sábado, 14 de agosto de 2021

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Testimonio

   Testimonio 

El que Vuelve primero, Los poderes del mundo futuro después, aportaron nuestro doble testimonio sobre las grandes luces que hemos recibido y sobre ciertas luchas que hemos conocido antes de transmitir – pero con cuánta hesitación al principio – la sublime certeza que desbordaba de todo nuestro ser: Cristo debe volver para establecer un Reino de justicia y de paz, antes de las transformaciones profundas del cosmos, antes de los Nuevos Cielos y Nueva Tierra. 

Hemos soltado un gran grito, hemos lanzado un gran llamado, para invitar a numerosos cristianos a voltear, con una completa esperanza, hacia una alegría radiante, hacia el día de Cristo, “esperando y apresurando”, con el corazón ardiente de amor, su gloriosa Venida. 

Evidentemente, hemos debido renunciar a ciertos razonamientos intelectuales, a un escepticismo innato ¡ay!, al corazón del hombre, para progresar como un niño. Creemos que ahí está el secreto, que Jesús ha revelado: “Si no volviereis a ser como los niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt. XVIII, 3). 

¡Sí, en el misterio del Reino, en el del Siglo futuro! 

Y en otra parte agregó: “Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mantenido estas cosas escondidas a los sabios y a los prudentes, y las has revelado a los pequeños” (Lc. X, 21). Los secretos de los cielos son para los pequeños. ¿Queréis penetrar esos secretos de los cielos? 

Yo quise penetrarlos... me puse en la escuela de la Palabra de Dios, con paciencia, con perseverancia, sobre todo con oración. La luz entonces me atravesó. 

¡Pero cuántos cristianos se desaniman con la lectura del Libro! Después de años de experiencia, sabemos que la Biblia ofrece dificultades muy reales. Está tan “resumido” de las riquezas de Dios, tan “comprimido” de fuerza, luz y amor – si puedo expresarme así, en imágenes –, que uno busca disolverlas en mucha agua dulce, pues parece muy fuerte para la masa de aquellos que permanecen “niños en Cristo” [1]. 

Pero la experiencia también nos ha mostrado que los corazones puros se sacian con los misterios escondidos. Si, pues, nuestra inteligencia y nuestros ojos permanecen cerrados, y nuestro corazón amorfo cuando leemos la Biblia, es que buscamos lo que no ofrece. 

Queremos hacer del Libro divino un libro humano, del Libro eterno un libro temporal, del Libro inspirado un libro de razón, del Libro universal un libro personal. Reducimos la Escritura a nuestra medida de hombre, a nuestras miras limitadas de europeos del siglo XX, a nuestros conocimientos históricos, y sobre todo científicos, de los que hacemos tanto caso. La rebajamos a la miserable crítica de nuestro razonamiento. 

Pero la Biblia no es ni un libro de literatura, ni un libro de ciencia, ni un libro de historia, ni un libro de arte, ni un libro antiguo, ni un libro nuevo. Tampoco un libro de energía atómica. 

Si bien encontramos en la Escritura historia, literatura, ciencia, razonamientos, es, por encima de todo, “la Palabra de Dios viva y permanente” (I Ped. I, 23), siempre actual, que nos permite desarrollar nuestras fuerzas espirituales. 

Sólo elevándonos por encima de todas las contingencias humanas, tomando nuestro vuelo hacia los esplendores de Dios, penetrando en las esferas de lo invisible, es que podremos abordar el estudio sobrenatural y profético del Plan divino, de la Creación angélica a la Jerusalén celeste, del Edén a los Cielos Nuevos y Tierra Nueva. 

La Vuelta de Cristo es la piedra angular del edificio espiritual; es, después del Calvario, el centro de la historia de Israel. 

Si, pues, la Biblia me afianzaba en tan profundas realidades y si progresaba de descubrimiento en descubrimiento, la liturgia romana me permitía recibir su expresión viva. Lo experimenté el 31 de diciembre de 1932 al leer – como alusión al fin del año – este gran texto del Apóstol en la epístola de la Misa: 

He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe. En adelante me está reservada la corona de la justicia, que me dará el Señor, el juez justo, en aquel día, y no sólo a mí sino a todos los que hayan amado su venida” (II Tim. IV, 7-8). 

Este llamado al amor de la venida de Cristo está precedido por este otro: 

Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, el cual juzgará a vivos y a muertos, tanto en su aparición como en su Reino: predica la Palabra” (II Tim. IV, 1). 

Fueron llamados, fuerzas de vida que me animaron. Había comprendido que el suceso supremo del Cristianismo, el único que había que esperar de ahora en más, era esta Venida del Señor, pues: 

“Vendrá de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo” (Hech. 1, 11). 

Decía el Cardenal Billot: 

La Parusía es verdaderamente el alfa y la omega, el comienzo y el fin, la primera y la última palabra de la predicación de Jesus; es la llave, el desenvolvimiento, la explicación, la razón de ser, la sanción; es, en fin, el acontecimiento supremo al cual se refiere todo lo demás y sin el cual todo lo demás se derrumba y desaparece[2]. 

Este suceso supremo será el agente que precipitará a las naciones en la última conflagración general, a fin de que se derrumbe y muera nuestra “civilización” moderna –la Babilonia mundial –, construida sobre la arena de la razón, de la ciencia, de la política, del humanismo más pagano que cristiano, hasta que aparezca, al fin, como en el mosaico de Torcello, Cristo viniendo en gloria a ocupar el trono de David para refrescar nuestro suelo seco y restablecer todas las cosas.


 [1] Es preciso distinguir bien entre el sentido peyorativo de san Pablo – niños en Cristo (I Cor. III, 1), es decir, “abortivos espirituales”– y aquel lleno de elogios del Señor Jesús: “Si no volviereis a ser como los niños”, es decir, iluminados por la pureza, el amor, la humildad de espíritu.

[2] Cardenal Billot, La Parousie, pp. 9-10.