miércoles, 12 de junio de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, XIII Parte

5. El sacerdocio de los fieles

Así, pues, al hacer de nosotros (de todo el Cuerpo místico y de cada uno de sus miembros), sagrarios y sacerdotes del sacrificio de la cruz, la fe nos introduce en una patria que está en todas partes: la Ciudad de Dios; cuya carta de ciudadanía es el amor al prójimo. A la luz de la fe teologal, que las obras de amor aumentan y propagan, los supremos fines terrestres se truecan en medios humildes, en instrumentos deslucidos, apenas sensibles, de una espléndida realidad transhistórica: el reino de los cielos[1], la beatitud de la Ciudad de Dios.
Este lado terreno del reino de Dios es visible, continuamente necesitado de leyes temporales y de bienes corpóreos; pero se extiende a fuerza de interioridad; agranda su cuerpo a fuerza de espíritu. Su bien común es ya, muy ciertamente, aunque obscuro, el mismo de que gozan las almas fieles más allá de la fe y del tiempo. Y se da a todos y a cada uno de los miembros, de manera indivisa: “Si alguno me amare, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y a él vendremos y en él haremos mansión”[2]. “Yo en ellos; y tú en mí[3]”.
Ese estar Cristo en nosotros no es por modo substancial como en la Eucaristía, sino por modo de participación habitual; y de dos maneras: por el carácter del bautismo (y de los otros dos sacramentos que lo imprimen) y por la gracia santificante. Esta sólo establece distinciones graduales; y en lo que de ella depende, sería más sacerdote un santo que un ministro del altar mediocremente justo. Pero la diferenciación determinada por los caracteres —diferenciación óntica, ab intrínseco, nos eleva muy por encima del sacerdocio anterior a la cruz, unívocamente compartido por todos los hombres. El carácter del sacramento del orden, instrumento de la acción personal del supremo Sacerdote en su Cuerpo místico, actúa en dependencia de la fuente misma de la gracia. Es, por tanto, infalible en sus efectos. En cambio, los otros dos caracteres (que son también participaciones del Verbo Dios en cuanto humanado, es decir, en cuanto sacerdote), actúan en dependencia de la gracia que anima, hic et nunc, al simple fiel. Donde falta la gracia, cesan los efectos del bautismo y de la confirmación. Empero, estos dos caracteres son tan incorruptibles como el del orden: para gloria o para ignominia, permanecen in aeternum. He aquí el porqué:


La gracia está en el alma, a manera de forma, con su ser completo en ella; el carácter, en cambio, como virtud instrumental. Ahora bien, la forma completa corresponde, en su modo, al modo de ser del sujeto en que se halla. Y puesto que el alma del hombre, mientras actúa en el tiempo, está sujeta a las mudanzas del libre albedrío, la gracia resulta igualmente mudable, unida al alma en sus vicisitudes.
No así el carácter. En efecto, la virtud instrumental responde, más que al lugar en que reside, al agente principal con su índole propia. Por eso el carácter de los sacramentos persiste indeleble en el alma, pues responde a la perfección propia del sacerdocio de Cristo, en cuyo respecto desempeña funciones instrumentales[4].

Función instrumental inmediata, en el caso del carácter ministerial; función instrumental dependiente de la gracia del sujeto, en el caso de los otros dos caracteres. Fácilmente, al hablar del carácter que nos incorpora a la Iglesia, nos formamos la idea de una cualidad pasiva. No lo es más ni menos que los otros dos caracteres. Cada uno, en la esfera de  su objeto, es activo; y es tan pasivo como los otros, respecto del agente principal. Trátase de cualidades subordinadas; pero se nos confieren como a sujetos libres en cuanto libres. No actúan, pues sin que intervenga nuestro arbitrio, sin que pongamos una deliberada intención nuestra. Más aún, la misma libertad omnímoda del agente principal, Jesucristo, ha querido subordinarse, en el ejercicio de actos sacerdotales totalmente suyos, a las limitaciones que nuestra mísera libertad quiera imponerle. Aquí, como en todo lo relativo a los actos humanos determinadamente personales, Dios no puede lo que nosotros no queremos poder. Es lo que nos dicen la conciencia, los buenos filósofos y la revelación: y es la verdad que nos estremece en las célebres palabras de san Agustín: “Dios pudo crearnos sin nosotros [formar un hombre de la nada]; pero no nos puede salvar sin nosotros”.
Así, pues, la cabeza del Cuerpo místico, sacerdote divino per se, conmemora, reitera y aplica su sacrificio de manera ubicua y transcendental; pero condicionando la eficacia y la entidad misma de sus actos a la libre intención de los ministros del culto, y a la fe viva de los simples fieles. Los miembros del Cuerpo místico, sacerdotes por participación, realizan sus actos cultuales en la unidad del Cristo total, subordinadamente, conforme al modo diverso que cada uno de los caracteres significa y produce.
¿De qué actos sacerdotales somos capaces, en virtud de la infusión del carácter bautismal?
El bautismo nos incorpora, incoativamente en la muerte del Hijo de Dios: “In morte ipsius baptizati sumus[5]. Y con la muerte de Cristo, así participada, recibimos también un comienzo de su misma vida actual: “Regeneravit nos in spem vivam per resurrectionem[6].
Luego, el buen cristiano muere a sí mismo todos los días. Pero nuestra muerte (si somos ese buen cristiano), muerte del hombre viejo en nosotros, y nuestro correlativo nacimiento a novedad de vida, no son un morir y un revivir enteramente nuestros. La  muerte en que incurrimos con el pecado de origen fue asumida por Jesucristo, a  fin de devolvérnosla impregnada de su virtud sacrifical, virtud que, por divina, es capaz y nos hace capaces de resurrección:

