Nota 1[1]
La práctica de rezar de esta manera ha existido desde tiempos inmemoriales en la sinagoga. Las tradiciones más antiguas y las oraciones actuales de la sinagoga, proporcionan una amplia prueba de ello. Las hemos relatado y desarrollado ampliamente en nuestra Disertación sobre la invocación de los santos en la sinagoga. Nos limitamos aquí a citar algunos pasajes de la Paráfrasis Caldea de Jonathan-ben-Huziel, que es anterior a Jesucristo.
El cap. IX del Levítico da cuenta de la instalación de Aarón y sus hijos como sacerdotes. Se ve claramente que los sacrificios sólo pretendían recordar el de Isaac, es decir, representar la víctima divina del Calvario de la que Isaac era el tipo[2].
v. 2: Moisés dijo a Aarón: Tomarás un carnero para el holocausto, para que se te aplique el mérito de Isaac, a quien su padre ató como carnero en el monte del culto.
v. 3: Di a los hijos de Israel: Presentad un cordero, para que se os aplique el mérito de Isaac, a quien su padre ató como cordero.
Miq. VII, 20: Acuérdate (oh Dios) en nuestro favor, de cómo Isaac fue atado en el altar para serte ofrecido en sacrificio.
Cant. I, 13: Entonces Moisés volvió y oró ante el Señor (por los hijos de Israel); y el Señor se acordó en su favor de Isaac, a quien su padre había atado en el altar erigido en el monte Moria.
La sinagoga tiene un prodigioso número de oraciones cuyo objeto es pedir la aplicación de los méritos de Isaac. Los judíos no entienden que Isaac no es otra cosa en estas oraciones que el mediador por el que sólo se llega a Dios:
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie va al Padre, sino por Mí” (Jn. XIV, 6).
De esta manera, los bromistas entre ellos dicen que, si la desgracia hubiera querido que Isaac recibiera el menor rasguño en el monte Moria, necesitarían carros para llevar los libros de oraciones a la sinagoga. A los cristianos, mejor educados, no les resulta en absoluto tedioso repetir continuamente per Dominum nostrum Jesum Christum. Un hijo de la Iglesia no se cansa de repetir el dulce nombre de Jesús, ante el que se dobla toda rodilla, desde lo más alto del cielo hasta las profundidades de la tierra (Fil. II, 10).
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