Nota del Blog: Con el vivo deseo que los Católicos reconozcan esa dignidad de la que hablaba el gran San León presentamos a continuación la transcripción de un hermosísimo libro, casi diríamos un clásico, sobre el tratado de la Iglesia. Por su forma, está lejos de los tratados de los teólogos dogmáticos y se acerca mucho más al estilo de un Dom Adrien Gréa o de un Abbé Joseph Anger, dos libros simplemente sublimes.
El prólogo, rico no sólo en extensión sino también en contenido, es obra del entonces Padre José Guerra Campos, escrito a la corta edad de 26 años.
P. H. Clérissac |
El Misterio de la Iglesia es la plenitud de los Misterios: es nuestra
inserción viva en el organismo de los misterios sobrenaturales.
Nuestra inserción. Y andarnos la mayoría de los hombres desenraizados.
En estos momentos del mundo, quemados con derroche infantil nuestros tesoros
espirituales, nos encontrarnos un poco en el vacío, desgajados; solos con la
terrible soledad de la pequeñez individual, sin arterias íntimas que nos
integren en una comunión de corazones por comunicación de vida. Está en sequía
el mundo.
¿Cuántos cristianos en esta hora angustiosa sienten el orgullo y la
alegría profunda de ser ramas vivas de un árbol exuberante de vida? Porque el
cristiano en el vértigo de las conmociones tiene que centrarse en la serenidad
del que posee solución total y final.
Es hora de reencontrar las deliciosas alegrías del Hogar cristiano. De
mirar adentro de nosotros mismos, para no estar solos: para captar en lo más interior
del alma el botón jugoso por donde nos injertamos en la gran Comunidad de la
vida, del amor.
Somos miembros del Cuerpo Místico. Somos la Iglesia. Y es triste que
esta idea, que entusiasmaba a un espíritu de talla tan humana y exigente como
el de San Agustín, deje fríos a los hombres de ahora. Sin duda, por falta de penetración
en su contenido. Resbala el entendimiento por roca pelada, cuando el
corazón está arraigado en la hondura de su fertilidad. Ser Iglesia
(¿cuántos saborean esta fórmula vibrante?), pertenecer a la Iglesia, para
muchos no es más que estar inscritos, haber sido inscritos antes del uso de
razón en una sociedad encargada de velar por las buenas costumbres. Una
sociedad benemérita, sin cuya intervención en el mundo quizá el salvajismo camparía
a sus anchas: educadora, moralizadora, promotora de obras maravillosas de
caridad y de enseñanza. Da buenos consejos. Las obligaciones, aunque
fastidiosas, ocupan poco. ¿Media hora a la semana? Queda tiempo para dedicarse
a la vida propia. Por lo demás, la desazón de esa media hora acaso se
compense si nos sirve de salvoconducto para un posible viaje por el más allá,
cuando se haya acabado la vida. Naturalmente, esta sociedad —cargada de años— seguirá
todavía empleándose en la educación de los niños y el cuidado de los enfermos.
¿Por qué no? Lo ha venido haciendo y no mal. Casi por inercia. Pero calmar las
angustias más vitales del mundo contemporáneo... Y no se arredran ante la
afirmación: la Iglesia está gastada. Como si dijéramos: la República francesa
está gastada.
Como explicación de esta postura escribimos la palabra ignorancia.
¿Culpable? ¿De quién es la culpa? No importa. El hecho es: ignorancia. Palabra
dura y al mismo tiempo esperanzadora; llena
de posibilidad de redención, de luz. Y para la luz pueden ser ventana libros
como el del P. Clérissac: El Misterio de la Iglesia[1].
Ventana, porque la luz ha de venir de los cielos. Invito al lector a asomarse.
Está el aire puro y cargado de esencias.