sábado, 25 de septiembre de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, La Separación (I de II)

    4. La Separación 

Satanás tuvo conocimiento del fracaso sangrante que sufrió. Millares de cadáveres son el trofeo de su victoria. Es cierto, pero ¿qué son estos hombres pervertidos comparados con Noé, que guardó, por su fidelidad, el efecto de la promesa divina, que recibió una nueva alianza para la humanidad, la certeza de que la tierra nunca más será sumergida por el diluvio, y oyó la renovación del llamado a multiplicar y henchir la tierra? 

Sin embargo, entre los hijos de Noé, el Enemigo espera retomar algunas ventajas y encontrar un tronco para una descendencia para él, pues la suya se hundió en las aguas. No hay más descendencia entre los hombres[1]. Entonces va a rondar, observar, acechar astutamente. 

Noé plantó una viña; ignora los efectos, y he aquí que se emborracha. Cam lo encuentra desnudo en medio de la tienda: ha llegado el momento para que la Serpiente haga lo suyo. Sugiere a Cam la burla, y mientras sus hermanos, en un gesto púdico de una pureza que contrasta con las costumbres antiguas, cubren a su padre caminando hacia atrás, Cam se ríe mucho.

Noé, al despertarse, se enteró de lo sucedido y maldijo a Cam en su hijo Canaán: 

“¡Maldito sea Canaán; esclavo de esclavos será para sus hermanos!”, pero al mismo tiempo pide una bendición especial para Sem: “Bendito sea Yahvé, el Dios de Sem”. 

Noé pide a Dios extender las posesiones de Jafet, que habitará en las tiendas de Sem, pero Canaán será su esclavo (Gén. IX, 24-27). 

Una vez más las dos descendencias están enfrentadas: de los Semitas saldrá el hijo bendito de la mujer, y los Camitas encarnarán más particularmente el espíritu de la Serpiente antigua. 

Dios había declarado a Noé que sus descendientes debían poblar la tierra, pero en lugar de conservar la vida itinerante, la de los pastores de rebaños, buscaron, bajo inspiración satánica, siempre opuestos a la voluntad divina, agruparse, construir una ciudad (para aferrarse al suelo) con una “torre”, a fin de perpetuar el culto idolátrico. Finalmente, quieren “hacerse un nombre” para ser fuertes y no ser dispersados sobre la tierra por la primera invasión de otros pueblos. 

Hasta entonces había una única lengua; las mismas palabras servían para el intercambio de pensamientos entre los hombres. Pero, evidentemente, esas naciones, siempre dispuestas a revelarse contra Dios, debían ser separadas radicalmente por el lenguaje. La confusión de lenguas fue el primer medio que Dios empleó para preparar la separación de su pueblo y protegerlo de la descendencia de la Serpiente[2]. 

Pero el mal es ciertamente innato al corazón del hombre desde la caída, de modo que los Semitas, permaneciendo en la región de Babilonia, tomaron las costumbres y cultos de los pueblos Camitas. 

La civilización mesopotámica, la más antigua que conocemos, cuyas recientes excavaciones permiten descubrir el sorprendente esplendor, sobre todo en el trabajo de los metales preciosos, nos enseñan igualmente cuál era entonces el desarrollo de los cultos idolátricos, desconocidos antes del diluvio. 

Satanás, después de las perversiones contra-natura que la habían precedido, enredó de nuevo a la descendencia de la mujer, mezclada con la suya, en el paganismo. Josué lo recordará en la vasta crónica que esbozará sobre el comienzo de la historia de Israel: 

“Vuestros padres, Tare, padre de Abraham y padre de Nacor, habitaban antiguamente al otro lado del río (Éufrates) y servían a otros dioses”. 

Josué pidió a los hijos de Israel que hicieran desaparecer esos ídolos que amaban mucho, que amaban con una inconsciencia culpable: 

“Desechad a los dioses a los cuales vuestros padres sirvieron al otro lado del río y en Egipto y servid a Yahvé” (Jos. XXIV, 2-14). 

Las dos civilizaciones, mesopotámica y egipcia, serán para los Semitas la piedra de tropiezo. Amarán las ventajas, el confort –el confort, sobre todo– y los dioses a los cuales consagrarán sus bienes y rebaños, pidiendo a las divinidades lunares y solares una protección particular. 

A fin de obviar esta mezcla nefasta, el Eterno intervendrá tomando definitivamente un pueblo para Sí, colocándolo aparte, a fin de que conserve en medio del creciente politeísmo la revelación del Dios vivo y verdadero, para que reciba, conserve y luego transmita la Palabra de Dios y, por último, para que sea “una nación santa”, “un reino de sacerdotes”, es decir, intermediarios entre Él y las naciones. Por eso Dios se dirige a Abraham y le dice: 

“Sal de tu tierra, y de tu parentela, y de la casa de tu padre, al país que Yo te mostraré” (Gén. XII, 1). 

