El
ESPIRITU ES EL QUE VIVIFICA
(Juan,
VI, 64)
I
Guardémonos de seguir un camino legalista, por el
cual podríamos incurrir en las tremendas condenaciones del Señor
contra los que imponen cargas pesadas sobre los demás (Mat. XXIII, 4) y
cierran con llave ante los hombres el Reino de los cielos (íbid. 13).
Son conductores ciegos, que cuelan un mosquito y se tragan un camello (íbid.
24); pagan el diezmo del comino y descuidan lo más importante de la Ley, la
justicia, la misericordia y la fe (íbid. 23). No es con la carne como
se vence a la carne, sino con el espíritu, según lo dice claramente el
Apóstol: "Caminad según el espíritu, y no realizaréis los deseos de la
carne (Gál. V, 16). Y así será hasta el último día, de modo que en vano
pretendería la carne ser eficaz contra la carne.
Esto vuelve a confirmarse en II Cor. X, 3-4:
"Pues aunque estamos en carne no militamos según la carne, ya que las
armas de nuestra milicia no son carnales; mas son poderosas en Dios para
demoler fortalezas”. Y es porque, como dice el Señor, lo que da vida es
el espíritu, "la carne para nada aprovecha; las palabras que Yo os he dicho
son espíritu y vida" (Juan VI, 64).
La carne es necesariamente opuesta al espíritu y no hay
transacción entre éste y aquélla, pues, como dice Jesús a Nicodemo:
"Lo nacido de la carne es carne, lo nacido del espíritu es espíritu"
(Juan III ,6). La carne es siempre flaca. Bien lo sabemos por la
experiencia en carne propia, y más aún por lo que dijo Cristo en la hora
trágica de Getsemaní: "El espíritu dispuesto está, mas la carne es,
débil" (Mat. XXVI, 41).
II
Lo que vale ante Dios es el espíritu, "la
carne para nada aprovecha" (Juan VI, 63; Vulg. VI, 64). Hay,
pues, que vencer la carne, dicen de consuno los ascetas y no faltan “sistemas”
y “métodos” para realizarlo. Sin embargo, donde falta el espíritu no
hay victoria sobre la carne; la mejor técnica falla sin las armas del espíritu,
y en vez de convertirse en hombre espiritual, ese que confía en la técnica
corre el peligro de ensoberbecerse y creerse mejor que los demás, como el
fariseo del Templo, que a pesar de sus muchos ayunos y diezmos perdió la
humildad y juzgó de otros.
San Pablo, quien más que nadie conocía la lucha
entre el espíritu y la carne y confiesa que en su carne no había cosa buena (Rom.
VII, 18), nos indica también dónde y cómo podemos alcanzar la victoria:
gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor" (Rom. VII, 25),
injertados en el cual formarnos un nuevo ser espiritual y nos despojamos del
hombre viejo (Rom. caps. VI-VIII).
Para llegar a tan feliz estado el Apóstol de los
gentiles nos exhorta a recurrir a la palabra de Dios, la cual para él es
“la espada del espíritu” (Ef. VI, 17). El mismo Jesús nos señala esa
palabra corno formadora del espíritu que vence a la carne, pues el que escucha
mi palabra y cree en Aquel que me envió, tiene vida eterna" (Juan V, 24), o
sea, está bajo la ley del espíritu y deja de ser esclavo de los apetitos
carnales; “porque la palabra de Dios es viva y eficaz y más tajante que
cualquiera espada de dos filos, y penetra hasta dividir alma de espíritu,
coyuntura de tuétanos y discierne entre los afectos del corazón y los
pensamientos” (Hebr. IV, 12).
De ahí que lo que debe enseñarse para transformar
esencialmente los espíritus es la palabra divina, la cual nos capacita para
conocer a Dios y tener vida eterna, pues en esto consiste la vida eterna, en
conocer a Dios y a su Hijo y Enviado Jesucristo (Juan XVII, 3).
Esta palabra de Jesús irradia nueva luz sobre
nuestro tema. La vida eterna consiste en conocer a Dios, y el conocimiento
viene "del oír" (Rom. X, 17), o sea de la palabra. Así por
medio de la palabra de Dios subimos por los peldaños de la espiritualidad.
Cada nueva noción sobre Dios que descubrimos en la
Sagrada Escritura, nos perfecciona en la espiritualidad, acrecienta nuestro
conocimiento de Dios y aumenta nuestra devoción al Padre. Esta devoción al
Padre "fué la de Jesús" (Mons. Guerry), y debe volverse nuestra si
queremos ser sus discípulos. No seamos temerosos de hablar con El y mostrarle
nuestra desnudez. ¿Con quién podríamos tener mayor intimidad? Jesús, nuestro
Mediador (Juan XIV, 6: Hech. IV, 12; I Tim. II, 5) nos confirma mil veces este
carácter paternal de Dios que nos anima a tener confianza incondicional en su
palabra.