“Resucitados con Cristo, dice el Apóstol, buscad las cosas de lo alto, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de lo alto, no a las de la tierra. Porque moristeis, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifestare Cristo, que es vuestra vida, entonces también vosotros seréis con él manifestados en gloria”. (Colos. 3, 1-4).

La exhortación del Apóstol sería el más cruel de los sarcasmos, y la resurrección de Cristo una desconcertante pirueta divina, si todo lo que el bautismo nos confiere sólo fuese algo así como un derecho contractual a desesperar de este mundo y a poner los ojos y el grito en el cielo.
Pero entre todos los amanuenses del Espíritu, es san Pablo el que más abunda en ponderarnos la realidad óntica- divina, divinizadora, susceptible de indefinido incremento- de nuestras participaciones en el ser y en el obrar sacerdotales del Señor. El sello de que nos habla es espiritual, es místico, vale decir, más real que cualquier impronta o vestigio materiales. No se trata de una calificación extrínseca, sino de un sello sobrenatural tan existente como la cicatriz de un injerto: coyuntura de vida mejor, para frutos mejores, que perdura y se dilata con la rama nueva. Y las arras de la herencia son la porción, que poseemos, de una totalidad de vida que esperamos; y que esperamos con la seguridad que nos da esa parte, en nosotros, como a título de prenda (cf. Efes. I, 13-14). Lo que nos asimila al Verbo encarnado es mucho más que una vinculación moral a su vida de amor hasta la cruz: es su virtud de sacrificio en la cruz. Virtud comunicada, participada; pero virtud enérgica, siempre lista para mociones eficientes. Si el Verbo ha unido a su existencia un ser físico humano, haciéndose con nosotros hijo de Adán (no un hombre cualquiera ciertamente, sino el Hijo del hombre, a causa de su persona infinita), lo ha hecho para asemejamos a su ser físico de Hijo de Dios[7].
En su naturaleza humana — inocente, impecable — ha asumido nuestra culpa; y con ella, el doble horror humano al pecado y a la muerte: nuestra repugnancia concreta e ineficaz a las dos formas horrendas de llegar a no ser. Y nos da parte concreta en la raíz y en los frutos de su horror esencial, de su repugnancia divina al pecado y a la muerte: nos da parte en su divinidad corpórea; y en su resurrección y en su ascensión corpóreas a la plenitud de todo ser.
El bautismo nos introduce en la muerte del Hijo de Dios incoativamente. Es un comienzo de contemplación, de muerte mística. Un comienzo potencial, que nos faculta para ir muriendo todos los días de su muerte restauradora, hacia la perfecta aniquilación del hombre viejo[8]. Aniquilación que debe ser consumada en la agonía o en el purgatorio. Lo cual equivale a ir resucitando, de virtud en virtud con la resurrección del Señor, mientras el hombre animal se desintegra:

“No desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se desmorona, nuestro hombre interior se renueva día tras día. Porque eso momentáneo, ligero, de nuestra tribulación, nos produce con exceso incalculable, siempre creciente, un pesado caudal de gloria eterna”[9].