Dios arranca a Abraham del medio idolátrico en el que vivía, lo separa, lo restablece en la vida pastoril de costumbres simples y generalmente más puras. 

Esta “separación” de un hombre, luego de una familia y de todo un pueblo, caracterizará la historia de Israel y se expresará en una célebre profecía: 

Es un pueblo que habita aparte, y no se cuenta entre las naciones (Núm. XXIII, 9). 

La separación es consecuencia del pecado, del reino de Satanás en el mundo y de los sucesivos fracasos que ya ha conocido el plan de Dios[3]. 

Este plan, de una perfecta simplicidad, antes del pecado, constaba de un único pueblo que, por su fidelidad, hubiera sido llamado a vivir en estrecha comunión con su Creador reconociéndolo como a su rey. 

Pero la revuelta de Adán y la de sus descendientes obligó a Dios a reservarse una “parte de la herencia”, un “resto” fiel, una familia apartada, bendita en medio de las naciones y separada de los “hijos de la rebelión” (Ef. II, 1). 

Los Patriarcas aceptaron esta separación en tierra de Canaán. Se sometieron al yugo de las exigencias de la vida de pastores nómadas, no teniendo más que una tienda y un altar (Gén. XII, 7-8). Por medio de una fe invencible, penetraron de alguna manera lo invisible. Abraham, junto con las promesas terrestres, “esperaba aquella ciudad de fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb. XI, 10). 

El autor de la epístola a los Hebreos insiste sobre la inteligencia que los Patriarcas recibieron de su vida de pastores itinerantes. No buscaron afianzarse al suelo por medio de la construcción de una ciudad, como antiguamente Caín en la tierra de Nob, o como los Semitas en la llanura de Sinear, en Babel, sino que, renunciando a la vida urbana de los bordes del Éufrates, se adhirieron realmente a Dios. 

“Vieron y saludaron de lejos las cosas prometidas [la ciudad con sólidos fundamentos, la Jerusalén nueva del Apocalipsis] sin recibirlas, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que así hablan dan a entender que van buscando una patria. Que si se acordaran de aquella de donde salieron [la Mesopotamia], habrían tenido oportunidad para volverse. Mas ahora anhelan otra mejor, es decir, la celestial. Por esto Dios no se avergüenza de ellos para llamarse su Dios, como que les tenía preparada una ciudad” (Heb. XI, 13-16). 

Insistimos sobre el fundamento que Dios había puesto para favorecer el futuro desarrollo de la vida de Israel. Existencia concebida esencialmente sobre el tipo de los nómadas, de los beduinos trashumantes con sus familias numerosas y sus rebaños, huyendo de los centros civilizados. 

En sí, la civilización hubiera debido ser un beneficio, pero generalmente fue un factor de vida fácil que incitaba la concupiscencia y un estímulo al contrabando; un medio de producciones industriales y metalúrgicas y una causa, pues, de avaricia, predisponiendo a las costumbres belicosas; un asilo de idolatría y, por lo tanto, de separación con Dios. 

Comprendemos por qué la vida de los hebreos en el desierto se establecerá sobre el principio de la vida errante, por qué la fiesta de Sucot o de los Tabernáculos tendrá una importancia tan grande. ¿No será el llamado a la vida del desierto, a la vida tipo del pueblo de Dios, que debía al menos vivir siete días al año? Pero, sobre todo, esta fiesta de los Tabernáculos (Lev. XXIII, 33-44) precedida de la fiesta de la Expiación, será el anuncio anticipado del establecimiento del Reino mesiánico. 

Israel, durante el Reino, a la vez que cumple el rol de predicador de las naciones paganas, perpetuará la vida patriarcal de sus ancestros, Abraham, Isaac y Jacob. 

¿No deberán vivir todos “debajo de su parra, y debajo de su higuera”? (Miq. IV, 4). Las costumbres de la Babilonia derrumbada y de los mercaderes que lloran (Apoc. XVIII, 8-19) serán abolidas, pues “no habrá ya traficantes en la Casa de Yahvé de los ejércitos” (Zac. XIV, 21). En ese tiempo bendito “no aprenderán más la guerra y de sus espadas forjarán rejas de arado, y de sus lanzas hoces” (Is. II, 4; Miq. IV, 3). Finalmente, “la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé, como las aguas cubren el mar” (Is. XI, 9). 

Tal cambio de costumbres no es compatible con los centros de civilización, lo sabemos por experiencia. Por eso Dios alejará siempre a su pueblo de ella, el cual también estará siempre listo para rebelarse, enojarse –pueblo de dura cerviz– bajo el aguijón divino.


 

[1] Al menos en las regiones del mundo de las que habla la Biblia. 

[2] ¿No hay que señalar que el día del descendimiento del Espíritu Santo, el don de lenguas fue conferido a los Apóstoles? Todos los presentes oyeron hablar en sus lenguas... Fue el tiempo de la gracia de la proximidad del Reino y un llamado a la conversión y a la congregación. 

[3] Cf. Raymond Chasles, Israël et les Nations. Israël séparé des nations.