XII
EL LLANTO DEL PADRE
Y luego el padre del muchacho, bañado en lágrimas,
exclamó diciendo:
¡Oh, Señor! yo creo; ayuda Tú mi incredulidad.
(Marcos, cap. IX, vers. 23).
El
padre del niño exclamó llorando: Creo, Señor. Creo: Ayuda mi incredulidad.
¡Qué
singulares palabras y cómo se contradicen los términos!
Creo:
Ayuda mi incredulidad.
¿Cree
o no cree el que así habla?
Es
hombre, he aquí la respuesta.
¡Qué
sinceridad en esta contradicción y qué deseo de ser escuchada!
Todo
es posible para el que cree, dice Jesucristo.
¡Creo!
He aquí la primera palabra de la respuesta. Puesto que todo es posible para el
creyente, entonces creo. Empieza afirmando sus derechos, haciendo valer sus
títulos.
He
aquí el grito, la esperanza, el ruego osado.
Luego,
he aquí el ruego tímido.
Creo,
era el primer grito del que quiere obtener. Pero la reflexión llega junto con
el temor. Aquel que acaba de gritar: ¡Sí! va a decir ahora ¡tal vez!
Creo;
pero, ¿creo, acaso, lo suficiente? ¿Acaso creo con una fe seria, real,
verdadera, perfecta? ¿Creo, acaso, con esa fe todopoderosa de la que acaba de
hablar Aquel a quien imploro?
¡Ah!
Nada sé. ¿Qué será de mí?
No
me queda más que invocar para la fe a Aquel que invoco para la curación. Me
dice que hay que creer para ser curado; ¡y bien!, como no sé qué hay que hacer
para curarse, ni para creer, pediré la fe y la curación a Aquel que puede dar
ambas cosas.
Jesucristo descendía del Tabor; acababa de
dar a tres de sus apóstoles una visión de su gloria.
Pedro
representa la Fe.
Probablemente
Santiago representa la esperanza, y Juan la Caridad.
Santiago
fué entre los apóstoles el primer mártir.
Esteban fué martirizado antes que él,
pero no era apóstol.
Esteban fue el primer mártir. Santiago
fué el primer apóstol mártir.
Hay
entre el sacrificio y la esperanza tan estrechos lazos, que el representante
del sacrificio debe ser también el representante de la esperanza.
Juan es aquel que desborda caridad, y
su boca hablaba de la abundancia de su corazón. Juan llama a los
hombres: AMADOS MÍOS: "¡Ved cuál es la caridad del Padre para con nosotros!",
dice. (Juan, Epístola I. Cap. IV, V. 9).
Y un
poco antes: "Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor." (Juan,
Epístola I, Cap. IV, V. 8).
La
sencillez de estas últimas palabras es una máscara puesta sobre su profundidad,
como un puente sobre un abismo.
Sin el
puente nadie pasaría sobre el abismo ni miraría hacia abajo, hacia las cataratas
que se precipitan en las profundidades.
Sin la
sencillez, la profundidad de esta frase la hubiera tal vez relegado a la categoría
de las frases desconocidas.
Estos
tres hombres, Pedro, Santiago y Juan, se encontraban en el
Tabor, como para precaverse de los terrores que pronto iban a prepararse. Y sin
embargo, el canto del gallo aguardaba a Pedro, y el Tabor no iba a
impedir las tres negaciones predichas.
El
Tabor, en lugar de asombrar, constituye, más bien, una tregua concedida al
asombro.
En
lugar de un prodigio, el Tabor es más bien una pausa en el prodigio habitual
que contenía a la gloria, y ni le permitía hacer resplandecer antes del tiempo
señalado, el cuerpo del Hombre Dios.
Elías
y Moisés estaban también en la montaña. El pasado estaba allí, el Antiguo Testamento
presenciaba el esplendor. Pedro, Santiago y Juan estaban allí: el Nuevo Testamento
presenciaba el esplendor.
Allí
estaba el pasado, representado por Elías y Moisés. Allí estaba el presente,
representado por Pedro, Santiago y Juan.
Allí
estaba el porvenir, el porvenir representado por el propio esplendor.
Y el silencio
les fué recomendado al bajar de la montaña, hasta el día en que el Hijo del
Hombre hubiera resucitado de entre los muertos. Y se preguntaban lo que esto
quería decir.
Tal
vez estaban muy asombrados al pensar en la muerte preparándose a golpear un día
a Aquel que acababan de ver, y de ver en el Tabor.
Jesucristo, en el Tabor, no había olvidado
a la muerte; pero tal vez los otros la habían olvidado. Pocos instantes
después, he aquí un hombre que trae a Jesucristo, que acaba de bajar del
Tabor, a su hijo poseído de un espíritu mudo.
Lo
había traído a los discípulos, pero éstos no habían podido librarlo de él.
Se
encuentra aquí una de esas interrogaciones frecuentes en el Evangelio, en que
Jesucristo pregunta lo que ya sabe. Se hace explicar y relatar lo que sabe
mucho mejor que aquel que explica y relata.
