Nota del Blog: Tener presente la NOTA que publicamos en la primera parte.
Párrafo III
Sumario de la historia de los hijos de Israel, desde el principio de
su destierro y dispersión, hasta la época presente.
Ciento veintidós años después que las diez
tribus, que componían el reino de Israel o de Samaria, salieron desterradas de
su Dios, y fueron llevadas cautivas a la Asiria por Salmanasar, rey de
Nínive, las dos tribus que restaban y componían el reino de Judá, fueron del
mismo modo, y por las mismas causas desterradas y conducidas a Babilonia por Nabucodonosor.
Esta transmigración se concluyó perfectamente once años después, cuando el
mismo Nabuco irritado por la rebelión de Sedecías, tío del último
rey (a quien había fiado la regencia del reino y honrado con el título de rey)
volvió con más furor contra Jerusalén y habiéndola saqueado y arruinado
enteramente y ejecutado casi lo mismo con todas las ciudades de Judea, se llevó
consigo sus habitadores, no dejando en toda la tierra sino algunos pocos de
plebe pauperum, qui nihil penitus habebant (Jer. XXXIX, 10).
Los cuales no dándose por seguros, no tardaron
mucho en desterrarse a sí mismos, huyendo a Egipto.
Cumplidos los setenta años que había predicho
Jeremías, (capítulo XXIX[1]),
el rey Ciro, que por muerte de Darío acababa de sentarse en el
trono del imperio, movido e inspirado de Dios (como él mismo lo dice en su
edicto público, y como lo había anunciado Isaías capítulo XLV,
llamando a este príncipe con su propio nombre de Ciro, doscientos años
antes) concedió licencia a los judíos que quisiesen, y aun los exhortó a volver
a Jerusalén, y a edificar de nuevo el templo del verdadero Dios, mandando que
se les restituyesen los vasos sagrados que había transportado Nabucodonosor,
y se les ayudase con todo lo necesario para el edificio sagrado. Con esta
licencia volvieron algunos con Zorobabel, señalado del mismo rey Ciro
por conductor de aquella tropa de voluntarios; los cuales todos fueron de la
tribu de Judá y Benjamín, con algunos sacerdotes y levitas, como se lee expreso
en el libro primero de Esdras (cap. I, ver. 5): Et surrexerunt principes patrum de Juda et Benjamin, et sacerdotes, et
Levitæ.
En el capítulo segundo para mayor claridad se
dice, que los que volvieron a Jerusalén eran descendientes de aquellos mismos,
que había llevado cautivos a Babilonia Nabucodonosor: “qui ascenderunt de captivitate, quam transtulerat Nabuchodonosor rex
Babylonis in Babylonem, et reversi sunt in Jerusalem et Judam (v.
1)”.
De las otras diez tribus no se habla jamás
una palabra.
Aunque las ciudades y provincias de la Media,
donde dichas tribus habían sido colocadas, eran en aquel tiempo de la
jurisdicción de Ciro, y hacían una parte considerable de su imperio, es cierto
que a éstas no se les dio facultad para volver a sus respectivos países; ya
porque estos países estaban ocupados por otras naciones que el mismo Salmanasar
había enviado en lugar de Israel, como se dice en el libro 4 de los Reyes,
capítulo XVII, versículo 24; ya porque la intención de Ciro sólo miraba al
templo del verdadero Dios. Así se ve que su
edicto o cédula real habla solamente de la reedificación del templo del Dios
del cielo, que estaba antes en Jerusalén, y del culto del mismo Dios. Por
consiguiente sólo habla con los judíos a quienes pertenecía el sacerdocio[2].
Hæc
dicit Cyrus rex Persarum: Omnia regna terræ dedit mihi Dominus Deus cæli, et
ipse præcepit mihi ut ædificarem ei domum in Jerusalem, quæ est in Judæa. Quis est in vobis de universo populo ejus? Sit Deus illius cum ipso. Ascendat
in Jerusalem, quæ est in Judæa, et ædificet domum Domini Dei Israël: ipse est
Deus qui est in Jerusalem. Et omnes reliqui in cunctis locis ubicumque
habitant, adjuvent eum viri de loco suo argento et auro, et substantia, et
pecoribus, excepto quod voluntarie offerunt templo Dei, quod est in Jerusalem (I Esd. I, 2-4).
