domingo, 30 de junio de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Prólogo I

   Nota del Blog: Con el vivo deseo que los Católicos reconozcan esa dignidad de la que hablaba el gran San León presentamos a continuación la transcripción de un hermosísimo libro, casi diríamos un clásico, sobre el tratado de la Iglesia. Por su forma, está lejos de los tratados de los teólogos dogmáticos y se acerca mucho más al estilo de un Dom Adrien Gréa o de un Abbé Joseph Anger, dos libros simplemente sublimes.
   El prólogo, rico no sólo en extensión sino también en contenido, es obra del entonces Padre José Guerra Campos, escrito a la corta edad de 26 años.

P. H. Clérissac

El Misterio de la Iglesia es la plenitud de los Misterios: es nuestra inserción viva en el organismo de los misterios sobrenaturales.
Nuestra inserción. Y andarnos la mayoría de los hombres desenraizados. En estos momentos del mundo, quemados con derroche infantil nuestros tesoros espirituales, nos encontrarnos un poco en el vacío, desgajados; solos con la terrible soledad de la pequeñez individual, sin arterias íntimas que nos integren en una comunión de corazones por comunicación de vida. Está en sequía el mundo.
¿Cuántos cristianos en esta hora angustiosa sienten el orgullo y la alegría profunda de ser ramas vivas de un árbol exuberante de vida? Porque el cristiano en el vértigo de las conmociones tiene que centrarse en la serenidad del que posee solución total y final.
Es hora de reencontrar las deliciosas alegrías del Hogar cristiano. De mirar adentro de nosotros mismos, para no estar solos: para captar en lo más interior del alma el botón jugoso por donde nos injertamos en la gran Comunidad de la vida, del amor.
Somos miembros del Cuerpo Místico. Somos la Iglesia. Y es triste que esta idea, que entusiasmaba a un espíritu de talla tan humana y exigente como el de San Agustín, deje fríos a los hombres de ahora. Sin duda, por falta de penetración en su contenido. Resbala el entendimiento por roca pelada, cuando el corazón está arraigado en la hondura de su fertilidad. Ser Iglesia (¿cuántos saborean esta fórmula vibrante?), pertenecer a la Iglesia, para muchos no es más que estar inscritos, haber sido inscritos antes del uso de razón en una sociedad encargada de velar por las buenas costumbres. Una sociedad benemérita, sin cuya intervención en el mundo quizá el salvajismo camparía a sus anchas: educadora, moralizadora, promotora de obras maravillosas de caridad y de enseñanza. Da buenos consejos. Las obligaciones, aunque fastidiosas, ocupan poco. ¿Media hora a la semana? Queda tiempo para dedicarse a la vida propia. Por lo demás, la desazón de esa media hora acaso se compense si nos sirve de salvoconducto para un posible viaje por el más allá, cuando se haya acabado la vida. Naturalmente, esta sociedad —cargada de años— seguirá todavía empleándose en la educación de los niños y el cuidado de los enfermos. ¿Por qué no? Lo ha venido haciendo y no mal. Casi por inercia. Pero calmar las angustias más vitales del mundo contemporáneo... Y no se arredran ante la afirmación: la Iglesia está gastada. Como si dijéramos: la República francesa está gastada.
Como explicación de esta postura escribimos la palabra ignorancia. ¿Culpable? ¿De quién es la culpa? No importa. El hecho es: ignorancia. Palabra dura y al mismo tiempo esperanzadora;  llena de posibilidad de redención, de luz. Y para la luz pueden ser ventana libros como el del P. Clérissac: El Misterio de la Iglesia[1]. Ventana, porque la luz ha de venir de los cielos. Invito al lector a asomarse. Está el aire puro y cargado de esencias.


