domingo, 9 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (III Parte)

Nota del Blog: el siguiente artículo nos muestra una opinión singular del autor. Opinión debatida tanto en su momento como en nuestros días. A nosotros nos parece, por lo menos, digna de atención y de un serio estudio.

Casos de necesidad.

Pero no solamente en el establecimiento de la Iglesia se declaró el poder propiamente apostólico y universal de los obispos, poder subordinado siempre en su fondo y en su ejercicio al vicario de Jesucristo. Hay un segundo orden de estas manifestaciones, que es todavía más raro y más extraordinario.
En el seno mismo de los pueblos cristianos se ha visto a veces, en casos de necesidades apremiantes, a los obispos — siempre dependientes, en esto como en todas las cosas, del Soberano Pontífice, y actuando en virtud de su comunión, es decir, recibiendo de él todo su poder — usar de este poder para la salud de los pueblos.
De resultas de calamidades superiores a todas las previsiones y de violencias que no se podían remediar por las vías comunes, pudo faltar enteramente la acción de los pastores locales; volvían así las condiciones en que el apostolado se ejercía por el establecimiento de las Iglesias cuando no estaban todavía constituidos los ministerios locales. Porque, como ya hemos dicho, se concibe que en ausencia de los pastores particulares sólo se conserve lo que hay de universal en los poderes de la jerarquía y que la Iglesia universal, por los poderes generales de su jerarquía y del episcopado, ocupe, por así decirlo, el lugar de las Iglesias particulares y venga  inmediatamente en ayuda de las almas.
Así en el siglo IV se vio a san Eusebio de Samosata recorrer las Iglesias de Oriente devastadas por los arrianos y ordenarles pastores ortodoxos aun sin tener jurisdicción especial sobre ellas[1]. Se trata de acciones verdaderamente extraordinarias, como las circunstancias que las provocaron.
Así estas manifestaciones del poder universal del episcopado, que se ejerce en lugares donde las jerarquías locales habían sido establecidas y no habían perecido totalmente, fueron siempre sumamente raras.