Después de muchos años (que según parece, no
pudieron ser menos de sesenta) el año séptimo de Artajerjes, volvió[3]
de Babilonia a Jerusalén, acompañado de seiscientas personas el santo y
sabio sacerdote Esdras, enviado del mismo rey como visitador de sus hermanos,
para que viese si éstos observaban fielmente las leyes de su Dios, y las leyes
regias, para hacer observar ambas leyes con toda perfección y puntualidad, y
para que como hombre lleno de sabiduría, de celo y de piedad, instruyese
libremente y sin embarazo alguno a los ignorantes. Tu autem Esdra,
secundum sapientiam Dei tui, quæ est in manu tua, constitue judices et
præsides, ut judicent omni populo qui est trans flumen, his videlicet qui
noverunt legem Dei tui: sed et imperitos docete libere. Et omnis qui non
fecerit legem Dei tui, et legem regis, diligenter, judicium erit de eo sive in
mortem, sive in exilium, sive in condemnationem substantiæ ejus, vel certe in
carcerem. (I Esd. VII, 25 s). A los trece años
después de Esdras, el año veinte
del mismo Artajerjes, Nehemías, que era su copero y favorito, consiguió licencia
del rey para ir a Jerusalén, llevando facultad amplia (que hasta entonces no se
había dado a los Judíos) para edificar de nuevo la ciudad, y ceñirla de muros
en toda forma, como lo hizo, no sin grandes oposiciones de todas las naciones
circunvecinas, como se puede ver en el libro del mismo Nehemías, que llamamos
el segundo de Esdras.
Ahora, es cierto por la misma Escritura (I
Esd. II y II Esd. VII) que los que volvieron de Babilonia a Jerusalén, en estas
tres partidas, apenas hicieron la suma de cuarenta y dos mil trescientos
sesenta, que es lo mismo que decir, sólo fueron una parte no muy considerable
de las tribus de Judá y Benjamín (las cuales pocos años antes de la cautividad,
en tiempo del rey Josafat, podían dar un millón ciento sesenta mil soldados,
que estaban prontos y alistados bajo cinco capitanes generales, excepto los que
guardaban los presidios, como se dice expresamente en el libro segundo de los
Paralipómenos capítulo XVII); por consiguiente, la mayoría de los individuos[4] de Judá y Benjamín se quedaron en su destierro, o porque no pudieron
venir, o porque no quisieron, mirando con indiferencia la tierra de sus padres
y el culto de su Dios.
Todas estas noticias ciertas y seguras nos
deben servir para conocer, o para advertir una verdad importantísima en el
asunto que tratamos, es a saber: que los judíos que volvieron en aquellos
tiempos de Babilonia a la Judea, no volvieron más libres que los que quedaron,
ni vivieron más libres en la tierra de sus padres, que lo que habían vivido en
la Caldea. Salieron de Babilonia con licencia del príncipe, mas no salieron de
la servidumbre de Babilonia. Mudaron de terreno, mas no mudaron de condición,
casi del mismo modo que si hubiesen pasado de una provincia a otra del mismo
imperio. De esto se lamentaban ellos mismos, más de setenta años después de
haber salido de Babilonia, cuando congregados en Jerusalén por Esdras y Nehemías,
a celebrar las fiestas de los Tabernáculos, y oír la lección de la ley, prorrumpieron
un día en un amargo llanto, a que se siguió una fervorosa oración, y entre
otras cosas le decían al Señor estas palabras: “Ecce nos ipsi hodie servi sumus: et terra quam dedisti patribus nostris ut
comederent panem ejus, et quæ bona sunt ejus, et nos ipsi servi sumus in
ea. Et fruges ejus multiplicantur regibus quos posuisti super nos propter
peccata nostra: et corporibus nostris dominantur, et jumentis nostris secundum
voluntatem suam: et in tribulatione magna sumus”. (II Esd. IX,
36-37).
¡Qué buena libertad! ¡Qué
república tan digna de este nombre!