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El P. Clérissac murió antes de poner en su trabajo la última mano. “Al publicarlo —escribe Jacques Maritain en el prólogo a la edición francesa- cumplimos con un deber de piedad, mezclado de tristeza, pues este resumen, muy substancial, pero excesivamente condensado, sobre el Misterio de la Iglesia, no pudo ser perfeccionado por su autor y queda inconcluso. El Padre Clérissac tenía la intención de desarrollar ciertas partes y redactar de nuevo el capítulo VII, que trata de La Misión y el Espíritu. Murió antes de escribir el último, sobre Las Fiestas del Misterio de la Iglesia. Más que un tratado, lo que damos a publicidad es, pues, un conjunto de pensamientos y fragmentos. No obstante lo cual, esperamos que en esta alta meditación, interrumpida por la muerte, encuentren muchas almas el alimento que apetecen”.
El P. Clérissac nos hace atravesar esa capa superficial de contextura jurídica, puramente humana, a que queda reducida para muchos la Iglesia, y nos introduce en el Misterio de Iglesia, en la realidad sobrenatural palpitante que hay dentro. Sus capítulos son cortos y densos; pinceladas calientes, saturadas de color, chorros de luz. Y todo sobre un fondo de luminosa serenidad, como corresponde a la serenidad hondísima del Misterio mismo. Se complace en subrayar caracteres constitutivos, matices reveladores. La densidad con que intenta encerrar su riqueza desbordante parece dar un poco la impresión de piezas yuxtapuestas; pero en el fondo y a lo largo del libro late -y a poco que se mire, surge— su unidad orgánica, la simplicidad fecunda, que es el encanto de tolas las grandes ideas y de las grandes cosas.
Me permitirá el lector señalar el engarce de las piezas, presentarle la maravilla gozosa del organismo. Y me perdonará el atrevimiento de enmarcar joyas en oropel.