Las más de las veces, en estos casos extremos, los mismos Soberanos Pontífices pudieron atender a las necesidades de los pueblos mediante el envío de legados o de administradores apostólicos; y así como en la plenitud de su poder principal, así también se aplicaron a socorrer a las Iglesias languidecientes, haciendo uso de esta misma autoridad siempre inmediata.
Si, pues, la historia nos muestra a obispos desempeñando por sí mismos este oficio de «médico»[2] de las Iglesias desfallecientes, al mismo tiempo nos refiere las coyunturas imperiosas que les dictaron tal conducta. Para legitimarla fue preciso que surgieran necesidades en que se viera comprometida la existencia misma de la religión, que se viera completamente aniquilado o reducido a la impotencia el ministerio de los pastores particulares y que no se pudiera esperar recurso posible a la Santa Sede.
En casos tan extremos el poder apostólico que apareció en los comienzos para establecer el Evangelio, reaparecía como para restablecerlo de nuevo; en efecto, preservar a las Iglesias de una ruina total y darles un salvador equivale prácticamente a darles nuevo nacimiento.
Pero fuera de estas condiciones y en tanto está en pie la jerarquía legítima de las Iglesias particulares, sería manifiestamente abuso y usurpación el acto de un obispo que metiera la  hoz en la mies de su hermano y derribara las fronteras de las jurisdicciones locales erigidas por los padres.
Así, en primer lugar, este poder universal del episcopado, aunque habitual en su fondo, es extraordinario en su ejercicio sobre las Iglesias particulares y no tiene lugar cuando no está destruido el orden de estas Iglesias. En segundo lugar se requiere, además para que ese ejercicio sea legítimo, que sea imposible el recurso al Sumo Pontífice, y que no pueda haber duda sobre el valor de la presunción por la cual el episcopado, haciéndose fuerte con el consentimiento tácito de su cabeza, hecho cierto por la necesidad, se apoye en su autoridad siempre presente y operante en él.
Pero hay que reconocer que estas condiciones no se verificaron siempre con el necesario rigor en los casos diversos relatados por la historia de los primeros siglos; ni estamos obligados a justificarlos todos sobre este fundamento. En este particular hubo abusos y usurpaciones.
Si la conducta de san Eusebio que acabamos de citar fue alabada sin restricciones, ¿quién podrá en cambio excusar la intromisión de los obispos de Alejandría en los asuntos de Constantinopla y de Oriente[3] o la acción de san Epifanio que celebra una ordenación en Constantinopla?[4]
La Santa Sede, que en estas circunstancias mostró a veces condescendencia en el juicio de las personas, ha mantenido siempre los principios y ha reprobado tales intentos.
Así, poco a poco, fueron haciéndose cada vez más raros tales excesos y fueron reprimidos con mayor severidad a medida que las circunstancias los hacían menos excusables. Hoy día no es posible tratarlos con indulgencia.
En efecto, la Iglesia, gracias a Dios, está ahora ya bastante bien establecida en el mundo, y las relaciones que unen a los miembros con la cabeza están aseguradas de manera que ya no haya ocasión para esta acción extraordinaria del episcopado. La voz del vicario de Jesucristo se deja oír hasta las extremidades de la tierra (Sal. XVIII, 5). Todos lo pueden interrogar, todas las Iglesias pueden recurrir a él en sus necesidades.
Así como se reservó la obra de las misiones, así también desde hace tiempo se ha reservado enteramente, en forma incontestable y muy justa, el cargo de atender a las necesidades extraordinarias de las Iglesias particulares y de remediar la falta de pastores y de jerarquías locales. Con caridad vigilante lleva el peso de las languideces y debilidades de todos los miembros dolientes del cuerpo cuya cabeza es. «¿Quién está enfermo sin que yo sienta la enfermedad con tierna compasión? ¿Quién se escandaliza sin que yo me abrase de celo?» (cf. II Cor. XI, 29). Él solo basta para fortalecer a todos sus hermanos; y si el porvenir reserva a la Iglesia pruebas que la reduzcan a las dificultades de los primeros siglos, si los peligros de los últimos tiempos han de llegar a este exceso, esta misma voz de san Pedro se dejará oír todavía hasta ese extremo, y cuando llame a los obispos a las últimos combates, desligará si es preciso, entre los poderes del episcopado, aquellos que deban ser desligados para la salvación de los pueblos.




[1] Teodoreto De Ciro, Historia eclesiástica, l. 4, c. 12; PG 82, 1147: «Habiendo sabido que numerosas Iglesias carecían de pastores, se vistió de soldado y cubierta la cabeza con un casco (tiara) se puso a recorrer Siria, Fenicia, Palestina y a ordenar allí sacerdotes y diáconos y conferir las otras órdenes eclesiásticas. Cuando hallaba obispos de doctrina ortodoxa los establecía como pontífices a la cabeza de las Iglesias que carecían de cabeza»; cf. loc. cit., p. 148. Cf. también ibid., l. 4, c. 4; PG 12, 1202-1206, especialmente col. 1203.

[2] Breviario romano, el 16 de diciembre, fiesta de san Eusebio de Vercelli, 6 lectura.

[3] San Inocencio I (402-417), Carta 5, a Teófilo de Alejandría; PL 20, 493-495: «Te escribimos una vez más lo mismo que cada vez que nos has vuelto a escribir: No se puede hacer nada para que abandonemos la comunión de Juan (Crisóstomo), a menos que se pronuncie un juicio conveniente sobre todo lo que se ha efectuado por violación, sin razón» Cf. Baronius, Anales eclesiásticos, año 403, n. 1, 33, t. 6, p. 380-390; año 401, n. 79, t. 6, p. 419-420.

[4] Baronius, Anales eclesiásticos, año 402, n. 7, t. 6, p. 354: «Allí añaden otros que alguno fue ordenado diácono por Epifanio, lo que no estaba permitido hacer en otra diócesis que la suya.»