asesino desde el comienzo” –, llevada a cabo contra Abel “el justo”, la esperanza de la promesa! (Mt. XXIII, 35). Por primera vez surgía ante Adán y Eva el misterio del mal y, desde su falta, la noción del libre albedrío. 

Pero, en conclusión, ¿no era ésa una confirmación ante sus ojos de la sentencia que dominaba los demás problemas, las demás cuestiones, sobre la cual habían dudado: “moriréis sin remedio, si coméis”? 

Eva comprendió la extensión, el poder, el cumplimiento perfecto de la Palabra de Dios. No se desprecian en vano las amenazas divinas. “No despreciéis las profecías” (I Tes. V, 21). 

Adán y Eva fueron aplastados bajo el peso de la Palabra, que es, según nuestra fidelidad o infidelidad, un peso de gloria o un peso de sufrimiento y muerte. 

La muerte, por primera vez, rompió los poderes vitales, desorganizó el equilibrio del cuerpo humano, derramó la sangre sobre la tierra, contrajo los miembros, desfiguró la imagen del Creador (Gén. I, 26). Sin embargo, la muerte será “el último enemigo destruido” (I Cor. XV, 26), porque será preciso esperar “los nuevos cielos y la nueva tierra” para que no haya más muerte.

Él es ciertamente el alfa y la omega de la dolorosa franja de vida de la humanidad, envuelta desde entonces en la mortaja de la enfermedad – de una enfermedad tan cruel a veces, que es llamada por Job “la primogénita de la muerte” (Job XVIII, 13) –, en la mortaja del dolor, en la de las tinieblas, hasta la suprema victoria de Cristo sobre ella. La gloriosa resurrección del Salvador nos ha dado las arras de la vida futura; sin embargo, permanecemos sometidos y la generación del Reino mesiánico estará todavía bajo la amenaza de la terrible sentencia: “Moriréis sin remedio”[4]. ¡Pero qué radiante y solemne “omega”! “Dios les enjugará toda lágrima de sus ojos; y la muerte no existirá más, no habrá más lamentación, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. XXI, 4). 

Las “primeras cosas” que siguieron a la caída desaparecerán, pero después de siglos de sufrimiento, desorden, caos. Cuán grave fue el gesto de rebelión en el Edén que dio nacimiento a esta fuente de desolación desbordada sobre muchos siglos del mundo. La Palabra de Dios se cumple siempre, no se arrepiente: “Moriréis sin remedio”. 

¡Pero he aquí que la primera muerte clama! Clama por su sangre. “La voz de la sangre de tu hermano está clamando a Mí desde la tierra”. 

Abel tiene una voz que va a repercutir hasta la primera y a la Segunda Venida de Cristo. Así como existe el “camino de Caín”, la vía que conduce a la perdición, está también el camino real de la sangre que conduce a la vida, a “Jesús, Mediador de nueva Alianza, y a sangre de aspersión, que habla mejor que la de Abel” (Heb. XII, 24). Y esta sangre clama siempre: “Abel habla aún después de muerto” (Heb. XI, 4). 

La muerte de Abel anuncia la vida, así como el Calvario anuncia el Sepulcro abierto. Si Adán y Eva lloran, en los lugares celestiales, los ángeles celebran la inmolación de esta primera víctima inocente y pura; en ella contemplan, por anticipado, al “príncipe de la vida”, la gran víctima sangrante, pendiente del madero, pero que salvará al mundo. 

Notemos aquí que la sangre de Abel cumple, en figura, una obra de doble redención: la sangre clama misericordia a Dios, y la tierra abre su boca y bebe la sangre. 

Si el hombre tiene necesidad de rescate por la sangre, la tierra, que ha participado de su falta, también tiene necesidad de ser rescatada por la sangre; entonces, ávidamente, bebe la primera sangre humana, como las primicias de esa otra sangre que beberá cuando fluya gota a gota de la cruz. 

Pero la tierra también beberá a través de los siglos las sangres derramadas por los odios, por las guerras. Sangres mezcladas: unas puras, otras manchadas, pero todas saliendo del cuerpo del hombre, en el dolor, el duelo y las lágrimas. 

Ante ese primer cadáver, ante esa primera sangre derramada, ¡qué visión de los tiempos pasados, presentes y de los que vendrán, aún más trágicos! 

Los siglos fueron marcados por una guerra sin piedad. La muerte, la reina de los espantos (Job XVIII, 14), es insaciable de la sangre de las víctimas, pues está animada por “el diablo que tiene el imperio de la muerte” (Heb. II, 14) y que conduce la danza más macabra que existe y llena el cementerio más inmenso que se pueda imaginar, inundando la tierra de ríos ensangrentados, de lágrimas, de dolor. 

Escribíamos al comienzo de la última guerra: “Desde la sangre de Abel que pide venganza a través de los siglos, qué visión se descubre ante nuestras miradas”. 

Son todos los ríos de sangre derramada, de todas las guerras del mundo, después de la primera batalla fratricida. 

Las pilas de cadáveres teñidos en rojo claman. ¡Desde las edades bíblicas a los siglos de Roma, de la Edad Media a los tiempos modernos, hasta nuestra guerra de 1914-1918, hasta nuestra guerra de 1939, hasta la última batalla del Harmagedón, todos los cadáveres claman justicia y paz! 

Nuestra imaginación desfallece entonces, con la visión de la última vendimia de esos racimos innumerables, arrojados atropelladamente, ensangrentados, en “el lagar grande de la ira de Dios” (Apoc. XIV, 19); con la visión de la sangre que sale del lagar “hasta los frenos de los caballos, por espacio de mil seiscientos estadios” (Apoc. XIV, 20). 

Ahora bien, ¡esta sangre que fluye a mares, este mar de sangre alimentado en el curso de los siglos por la guerra, la muerte, las atrocidades, deriva del pequeño hilo de sangre que brotó del cuerpo de Abel! 

Y he aquí que en el centro de este mar de sangre – ante el mar de vidrio que cargará el trono del Cordero – se levanta otro Cuerpo sangrante, entre el cielo y la tierra, para reconciliar al mundo: el de Cristo en la Cruz. 

Su sangre clama más fuerte que la de Abel; clama hacia el Padre por el mundo en gestación, en dolor, en sufrimiento de muerte: “¡Justicia! ¡Justicia! ¡Paz! ¡Paz!”[5].


 [1] Ver cap. “El Sacerdocio Levítico”. 

[2] Cristo es designado 24 veces en el Apocalipsis como Cordero. 

[3] Ver cap. “Los Sellos del Rollo del Libro”. 

[4] La muerte tendrá todavía su poder durante el Reino de Cristo, pero la longevidad patriarcal será restituida, ya que morir a los cien años será morir joven (Is. LXV, 20). 

[5] M. Chasles, La guerre et la Bible, pp.32-33.