Éste es, amigo mío, el título ilustre con que honran los doctores cristianos
comúnmente a los judíos que volvieron de Babilonia con Zorobabel, Esdras y
Nehemías. La razón que tienen para darle el nombre de república es tan clara,
que la puede ver el más corto de vista. En suma, les es preciso suavizar un
poco del mejor modo posible la interpretación (durísima a la verdad) que
procuran dar a tantas, tan claras, y magníficas profecías, que hablan de la
vuelta de todos los hijos de Israel a la tierra de promisión, de donde fueron
desterrados, como si estas magníficas profecías se hubiesen ya cumplido o se pudiesen
haber cumplido en aquellos pocos esclavos, que sin dejar de serlo volvieron a
la Judea.
Después de edificado el Templo y la ciudad,
después que se establecieron, los que volvieron, en toda la Judea, que
verosímilmente hallaron desierta, pues no se dice que los reyes de Babilonia
enviasen alguna otra nación para que la poblase, como se dice respecto de las
tierras que ocupaban las otras diez tribus[5];
después de todo esto, hasta las revoluciones causadas por Alejandro, parece
evidente e innegable, que así Jerusalén como toda la Judea quedaron como antes
sin novedad alguna, en cuanto a la sujeción y dependencia total del imperio de
Babilonia. Ni se sabe que los habitantes[6]
de Judea tuviesen otra excepción[7],
respecto de los habitantes de la Caldea, Media o Persia, etc., sino la facultad
que le dieron Ciro, Darío, y Artajerjes de poder dar a su Dios un culto público
en Jerusalén, y vivir según las leyes que habían recibido del mismo Dios, sin
dejar por eso de observar puntualmente las leyes regias: “Et omnis qui non fecerit legem Dei tui, et legem regis, diligenter,
judicium erit de eo sive in mortem, sive in exilium, sive in condemnationem
substantiæ ejus, vel certe in carcerem (le
dice el rey a Esdras), etc”.
El príncipe Zorobabel era no sólo de
la casa y familia de David, sino nieto por línea recta del último rey de
Judá, digo último, porque Sedecías, que reinó últimamente no tenía
derecho alguno a la corona, sino que fue puesto con violencia por Nabucodonosor;
mas Zorobabel tenía derecho legítimo por ser hijo legítimo primogénito
de Salatiel, el cual lo había sido de Jeconías o Joaquín,
que fue llevado a Babilonia y encerrado en ella hasta que subió al trono Evilmerodach
(IV Rey. cap. último). Con todo eso, ni Zorobabel ni los que
fueron con él, pensaron jamás en tal reino ni en tal corona; ni se sabe que
tuviese entre ellos más mando ni más autoridad que la que le había dado Ciro
sumamente escasa y limitada a sóla la reedificación del templo, y también la
que le daba el respeto y cortesía de los que sabían quién era.
Después que el imperio de Caldeo o Persia
(que es lo mismo[8]) fundado por Nabucodonosor, y acrecentado por sus sucesores, fue
enteramente destruido por los Griegos, que se apoderaron de él, lo dividieron
en varias piezas, y lo hicieron mudar enteramente de semblante, no por eso
quedaron libres los judíos que habitaban en Jerusalén y Judea; no por eso
pensaron poner en el trono algún descendiente de David; no por eso pensaron en
alzarse en república libre; ni aun siquiera en negar su tributo y vasallaje a
los nuevos amos; siempre fueron siervos y súbditos de los príncipes Griegos, ya
de éste, ya del otro, según el partido dominante. Estos príncipes, así como
mandaban y disponían de todo en las otras provincias de su imperio, así disponían
también en Jerusalén y en la Judea, metiendo la mano aun en lo más sagrado;
pues se sabe por los dos libros de los Macabeos, que quitaban y ponían a su
arbitrio el sumo Sacerdote, y se apoderaban de los tesoros del templo,
destinados para el culto divino, y para el sustento de los pobres.
La única novedad de consideración que hubo en
aquellos tiempos, fue la que ocasionó la impiedad o imprudencia de uno de estos
reyes, a quien llama la divina Escritura radix peccatrix, Antiochus
illustris (I Mac. I, 11). Este rey inicuo e
insensato, habiendo salido mal de su expedición contra el Egipto, pensó poder
consolarse de algún modo, convirtiendo toda su rabia y furor contra los Judíos.
