R. Maritain |
París, agosto 25 de 1905.
Querida
amiga Raissa:
Para
comenzar, sólo puedo decirle lo mismo que escribía el 29 de junio de 1903 (Cuatro
años de cautiverio) a un pobre músico que también me había hablado con entusiasmo
de La salvación por los judíos: "Es usted, entonces,
verdaderamente mi hermano y verdadero amigo de Dios. El que ama la grandeza
y ama al abandonado, reconoce la grandeza donde ella existe. Esta magnífica
frase es de Ernesto Hello, que fué un abandonado".
Raissa,
usted debe ser verdaderamente mi hermana, para haberme hecho esta caridad.
Cuando se ama La salvación, se es forzosamente mucho más que un
amigo, pues este libro es poco menos que inaccesible; representa, en un
sorprendente resumen, años de trabajo, de oraciones y de dolores imponderables.
Declaro
con toda ingenuidad que en esa época, en 1892, esperaba que algunos hebreos
ilustrados y profundos comprenderían la importancia de este libro cristiano
—paráfrasis del sublime capítulo XI del judío San Pablo a los Romanos— el único[1],
al cabo de diecinueve siglos, donde una voz cristiana se haya hecho oír en
favor de Israel, afirmando con la ciencia y la elocuencia necesarias que las
promesas divinas no prescriben y que todo debe pertenecer, al fin de cuentas, a
la Raza que ha engendrado al Redentor.
Me
equivocaba. Los judíos demostraron ser tan imbéciles como los cristianos, unos
y otros triturados por el rodillo de un poderoso cretinismo.
Además,
este libro ha tenido la peor suerte, usted lo sabe. Sin embargo, aún se podría
hacer algo. Bastaría que un judío no idiotizado por el dinero y capaz de ver y
de sentir la excepcional validez de semejante testimonio, realizara, por sí
mismo o por sus amigos, la liberación, el rescate de ese papel impreso,
ridículamente estancado en Gentilly entre los enseres de un taller de
plomero.
Desde
el punto de vista práctico, que no es precisamente el mío, el negocio
podría ser bueno, pues se cuenta con trabajo hecho y se evitaría al mismo
tiempo la competencia. Sólo que cambiar las tapas y reimprimir la primera para
tener una nueva edición.
Búsqueme
eso, querida Raissa. Hace diez años que sufro por esta relegación del
más hermoso de mis libros, y le aseguro que éste es uno de mis dolores más
refinados.
Ahora
voy a tratar de responder a la parte más seria de su carta. "No soy
cristiana —dice usted—. Sólo sé buscar gimiendo". ¿Por qué continuar
buscando, amiga mía, si ya ha encontrado? ¿Cómo podría usted amar lo que
escribo si no pensara y sintiera como yo? No sólo es usted cristiana, Raissa;
es una ferviente cristiana, una hija amadísima del Padre, una esposa de Cristo
al pie de la Cruz, una servidora amorosa de la Madre de Dios en su antecámara
de Reina del mundo...
Sólo
que usted no lo sabe, o más bien, no lo sabía, y para que lo sepa, me ha sido
usted enviada.
A
la espera de que haya realizado usted ciertas cosas fáciles y suaves que Jesús
le pide sangrando en la Cruz, puede comulgar por mí. Me dice usted que está
triste porque no lo puede hacer. Es un error. Todo se puede. Naturalmente, no
le es permitido recibir el Cuerpo de Cristo, invisible bajo la especie
sacramental; pero puede recibirlo —más invisible aún— por el deseo, y
existen millones de criaturas maravillosas que se ocupan únicamente de pedir,
con sollozos espirituales, que tenga usted ese deseo.
La
importancia, la DIGNIDAD de las Almas, es inexpresable, y las almas, de ustedes
Jacques y Raissa, son tan preciosas que fué necesaria la Encarnación y el
suplicio de Dios para rescatarlas, lo mismo que la mía.
Se
vive entre lugares comunes y brutalidades. Creo que lo mismo sucede a orillas
del Don que en Francia, en Dinamarca o en Inglaterra. El Paraíso perdido, es
decir, la Caída, es en todos los países cultos una leyenda agradable o
melancólica, según los temperamentos: en el fondo, un divertido embuste...
Mire a
su alrededor, contemple en las lejanas montañas, en todos los horizontes, esas
cabezas pánicas, esas millones de fisonomías de horror y de dolor, en cuanto se
habla de la Caída y del Paraíso perdido. Es el testimonio universal de la
conciencia de los hombres, el testimonio más profundo, más invencible.
Sólo
existe un dolor, el de haber perdido el jardín de voluptuosidad, y no hay más
que una esperanza o un deseo: el de volverlo a encontrar. El poeta lo busca a
su manera y el más abyecto libertino a la suya. Es el único objeto. Napoleón en
Tilsit y el inmundo borracho tirado al borde de un arroyo, tienen exactamente
la misma sed. Necesitan del agua de Los Cuatro Ríos del Paraíso. Saben instintivamente
que nunca se paga eso demasiado caro. Empti estis pretio magno: habéis sido rescatados a gran
precio. Esto, mis amigos, es la Llave de todo en lo Absoluto. Hemos sido
rescatados, como valiosísimos esclavos, por la ignominia y la tortura voluntarias
de Aquel que ha creado el cielo y la tierra. Cuando se sabe eso, cuando se ve,
cuando se siente eso, se es como Dioses y no se deja de llorar.
Su
deseo de verme menos desgraciado, mi buena Raissa, es algo que estaba muy
profundamente en usted, en su ser sustancial, en su alma, que Dios alienta
desde mucho antes del nacimiento de Nacor, abuelo de Abraham. Es estrictamente
el deseo de la Redención, acompañado del presentimiento o de la intuición de lo
que ella ha costado a Aquel que podía pagar. Esto es el cristianismo, y no hay
otra manera de ser cristiano.
Arrodíllese,
pues, al borde de este pozo y ruegue por mí de esta manera:
"Dios
mío, que me has rescatado a tan alto precio, te ruego muy humildemente que me
unas en fe, en esperanza y en amor con este pobre que ha sufrido en tu
servicio, y que sufre quizás, misteriosamente, por mí. Líbralo y líbrame por la
vida eterna que has prometido a todos aquellos que estuvieren hambrientos de
Ti".
He
aquí, mi muy querida y muy bendita Raissa, todo lo que puede escribirle
un hombre verdaderamente desgraciado, pero colmado de la más sublime esperanza
para sí y para todos los que lleva en su corazón.
Suyo,
Léon Bloy.
[1] Nota del blog: ¿qué hubiera pensado Bloy de
haber conocido a Lacunza y su comentario a este hermoso Capítulo de San
Pablo?