Nota del Blog: ¡Páginas bellísimas e insuperables dignas de una seria meditación!
Pero
si las riquezas de la Iglesia son, en sus manos, un inmenso beneficio para el
mundo en tanto que ella las administra por sí misma y como su tesoro común, ¿no son causa de debilitamiento de la acción
sacerdotal tan pronto como se convierten en riquezas individuales del sacerdote?
Si el sacerdocio es una carrera para el que lo abraza, se ve mermada su autoridad, completamente espiritual.
El progreso de la institución de los beneficios ¿no parece infligirle en cierta
manera este envilecimiento?
La paternidad no puede ser una carrera, y en ella no
se conocen ascensos.
Si el sacerdote, en su ministerio, mientras procura la salvación de los
hombres, persigue al mismo tiempo una carrera humana, por muy honorable que
ésta sea, no es ya en el mismo grado padre de las almas, sino que en un orden
elevado viene a ser un administrador justamente retribuido. Los pueblos podrán
estimarlo y respetarlo todavía, pero ya no verán en él exclusivamente al hombre
de Dios, que les pertenece y al que ellos pertenecen por un pacto inviolable y
por las relaciones naturales, sustanciales y profundas de toda la vida nueva y
del misterio divino y social del hombre regenerado.
Las
consecuencias de este nuevo estado de cosas no tardan en manifestarse al exterior
en síntomas significativos.
Así como se aflojan los lazos venerables que en cada Iglesia unían al pueblo
con su sacerdocio, y al relajarse así la antigua unidad de la Iglesia particular
y disminuir de esta manera su actividad íntima, se desinteresan los fieles
cada vez más de lo que afecta a la vida pública de la misma, en breve espacio
de tiempo vemos desaparecer toda participación del pueblo en las elecciones
eclesiásticas; vemos cesar enteramente la penitencia pública, que resulta
impracticable y sin objeto una vez que el espíritu de comunidad se ha
extinguido en el seno de cada Iglesia y el pueblo mismo, en cierto modo, se ha
disgregado.
Pero
entre todos los efectos de esta revolución, el que seguramente fue más directamente
sensible a las multitudes y del que más abusó el espíritu del mal en las reacciones
heréticas que produjo en aquella época, fue el golpe que con ello se dio a la
antigua administración del patrimonio eclesiástico.
Ya
hemos dicho que en
otro tiempo el bien de la Iglesia era bien de toda la corporación cristiana. El
obispo, como un padre de familia, distribuía los beneficios. Era, en toda la
fuerza del término, patrimonio de Cristo y de los pobres[1]; los
clérigos eran alimentados con él bajo este título glorioso; con él se construían
o se reparaban las basílicas y los edificios de la Iglesia, puesto que son propiamente
las casas de Cristo y de los pobres.
Pero con la organización de los beneficios la propiedad eclesiástica se
acercó en la forma a la propiedad feudal; y como los beneficios seculares
forman el lote de la milicia secular, los beneficios eclesiásticos son, a los
ojos de todos, los bienes del clero, y así, en la apreciación del vulgo,
pierden su antiguo carácter de patrimonio común de todos.
Sabemos
que no ha cambiado el fondo de las cosas, y así los beneficiarios son severamente
amonestados, por los cánones de la Iglesia y por la sentencia de los teólogos,
de la obligación que tienen de consagrar a los pobres todo lo superfluo. No
son, se les repite constantemente, sino los administradores del bien de los
pobres, y el patrimonio de éstos no ha cambiado de carácter ni de dueño por
haberse repartido entre gran número de colonos[2].
Sin embargo, hay que reconocer que el legítimo empleo
de estos bienes al servicio de los pobres, en lugar de tener la garantía
pública que le daba su constitución en una sola masa, no tiene ya otro garante
que la conciencia individual; y cuando da limosna el clérigo, a los ojos de los
pueblos aparece como individualmente caritativo y filántropo. Pero los pueblos
mismos han perdido de vista la antigua propiedad que les pertenecía y les
pertenece.
Así pues, en adelante será posible excitar las
envidias de las multitudes con respecto a las riquezas eclesiásticas. Y cuando
los príncipes seculares se apoderen de ellas por la violencia, la usurpación
parecerá menos odiosa y no afectará ya en el mismo grado a las multitudes que
han perdido ya la costumbre de mirarlos como su propio patrimonio.