Así, sin otro motivo que una leve sospecha de su infidelidad[9],
se fue derecho a Jerusalén con todas sus tropas, se apoderó de ella sin
oposición, la saqueó, la incendió, la destruyó casi enteramente, derramó la
sangre inocente de ochenta mil personas, vendió otros tantos por esclavos, hizo
cesar el juge sacrificium, despojó el templo de Dios de todos sus
ornamentos y riquezas, lo profanó con la profanación mayor y más sacrílega, ya
colocando en él la estatua de Júpiter Olímpico, ya permitiendo en él aquellos
excesos que disuenan y causan horror aun a los oídos menos castos. “Nam templum luxuria et comessationibus gentium erat plenum, et
scortantium cum meretricibus,” etc. (II
Mac. VI, 4); y sobre todo, como si esto fuera poco, pretendió también con
todo empeño, que todos los Judíos se hiciesen Gentiles, y renunciasen a su Dios
y a su religión, que adorasen a los dioses de palo y de piedra que adoraban las
otras naciones, y se acomodasen enteramente a sus costumbres y modo de vivir; y
todo esto so pena de muerte.
Pero Dios, que velaba sobre la conservación
de su Iglesia, al mismo tiempo que castigaba sus pecados, permitiendo tan
graves males propter increpationem et correptionem
(II Mac. VII, 33) hizo en
esta ocasión una clarísima ostentación de su grandeza. Excitó su espíritu en
una familia sacerdotal, la vistió de la virtud de lo alto, la armó de celo y de
coraje sagrado y por medio de esta familia hizo con pocos hombres tantos
prodigios, cuantos se leen con asombro en los dos libros de los Macabeos. Pasado
este intervalo, que no fue muy largo, ni muy feliz, pues todo él estuvo siempre
lleno de guerras, de inquietud y de conturbación, y habiendo triunfado la
verdadera religión de tantas y tan graves oposiciones, lo demás prosiguió como
antes con poquísima o ninguna novedad en la sustancia. Los habitantes de
Jerusalén y de Judea, no menos que las naciones circunvecinas, prosiguieron
sirviendo como vasallos y súbditos del imperio de los Griegos, pagando sus
tributos y sufriendo su dominación, hasta que los Romanos se hicieron dueños
absolutos de todo el Oriente, como se habían hecho de todo el Occidente.
En este estado estaban las cosas cuando vino
el Mesías, el cual lejos de sacarlos de aquella servidumbre en que estaban
quinientos años había desde Nabucodonosor, les declaró por el contrario en
términos formales, que debían pagar al César lo que era del César, como a Dios
lo que era de Dios, y él mismo pagó su tributo, etc. (Mat. XXII). Poco después, estando cerca de Jerusalén, donde iba a padecer, se
declaró más con sus discípulos y amigos que lo seguían, y que iban en la
persuasión “quod confestim regnum Dei manifestaretur”; se declaró, digo, con aquella parábola admirable y clarísima, que se
lee en el capítulo XIX del Evangelio de San Lucas: “Homo
quidam nobilis abiit in regionem longinquam accipere sibi regnum,
et reverti”. Con
lo cual les dio bien claramente a entender, que lo que ellos pensaban y
esperaban, aunque expreso en las Escrituras, estaba todavía muy lejos[10];
que primero se debían cumplir otras muchas Escrituras, igualmente claras y
expresas, que hablaban de su pasión, de su muerte y de todas sus consecuencias:
Primum autem oportet illum multa pati, et reprobari a
generatione hac (Lc. XVII, 25).
Finalmente, muerto el Mesías, glorificado y resucitado, no por esto se
acabó, ni mitigó un punto la servidumbre y cautividad de los hijos de Israel;
antes ésta se agravó más, y se hizo más dura sin comparación en castigo de
haber reprobado a su Mesías, como lo anunciaban las Escrituras, y como el mismo
Señor lo había predicho pocos días antes de su pasión: “quia dies
ultionis hi sunt, ut impleantur omnia quæ scripta sunt… Et cadent in ore
gladii, et captivi ducentur in omnes gentes, et Jerusalem calcabitur a
gentibus, donec impleantur tempora nationum,
etc. (Lc.
XXI, 22.24). En efecto, pocos años después de la muerte
del Mesías, fueron otra vez arrojados de Jerusalén y de Judea, por los Romanos;
el templo y la ciudad fueron destruidos a fundamentis; y su cautiverio,
y su servidumbre, sus angustias, sus tribulaciones, no sólo siguieron como
antes, sino que crecieron y se agravaron notablemente, y después acá no han
dejado de crecer, y a tiempos agravarse más en todas las naciones.