El
padre habla de la desdicha horrenda de su hijo, habla con una perfecta simplicidad,
sin turbación y sin ambages.
La
desdicha hace disminuir las precauciones de la palabra humana. Dice las cosas
tal como las ve, como las ha visto desde la niñez de su hijo, sin explicaciones,
sin comentarios. El espíritu se arroja sobre este niño que rechina los dientes
y echa espuma por la boca; lo arroja ya al agua, ya al fuego.
— Si
puedes algo — dice el padre —, ayúdanos, ten piedad de nosotros.
Se
adivina al hombre que no puede más, que no sabe ya dónde se encuentra, que se
precipita hacia una última esperanza, sin saber cómo será acogido por ella.
¡Si
puedes algo!
¡Si!
¡Este
si es desgarrador!
¡Quién
sabe cuántos esfuerzos había hecho este hombre para aferrarse a una última
esperanza!
¡Si!
Y a ese si, Jesucristo responde con otro si:
— Si
puedes creer, para el creyente todo es posible.
Se
diría que ese segundo si es atraído por el primero.
Y en
seguida el padre exclama llorando: Creo, Señor, ayuda mi incredulidad.
En
su deseo ingenuo y en su desolada oración, no piensa en que sus palabras estén
de acuerdo. No se pregunta si nos serán transmitidas, no piensa en la
posteridad que lo escuchará, sin embargo, sin que él lo haya podido sospechar.
Dice en la misma frase el sí y el no. No puede haber nada más humano. Dice que
cree y que no cree. Pide auxilio para todo. Quiere sacar provecho de ese
momento en que el maestro está allí; dice lo necesario para que su hijo sea
curado. Lo que dice no lo inquieta; dice lo necesario para apiadar y por lo
tanto para cumplir la condición indicada.
¡Creo!;
he aquí la primera palabra. Para el creyente todo es posible, dices. ¡Y bien!
Me atengo a lo que dices: creo, no me rechaces.
Creo
significa, especialmente en esta frase: Quiero creer.
Quiero
creer. ¿Pero acaso esto basta? — ¡Oh, tú que todo lo puedes en tanto que yo
nada puedo!; y bien, hazme creer. No creo como se debe creer. Cura a mi hijo
poseído y a mí cúrame de mi incredulidad. Te pido todo lo que necesitamos sin
saber qué es todo lo que necesitamos, ni hasta qué punto soy yo indigno, ni qué
obstáculo traigo o no que se oponga a las peticiones que hago. ¡Ayúdanos en todo
puesto que ves lo que somos!
Pero
este grito humano: Creo, Señor, ayuda mi incredulidad; este grito humano
lleno de deseo y de contradicción está acompañado por otra cosa, la más humana
tal vez entre todas las cosas, más humana que la palabra; está acompañado por
las lágrimas.
El
papel de las lágrimas en la Escritura es inmenso y profundo; ¡no hay nada más
misterioso que las lágrimas! ¿No está acaso la unión del alma singularmente
manifestada por ese fenómeno físico que exterioriza el sentimiento en lo más
íntimo, en lo más cordial, en lo más profundo, en lo más desgarrador? Las
lágrimas son el signo de la debilidad, y por eso las presenta siempre la
Escritura como el signo del poder. Es necesario decirlo una vez más: las
lágrimas son tal vez lo más irresistible de la naturaleza humana. A cada instante,
casi siempre cuando nos va a hablar la Escritura de una oración oída, nos
advierte que aquel que oraba, oró llorando. Se diría que esta suprema debilidad
produce la fuerza. Las lágrimas desarman al fuerte; no tienen réplica. Habría
que tomar esta palabra y seguirla en toda la Escritura; sería una especie de
concordancia que daría tal vez singulares indicaciones.
Aquel
hombre lloraba. Jesús amenazó al espíritu inmundo y le ordenó salir y
no volver a entrar. Estas últimas palabras no son inútiles, pues no hay nada inútil
en la Escritura. Notemos la importancia de este cerrar la puerta al espíritu
maligno que ha salido.
"Y
el niño pareció muerto; estaba libre; tenía el aspecto de un muerto. Jesucristo
tomó su mano, la levantó, y el niño se incorporó."
A
través de tan corto relato tratemos de captar el drama.
¿Qué
acción acababa de operarse en el niño? Había sido teatro de cosas terribles. Arrojado
al agua, arrojado al fuego, echando espuma por la boca, se le conduce ante Jesús.
Pero
su padre ha llorado. El demonio sordo y mudo, oye la orden que se le da.
La
violencia de la acción operada precipita aparentemente al niño en brazos de la
muerte.
Pero
he aquí la mano de Jesús.
El
niño se levantó. Y ya no se habla más de él.
Después
de la mano de Jesús, el drama ha terminado.
La
muerte aparente es vencida así como la posesión real. Todo ha terminado.
Pues
he aquí la mano de Jesús.