III
Puesto que el recto espíritu viene del conocimiento
y éste de la palabra, se sigue que la tarea primordial del predicador y catequista
es difundir la divina palabra. No hemos de limitarnos a presentar a Cristo
como a un personaje importante que hubiese venido a traer a la humanidad
progresos en el orden temporal, con respecto al paganismo antiguo, en la
condición de las mujeres y los niños, etc. Cristo es ante todo el Enviado de
su Padre, a quien El mismo adora, y de quien no puede ser separado porque habla
de El continuamente.
Tampoco podemos renunciar a la espiritualidad
del Antiguo Testamento: pues Cristo es el Mesías prometido por los antiguos
profetas de Israel, y por lo tanto, si de veras querernos comprenderlo, hemos
de conocer las profecías y figuras de Cristo en el Antiguo Testamento, ya que
el cristianismo no ha sido preparado por lo que se llama cultura clásica
grecorromana, que no es sino paganismo humanista. Cristo
ha venido a mostrar y a dar la vida eterna, y no a arraigarnos en este mundo
pasajero con un ideal de felicidad temporal. El es quien enseña que ésta no
existirá nunca en el mundo, pues la cizaña estará siempre mezclada con el trigo
hasta que El venga, y los últimos tiempos serán los peores. Hemos, pues, de
guardarnos de tomar a Jesús como un simple pensador o sociólogo que
hubiese querido, como los demás, mejorar la condición de este mundo.
Claro está que el mundo no aguanta la espiritualidad
auténtica que viene de la palabra de Dios. En nuestra traducción del Nuevo
Testamento según el texto original, vertimos el pasaje de Juan XXI, 25 de la
siguiente manera: "Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se quisiera
ponerlas por escrito, una por una, creo que el mundo no bastaría para contener
los libros que se podían escribir".
En vez de "contener" nos parece ahora
mejor decir "soportar". Pues el vocablo griego es usado también en el
sentido de comprender (Mat. XIX, 11), entender (íbid. 12), admitir o recibir
(II Cor. VII, 2) y caber o dar cabida. En el texto citado el sujeto no es la
palabra que no cabe sino el mundo que no le daría cabida, es decir, en sentido
espiritual, no comprendería, o no aceptaría esas muchas otras cosas de Jesús,
las cuales, según añaden algunas variantes coincidentes con Juan XX, 30, fueron
hechas "ante los discípulos de El".
Esta interpretación, que concuerda con lo dicho
por el mismo Señor en Juan XVI, 12, es tanto más plausible cuanto más difícil
resultaría atribuir al lenguaje tan extremadamente sobrio del Evangelio una
hipérbole tan desmesurada, como sería decir que en el mundo entero no cabría
materialmente el relato de lo que una persona hizo en sólo tres años. Además,
en tal caso el texto diría "en todo el mundo". Pero no dice “todo",
por lo cual se ve que alude probablemente al mundo en sentido espiritual, al
mundo cuyo príncipe es Satanás, al mundo que es precisamente un tema especial
del Evangelio de S. Juan (cf. VII, 7; XV, 18 ss, etc.).
Si el mundo aguantara la palabra de Dios y el crecimiento
espiritual que de ella viene, se vería obligado a dejar de ser mundo, lo que es
contra su naturaleza. Es como decir que el diablo deje de ser diablo.
Por eso San Pablo no se cansa de estimular a los
fieles a crecer en el conocimiento. Pues en ese conocimiento consiste toda
espiritualidad, y de él se forma el varón perfecto (Ef. IV, 13),
"para que ya no seamos niños fluctuantes y llevados a la deriva por todo
el viento de doctrina, al antojo de la humana malicia y de la astucia que
conduce engañosamente al error” (Ef. IV, 14). Cf. Rom. XI, 33; XV, 14; I Cor. I, 5; XV. 34; II Cor. II, 14; IV, 6; X, 5; Ef. I, 8;
Filip. I, 9; III, 8; Col. I, 9; II, 3; III, 10; II Tim.
III, 7; Tit. I, 1; Hebr. X, 26; II Pedro I, 2ss; II, 20; III, 18, etc.
Los Apóstoles sabían por qué motivo atribuían tanta
importancia a la "espada del espíritu, que es la palabra de Dios” (Ef. VI,
17). La esgrimían sin cesar, y confiados en ella consiguieron la victoria
sobre un mundo falto de Espíritu; pues “toda la Escritura es divinamente
inspirada y eficaz para enseñar, para convencer, para corregir y para instruir
en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y bien provisto
para toda obra buena” (II Tim. III, 16-17).