Mas esta cautividad presente, esta
servidumbre en que ve todo el mundo a los Judíos después de la destrucción de
Jerusalén por los romanos, no puede llamarse con propiedad una cautividad y
servidumbre nueva, aunque se considerasen solamente los que entonces habitaban
en la Judea (que era una parte bien pequeña respecto de
la que en aquel tiempo se llamaba la dispersión de las doce tribus). Aun
hablando, digo, de estos solos, parece cierto que los Romanos no hicieron otra
cosa en la realidad, sino revocar la licencia que les había dado el rey Ciro,
Darío, y Artajerjes, para edificar el templo de su Dios, y vivir en Jerusalén y
en Judea. Así como les movió Dios el corazón a estos príncipes para que
concediesen aquella licencia, así mismo les movió después el corazón a
Vespasiano y Tito, y mucho más a Adriano para que la revocasen del todo,
confirmando, el primer decreto de Nabucodonosor, y haciéndolo ejecutar sin
misericordia[11]. Aquella licencia de
Ciro, anunciada por el Espíritu Santo doscientos años antes (Is. XLV) había
sido sin duda conveniente y aun necesaria; ya para que se diese a Dios vivo el
culto debido en su santo Templo; ya para que no se pervirtiese el pueblo de
Dios entre la idolatría e iniquidades de Babilonia; ya también (y
principalmente) para que pudiese haber a su tiempo en la Tierra Santa un cuerpo
considerable de la nación y del sacerdocio, el cual, o recibiese al Mesías que
estaba ya cerca, o le reprobase y pusiese en una cruz, pues uno y otro extremo
se debía dejar en su libertad.
Continuabitur
[1] La verdad que cuando publicamos la Segunda Parte de las LXX Semanas no nos acordábamos déste texto de Lacunza,
¡y eso que lo habíamos leído ya tres veces! Mantenemos la misma opinión que
expresamos en aquel entonces, a saber: la profecía de Jeremías no mira el
fin del cautiverio de Nabucodonosor sino el fin del cautiverio de Israel ut
sic.
[2] El original no es claro, y dice así: “Por consiguiente sólo habla con
los judíos y sacerdocio a quienes esto pertenecía”.
[3] No está claro a qué se refiere el uso del verbo
“volvió”. A Esdras parece improbable que se refiera, puesto que
no había ido a Jerusalén todavía. Por lo tanto parecería que debe referirse al hecho
de volver, como si dijera “volvió otro contingente de judíos”. Esta segunda
opción parece más conforme con el contexto.
Notemos al
margen que según Lacunza este decreto corresponde a Artajerjes I.
Hay discusión al respecto si es el I, el II o el III como lo indica Straubinger
en la nota. En lo personal creemos que se trata de Artajerjes II, por
otras razones que no es preciso dar aquí porque nos saldríamos de tema.
[5] Recuérdese lo que dijimos sobre el motivo del
cautiverio de Nabucodonosor AQUI cuando afirmábamos que el cautiverio fue debido a que la tierra no había
descansado un año por cada seis como lo mandaba la Ley. Así, pues, se entiende
que Dios no haya querido que nadie pueble la tierra durante los setenta años.
[10] Sí y no. Vale decir, estaba lejos o cerca dependiendo de la aceptación del
Mesías Rey por parte de Israel el mismo domingo de Ramos. Lo que sucede es que
Nuestro Señor les habló, sabiendo como sabía por su ciencia divina, que Israel
lo iba a rechazar. Y no sólo a Él sino también a sus discípulos, en lo que fue
el tiempo de gracia que Jesús les consiguió. Ofrecimiento que también
fue desechado y que motivó el pase definitivo a los gentiles. Sobre esto ya
hablamos algo AQUI.
[11] ¿Podría decirse que lo que hizo la ONU en 1947 fue revocar el decreto de Vespasiano,
Tito y Adriano y permitir de nuevo a los Judíos volver a Israel tal como lo
había hecho Ciro en el 538 a.C.?
Aunque esto
fuera así (lo decimos sólo hipotéticamente), notemos bien, sin embargo, que este
permiso para volver sería exactamente de la misma natura que el que les había
dado Ciro, en cuanto que los Judíos siguieron (y siguen), a pesar de la
independencia política, en cautiverio. Volveremos sobre esto más adelante.