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El Misterio de la Iglesia es una comunión de vida. Para entenderlo hay que remontarse a las alturas de la Vida sobrenatural, que es contacto con la vida de Dios, con la Vida...
¿Qué angustia se resuelve sin arribar a eso? ¿Nos vamos a quedar con la perspectiva heideggeriana de la existencia trágica? ¿Vivir para morir? Realmente, esa es la atmósfera en que se debaten los hombres. Y el problema del hombre —sumergido en limitaciones, ahogándose en el acabarse irremediable de su ser y de las cosas— resulta pavoroso si no hay una Vida inmortal o si no hay medio de volcarse en ella.
Ningún espíritu grande (de pensamiento y de corazón) ha dejado de inquietarse por establecer contacto con una Plenitud trascendente. Ninguno se ha aquietado sin él. Porque ese trascendente lo llevamos clavado en carne viva en lo más inmanente de nuestro ser.
Sin él no tiene sentido la vida, no estamos situados en ella.
Pero la Vida —humíllense los filósofos soberbios— no adquiere sentido sólo por una relación metafísica de dependencia esencial. Exige comunicación de mente y corazón. Lo único grande que hay en la esfera de lo terreno es el conocimiento y el amor mutuo entre los hombres. ¿Es posible que esta comunicación vital caduca adquiera su sentido de vitalidad perenne con una suprema comunicación plenaria?
¡Alegría! En la noche de nuestras búsquedas filosóficas se nos enciende la Revelación de Cristo. Dios no es una fuerza fatal y hosca. Cristo levanta el velo de sus intimidades. Regalo inmerecido. Dios es plenitud de vida. Y como plenitud, comunicación. El conocer y el amar tienen en El Personalidad: son algo sustancial, totalitario. El entregarse de Dios es sublime. Pone todo su ser en el propio conocimiento y amor. Toda la vida de Dios en el Padre, toda en el Hijo (Dios conocer), toda en el Espíritu Santo (Dios amor). La grandeza del Misterio nos aturde; y está tan lejos que su belleza se nos convierte un poco en aridez matemática. Pero de ahí viene toda vida. Y nuestra vida eterna será tener ojos para verlo de cerca. Lo que ya sabemos es sorprendente. Hay Conocimiento Infinito, hay Amor Infinito: [Misterio de la Santísima Trinidad].
Y hay posibilidad de entrar en comunión vital, familiar con esas Personas-Vida. Posibilidad que nosotros ni sospecharíamos; porque aplasta nuestra pequeñez; trasciende los límites de nuestras exigencias y capacidad. Es pasmoso que ya en el momento en que da ser al primer hombre, Dios le admite (y con él a toda la descendencia) a su intimidad. El hombre nace con vida sobrenatural.
Error, soberbia de muchos será confundir esa vida originaria con la vida natural, la que corresponde a la naturaleza del hombre. No; no es exigencia del hombre. Este tendría que contentarse con llegar a Dios por el esfuerzo trabajoso de sus facultades naturales, filosóficamente. Es una manifestación gratuita de Dios mismo, participación de lo más propio e íntimo de El. [Misterio de la Creación en un estado sobrenatural].
Y viene la ruptura. La familia humana se hace indigna de la comunión con Dios... Desde entonces queda abandonada a sus fuerzas naturales, presa en la malla de sus desequilibrios. No agradan a Dios Trino los intentos fatigosos de esas facultades por conocerle y amarle, por llegar a El. Son, además, inútiles. Dios quiere para ellas la vida sobrenatural. Si no la viven, no es por falta de El. No se ha retractado. El fin del hombre sigue siendo únicamente el contacto íntimo con la Santísima Trinidad. Pero no puede tenerlo. Desgracia culpable. La historia del mundo es trágica: atisbos, aspiraciones luminosas; y realizaciones mezquinas, forcejeos alocados e ineficaces, desesperación... [Misterio del pecado original].
La reconciliación es Jesucristo. Una Persona-Vida, el Hijo, es hermano nuestro: es hombre. Nació de la Virgen María. Ese hombre no ha perdido nunca el contacto íntimo con la Vida de Dios: es Dios. La Persona del Señor vive la vida Trinitaria y vive nuestra vida humana.
Es la suprema Revelación y Comunicación de Dios: Dios mismo revelado y comunicado. Dios hecho uno de nosotros. Cristo no es portador de buena nueva: Él es la Buena Nueva. En la cerrazón que ahoga los impulsos del alma irrumpe una luz avasalladora: la Verdad y la Vida de Dios se nos entregan. El Verbo se hace carne.
Ese hombre-Dios es la realización de todos los ideales humanos. Su sola presencia en el mundo es una glorificación y una dignificación optimista de toda la familia humana. Es, naturalmente, la cabeza y el representante de todos sus hermanos.
Es el Maestro-Luz. Para irradiarla, habla y convive con nosotros. Gozo incomparable el asomarse a su vida histórica, concreta, allá en un extremo de nuestro Mar Mediterráneo, hace veinte siglos, en los primeros años del gran Imperio Romano. Es una ventana abierta a lo divino: se palpa la nueva manera de concebir y vivir la vida. En contacto íntimo amoroso con Dios Padre. La vida es oración. Jesús nos habla del Padre. Sus palabras despegan los corazones de una vida congojosa; se abren a la confianza. Él mismo, bajado del Padre, se nos presenta como camino para subir al Padre.
Jesucristo es el Sacerdote de la humanidad, el encargado de nuestras relaciones con el Padre: sumisión amorosa, agradecida, humilde, petición confiada... Este reconocimiento obligado de una total dependencia del Creador no se simbolizará ya con la oblación de una víctima representativa. En todo caso esto nunca podría levantar esas relaciones a aquel plano de intimidad familiar, que es la vida sobrenatural, primigenia. Pero Jesús está en ese plano de vida. Lo que haga Él como hombre, hermano nuestro, tendrá valor infinito de oblación y aceptación; porque ese hombre que pide y alaba es Dios. Por amor a la gloria del Padre y por amor a sus hermanos Jesucristo hace oblación de su propia vida. Oblación que culmina en la Cruz. Es un hombre el que se ha ofrecido; y es representante de todos los hombres. ¡Estamos redimidos! Hemos logrado —se nos ha dado— que uno de nosotros sea Hijo de Dios, objeto de las complacencias del Padre [Misterio de la Encarnación], y se lo hemos presentado al Padre como alabanza y reparación. El Padre acepta a su Hijo; y acepta a todos los que su Hijo le presente como unidos a Sí: por Él no sólo está dispuesto a perdonarles, sino a admitirles de nuevo a la intimidad de su vida con el Hijo [Misterio de la Redención]. “Sicut per inobedientiam unius hominis peccatores constituti sunt multi: ita et per unius obeditionem, justi constituentur multi[2]. Por ser de la familia de Adán, el pecador, nacemos enemistados con Dios; tenemos ahora un nuevo Adán, justísimo: los que sean de su familia gozarán de la amistad de Dios. Así fué vencido el pecado, así fuimos liberados de la esclavitud en que nacemos.
Propterea sicut per unum hominem peccatum in hunc mundum intravit, et per peccatum mors, et ita in omnes homines mors pertransiit…[3]El triunfo sobre el pecado es también triunfo sobre la muerte. La Resurrección de Cristo es una glorificación de nuestra cabeza, y en ella de todos nosotros. Son las primicias. Los que son de Cristo tienen la garantía para después de la Pasión de una felicidad perfecta en el cuerpo y en el alma. Solamente los cristianos pueden mirar con exaltación de triunfadores el dolor y la muerte.



[1] La primera impresión en lengua española de El Misterio de la Iglesia fue publicada en Buenos Aires en 1933 por los Cursos de Cultura Católica, en edición limitada.

[2] Rom. V, 19.

[3] Rom. V, 12