Nota del Blog: Traemos ahora la crítica escrita en la Revista Bíblica de España, V (1946), pag. 237-239.
PABLO CABALLERO SANCHEZ, C. M.: La profecía de las 70 semanas de Daniel y los destinos del pueblo judío.
Madrid. Editorial Luz, 1940. 214 x 101, 117 páginas, 15 pesetas.
El P. Caballero no es desconocido para los antiguos lectores de ESTUDIOS
BIBLICOS, ya que en la primera serie de nuestra revista colaboró asiduamente
desde Quito. Las parábolas del Evangelio, la Epístola a los Romanos y el Libro
de Daniel fueron repetidas veces objeto de sus estudios. Hoy viene a ofrecernos
en un tomo, ligeramente retocados, los artículos que allí publicó sobre la
interpretación de las setenta semanas de Daniel.
Puede decirse que todos
los capítulos presentan un doble aspecto, negativo y positivo. Porque comienza
por refutar las interpretaciones dadas por otros autores, y señaladamente por
los PP. Lagrange y Knabenbauer, para pasar en seguida a establecer la exégesis
que él cree más acertada.
La idea nuclear de esta exégesis, que viene a penetrar todas las páginas
del libro, es que las setenta semanas de Daniel no terminan con la venida de
Jesús, y la fundación de la Iglesia, sino que separando las sesenta y nueve
primeras de la última, alcanzan a través de ésta los tiempos escatológicos.
Por eso fácilmente podríamos dividir la obra en dos partes: los nueve primeros
capítulos en que habla de las sesenta y nueve semanas y los otros ocho en que
se ocupa de la semana septuagésima.
Resulta francamente simpática en la primera parte la reacción del P. Caballero
contra la tendencia actual a restar toda precisión cronológica a la profecía de
Daniel. Un profeta como un historiador podrá dar números redondos,
pero si habla con mayor precisión, difícilmente podrá negarse un valor
cronológico a sus palabras.
El P. C. opina que el
punto de partida de las setenta semanas es la licencia dada a Nehemías por
Artajerjes Longimano el año XX de su reinado, hecho que él fija en el mes de Nisán
del año 453 a. C. Las siete primeras semanas están dedicadas a la reconstrucción
de la ciudad «en la angustia de los tiempos» reconstrucción civil y religiosa
del pueblo, y terminan el año 404 a. C. con la muerte de Nehemías. Las otras sesenta
y dos semanas nos llevan hasta el «Ungido-Príncipe», o sea Jesucristo, que muere
exactamente el 23 de marzo del año 31. Muy distinto de Jesús sería el Ungido
que por esta misma fecha había de ser evacuado. Es el pueblo judío, que en la
actualidad se ve privado de los bienes mesiánicos. Pero un día se convertirá a
la Iglesia y entonces comenzará la semana septuagésima. Habrá un pueblo,
arrebatado de furor antijudaico, que asolará la ciudad de Jerusalén y suprimirá
en ella la oblación de la Eucaristía, sustituyéndola por «abominación de la
desolación», que no será otra cosa que un culto sacrílego fomentado entonces
desde Roma, porque la Iglesia gentílica habrá apostatado y el jefe del pueblo
invasor hará consagrar y se rodeará de prestigio y honores divino. Mas Dios
barrerá como una inundación al ejército invasor.
Es indudable que la
interpretación de esta profecía exige un esfuerzo grande de imaginación, y el
P. C. lo ha realizado. Lo difícil es llegar mediante este fuerzo a una solución
que pueden todos aceptar como definitiva en los múltiples puntos oscuros o
indiscutibles. Estamos seguros de que el mismo P. C. no cree haberlo conseguido,
aunque sí ha aportado su esfuerzo, y un esfuerzo muy considerable, al estudio
de esta célebre profecía.
No hemos de ocultar nuestra extrañeza al leer (pág. 97) que en la semana
septuagésima «la Iglesia de Jerusalén rediviva» será «el verdadero Eje religioso
mundo». Y en la página anterior, que la abominación de la desolación consiste
en que se implante en Palestina «el Culto y el sacerdocio promovidos desde Roma
por el Pontífice traidor y usurpador. Desaparecida oficialmente de la vida social
la Iglesia de Jerusalén, con sus pretensiones a la hegemonía religiosa del mundo,
no queda más que la entonces apóstata Iglesia gentílica». Esto parece suponer
que llegará un momento en que la Iglesia romana habrá claudicado. Nos parece
una afirmación demasiado fuerte. Porque el Obispo de Rema será siempre el
sucesor de Pedro, y el sucesor de Pedro no puede, como tal, apostatar[1].
Finalmente, el P. C., tras una breve alusión al quiliasmo, formula su
esperanza de que en un porvenir cercano han de librarse batallas
exegético-teológicas sobre el punto del Advenimiento del Reino de Dios, que
serán coronadas, renacido Israel en el seno de su Madre, la Iglesia, con una
definición dogmática[2].
J.
Enciso