[1] Cf.: Mat. 3, 2; Marc. 1, 4; Luc. 3, 3; Mat. 4, 17; Marc. 1, 15; Juan 18, 36-37; 1 Cor. 15, 24, 28. Es en la perspectiva sobrenatural de los textos citados en esta nota, y no en sentido pragmático, en la que llevan razón las siguientes palabras: “Si la fe de Abraham se define: todo es posible para Dios, la fe del Cristianismo implica que todo es posible también para el hombre (cf. Marc. 11, 22-24). Sólo semejante libertad -libertad creadora, por excelencia- es capaz de defender al hombre moderno del terror a la historia. Toda otra libertad conduce, en última instancia, a la desesperación” (Mirca Eliade, El mito del eterno retorno, Buenos Aires 1952; cf. pp. 175-179).

[2] Juan 14, 23.

[3] Juan 17, 23.

[4] S. Tomás Summa theol. III, 63, 5 ad 1.

[5] Rom. 6, 3.

[6] I Ped. 1, 3.

[7] “Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba, Padre!” (Gal. 6, 6). Nuestro Señor Jesucristo no es el inventor de la idea de la paternidad divina; es, simplemente, el Hijo de Dios. La idea se da en religiones muy primitivas (cf. Schmidt W, The religion of Earliest Man), entre los pueblos semíticos (cf. Lagrange, Etudes sur les réligions sémitiques), y no falta en la literatura rabínica y en la apócrifa del A. Testamento. Los libros Canónicos del A. T. traen unas veinte veces la referencia o la invocación a Dios como a Padre. El Nuevo, no hay por qué decirlo, supera ese número (da a Dios el nombre de Padre más de doscientas sesenta veces); pero no es la mayor insistencia ni la mayor intensidad de afecto con que los cristianos se dicen hijos de Dios, lo que hace de su concepto de la paternidad divina un principio religioso totalmente inédito. Es la noticia de que Dios, además de Padre, es Hijo; que independiente de la creación, el sumo Decir que Dios genera en su propio pensarse (y del que balbucean los buenos filósofos) es personal; y que el mismo Amor que le inspira ese conocer inmanente, es tan persona como Dios Hijo y Dios Padre. El Nuevo Testamento pone especial cuidado en distinguir nuestra filiación divina (que ya no es metafórica, sino real), de la filiación divina de Jesucristo que comporta preexistencia eterna e identidad de naturaleza con el Padre y con su Espíritu (por ejemplo: Juan 8, 58; 14, 16-26; 17, 6, 26; 7, 16; 2, 11; 2, 35; Mat. 3, 17; 17, 5; Marc. 1, 11; 9, 7; 10, 3o; Rom.. 8, 3 y 32; Gal. 4, 4). Correlativa a esa paternidad, por generación mental eterna, que da de sí al Verbo, la filiación adoptiva de los cristianos corresponde realmente a un nuevo modo de ser creaturas. Hasta el punto de que la eterna bienaventuranza no es un premio a la buena conducta del cristiano que muere en gracia de Dios, sino una herencia: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él glorificados” (Rom. 8, 16-17).
La verdad óntica del sacerdocio de todo miembro del Cuerpo místico se funda en esa adopción física, que nos hace verdaderos hijos de Dios. Trátase de un hecho divino; como tal, misterioso; pero se da y de manera innegable; pues de él se habla, y de manera inconfundible, en más de un lugar del Nuevo Testamento (cf. Rom. 8, 16-17, Gal. 4, 6-7; Tito 3, 7; I Pedro 3, 22; Apoc. 3, 21), Con referencia a la entidad de ese vínculo que nos hace coherederos de la gloria de la humanidad del Verbo, observa A. Theissen: “Tal como en el caso de la resurrección de los cuerpos, la argumentación de san Pablo presupone, en todo su conjunto, un modo de ser los cristianos una sola cosa con Cristo, diverso de cualquier otro tipo de unión, por más espiritual que sea, de los conocidos por nosotros en tiempo y en espacio. Su existencia y carácter deben aceptarse, simplemente, como uno de los tantos misterios divinos revelados en el Evangelio. Y sin la firme aceptación de ese ligamen, por misterioso que sea, el argumento de san Pablo resulta incomprensible para cualquier lector” (Romans, Edinburgh 1953, ad VIII, 17). A ese misterio de la co-heredad se refiere también el autor de la Epístola a los Hebreos cuando considera la posesión de la gloria, por parte de cada uno de los bienaventurados, como el gozo de los derechos de primogenitura: la asamblea de los primogénitos, en el cielo inscriptos(12, 23).

[8] Cf.: Mat. 9, 17; Rom. 6, 6; Efes. 4, 22; Col. 3, 9; I Cor. 5, 7; II Cor. 5, 17.

[9] II Cor. 4, 16.