Hay una realidad sobre la
cual insiste Bioy constantemente, y que anima toda su obra: la realidad de la oración.
Levanta tu alma en la contemplación de las
cosas que no se ven. Habita en la paz. Te suplico que nunca dejes de decirte a
ti mismo que todo es apariencia, que todo es símbolo, aun el sufrimiento más desgarrador.
Somos gente dormida que sueña en voz alta y a gritos. Nunca podemos saber si la
pena que nos aflige en un momento determinado no constituye el secreto principio
de nuestra alegría ulterior. San Pablo dice que ahora vemos per speculum in aenigmate, en enigma,
mediante un espejo; y antes de la venida de Aquel que es Fuego y que ha de enseñarnos todas las cosas, no podemos ver de
otro modo. Hasta ese día, tenemos todo en la obediencia, en la amorosa obediencia,
la cual nos restituye, ya en la tierra, el paraíso perdido.
Antes de llegar a ser padre, yo no entendía la
oración dominical. Pater noster… Cuando
mi hija me habla, es como si llegara mi reino…
Bloy fué ante todo un hombre de oración, un varón de deseos. La oración
de la Iglesia era su vida. Durante sus últimos años, recitaba todas las noches
el Oficio de Difuntos; y asistía todas las mañanas a la primera misa, a esa
hora en que, como él decía, los corazones no se han manchado aún con los sucios
prestigios de la luz material. El hábito de la oración constante le había dado
ese modo franco y sencillo, y había formado a su alrededor una atmósfera
difícil de describir. Digamos algunas palabras que pueden suscitar
ideas correspondientes a la compleja impresión que dejaba en sus amigos la
frecuencia de su persona: milagro, bonhomía, genio, misterio, nostalgia,
poesía, teocracia, libertad, inocencia…