jueves, 7 de febrero de 2013

Cartas a su Novia, por Léon Bloy.

Nota del Blog: Sigue a continuación la traducción del prólogo de las Lettres a sa Fiancée tal cual aparecieron en su versión original. 
Ya antes habíamos publicado AQUI el prólogo a la versión española.

Agradecemos al Blog amigo Alexandria Catolica por habernos facilitado el texto original. 

Jeanne Molbech


Es con angustia de corazón que entrego a las miradas ajenas estas Cartas de Léon Bloy a su Novia.
Mi sentimiento es análogo al del compositor que -dejando escapar en armonías la melodía que cantaba en su corazón- descubre que su secreto ya no es más suyo.
Pero Léon Bloy me lo pide.
Tengo que dar testimonio. Mi vida no tiene otro sentido desde que murió.
Que quede claro: Estas cartas ya no me pertenecen. He sido la ocasión, es cierto, pero su Palabra debe ir más lejos, hasta el alma desconocida que la espera en algún lugar y que será “la Novia de su pensamiento”.


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Para entender la importancia, para mí danesa, de mi encuentro con Léon Bloy, desde el punto de vista espiritual, hay que tener en cuenta la imposibilidad para todo danés, desde hace cincuenta años, de conocer la Iglesia.
La prohibición del culto católico estuvo en vigor hasta mediados del siglo pasado. Así, pues, no había ninguna iglesia católica en todo el reino, a excepción de una capilla en Slesvig que, por un privilegio especial, no había dejado de existir. Por lo tanto, la ignorancia de la vera fe era absoluta. En las escuelas se enseñaba la historia desde el punto de vista protestante, falseada por los alemanes a lo largo de los siglos.
Desde la Reforma, el pueblo había sido engañado. Poco a poco las autoridades eclesiásticas católicas fueron reemplazadas por los reformadores, se omitía voluntariamente las partes esenciales de la Misa y el culto católico fue abolido casi a espaldas del pueblo. Se levantó contra la Iglesia una muralla de prejuicios a fuerza de calumnias y el pueblo danés, que tuvo su época heroica en los tiempos católicos, se corrompió a partir de las tinieblas enviadas por Lutero.
Hoy existe la manera de instruirse. Se construyeron iglesias, las órdenes religiosas han sido llamadas por el Obispo. Es posible hoy en día conocer, en Dinamarca, el catolicismo, como así también la obra de los falsarios.
Para mí no hubo lugar a elección. Fue necesaria la intervención directa de Dios. Mi sed de verdad ha sido misericordiosamente puesta en consideración por el Autor de todo bien, mientras que tantos otros han cerrado los ojos en este mundo sin haber visto la vera Luz.
Después de Dios, es a Léon Bloy a quien debo la dicha inaudita de pertenecer a la Iglesia católica romana, de haber vuelto a la Casa, es decir, de conocer a María: domus aurea. Doy testimonio de él ante Dios que ha querido aceptar la ofrenda de manos de su siervo. Los que hemos sido dado a luz por su dolor somos un pequeño número y antes de seguir este recitado, invito a todos los que han conocido a Dios a fin de que ofrezcan por él su holocausto…
Fue a la sombra de la Muerte que nos vimos por primera vez. Atravesó mi camino y tuve la impresión que no era un transeúnte ordinario.
Marchaba con la cabeza gacha, un poco encorvado como un hombre que carga un fardo pesado. Su aire era sombrío. Regresaba del ataúd cerrado de Villieres de l´Isle-Adam.
Al día siguiente nos encontramos de nuevo. Me lo presentaron. Levantó los ojos hacia mí, me habló con interés y me prometió le Désespéré.
“Verás qué libro terrible”, me dijo la amiga en común en cuya casa tuvo lugar nuestro primer encuentro. “¿Quién es este hombre?”, le pregunté, al quedar a solas con ella. La respuesta fue fulminante, implacable en su absoluto, forzándome a tomar partido inmediatamente: “un mendigo”, dijo.
He aquí el Nombre de Léon Bloy sobre la tierra que ha abandonado: Terram miseriae et tenebrarum ubi umbra mortis, et nullus ordo, sed sempiternus horror inhabitat (Job X, 22).
Los amigos de Job no han cambiado desde entonces.
Tuve el presentimiento de una enorme injusticia y mi corazón voló de inmediato hacia ese hombre, a quien se entregaba así, indefenso, a una recién llegada.
¡Ah, qué poco sospechaba su verdadero lugar! Doy gracias a Dios el habérmelo escondido. La sola grandeza que emanaba de él me conquistó, la ignominia con que lo cubrían, me atraía, y su gran dulzura me encantó el corazón. En ningún momento de nuestra vida su bondad fue desmentida y afirmo que la injusticia que se le hizo como hombre y como escritor, fue monstruosa, sobrenatural, privilegio de un Santo.
Entré en su vida en el momento en que muchos de sus amigos (?) se alejaron de él, sin explicación, como de un apestado. Esta fue una de las primeras cosas que pude constatar. Los que quedaban le trataban con una superioridad aplastante. Cuando le hice la observación, y le hablé de mi sorpresa de que se dejara tratar así, levantó los hombros diciendo: “es un poco por lástima”.
La primera vez que tuve la ocasión de encontrarme a solas con Léon Bloy fue una cierta noche, en casa de los Coppée, que me dieron hospitalidad, justo cuando recién nos conocíamos.
Después que la casera lo introdujo nos pusimos a conversar, mientras mojaba un pedazo de pan en el vino ofrecido por Agustina. “Señorita, me está viendo cenar”, me dijo. Jamás antes había estado en contacto con el Pobre, lo digo para mi vergüenza, y la idea de no tener qué cenar me era ajena. Me senté en un sillón cerca de él y comenzó el inolvidable coloquio, casi un monólogo, durante el cual ese hombre, extraordinariamente candoroso, entregó los secretos de su vida a una pobre muchacha que no atinaba sino a escucharlo, pero cuyo corazón iba hacia él en un impulso irresistible, aunque demasiado tímido en su expresión. Antes de separarnos, me atreví a preguntarle: “¿Cómo es posible que usted, un hombre superior, sea católico?” —“Acaso por eso mismo”, me respondió. Yo callé, comprendiendo mi ignorancia.
Me besó la mano y nos separamos.
Al día siguiente recibí la primera carta de Léon Bloy.

JUANA LÉON BLOY.

París, Fiesta de San Miguel Arcángel, 1921.