§ En
la maternidad de la Iglesia encontramos la raíz de su poder coercitivo, porque
es a la Madre a quien corresponde e incumbe corregir y castigar. Y, en efecto,
solamente sobre sus hijos la Iglesia pretende ejercer ese derecho. También la
raíz de ese poder indirecto, pero real, de primacía temporal que le permite
intervenir en la vida de los Estados hay que buscarla en la maternidad de la
Iglesia: "Quidquid igitur est in rebus humanis quoquomodo sacrum, quidquid ad salutem
animorum cultumve Dei pertinet, sive tale illud sit natura sua, sive rursus
tale intelligatur propter causam ad quam refertur, id est omne in potestate
arbitrioque Ecclesiae"[1].
[Luego, lo que en las cosas humanas es de algún modo sagrado; lo que toca a la
salvación de las almas o al culto de Dios —ya sea tal por su naturaleza, o que
tal se lo entienda a causa del objeto a que se refiere—, todo eso cae bajo el
poder y el arbitrio de la Iglesia. —León XIII].
La
salvación de las almas es el cargo propiamente maternal de la Iglesia; el culto
de Dios es su función de Esposa de Cristo: en suma, en la maternidad de la
Iglesia se funda su derecho de primacía temporal.
§ El
emperador está en la Iglesia, y no por encima de ella, dice San Ambrosio: es
hijo de la Iglesia. Y el recordárselo no es ofenderle, sino, por el contrario,
honrarle… "Quid honorificentius quam ut Imperator Ecclesiae filius esse dicatur? Quod
cum dicitur sine peccato dicitur, cum gratia dicitur. Imperator enim intra
Ecclesiam, non supra Ecclesiam est; bonus enim Imperator querit auxilium
Ecclesiae, non refutat"[2].
[¿Qué mayor honra para un emperador que la "de ser llamado hijo de la
Iglesia? Porque al darle este nombre no se le ofende, sino que se le honra. En
efecto, el emperador está en la Iglesia, y no por encima de ella; si el
emperador es bueno, no rehúsa la ayuda de la Iglesia; al contrario, la busca].
§ No
hay que perder nunca de vista la relación que guarda ese derecho de primacía y
de intervención con la maternidad de la Iglesia, pues sólo así podrá explicarse
al mismo tiempo la exactitud con que su objeto es definido y la latitud que
lleva en su ejercicio.
Ciertamente,
conviene definir con precisión el objeto de ese derecho: lo especifica el
elemento espiritual, tan frecuentemente implicado en los negocios humanos, y
que de un modo necesario incumbe a la Iglesia. Pero, en la práctica, suele
hacerse difícil circunscribir el elemento espiritual; y es la Iglesia quien
debe juzgar en esos casos, no tan sólo según las reglas de su jurisprudencia,
sino, ante todo, nótese bien, en atención a lo que exige su responsabilidad
maternal, la cual tiene extensión indefinida. También la ratio peccati[3],
por la cual puede la Iglesia llegar a eximir del juramento de fidelidad a los
súbditos de un príncipe, permite a la Iglesia un muy amplio ejercicio de su
derecho, porque el derecho que tiene la Iglesia de preservar a sus hijos del
escándalo, es ilimitado. La aplicación de semejante juicio no ha de limitarse
únicamente al pecado de escándalo contra la fe; la Iglesia puede también
extenderla a muchos otros escándalos: "Aliquis per infidelitatem peccans
potest sententialiter jus dominii amittere, sicut etiam quandoque propter alias
culpas"[4].
[Un hombre puede perder su derecho de dominio, por sentencia de justicia, en
razón de un crimen contra la fe (apostasía y herejía), como también por razón
de otras faltas. —Santo Tomás].
§ Aun
respecto de príncipes o de señores infieles, cuyo dominio no es revocable ipso
facto por el derecho divino de la Iglesia, la Iglesia tiene el poder de
pronunciar sentencia de desposesión, a causa, siempre, de su maternidad, que
hace de sus hijos los hijos de Dios: "Quia infideles merito
infidelitatis suae merentur potestatem amittere super fideles, qui transferuntur
in filios Dei".
[Porque los infieles merecen, por su misma infidelidad, se les quite el poder
que tienen sobre aquellos que, por la fe, pasan a ser hijos de Dios. Santo
Tomás de Aquino]; poder que, por otra parte, la Iglesia no ejercerá,
sino allí donde la autoridad temporal está en sus manos, o en las de un
soberano fiel[5].
§ No
se diga que aquí se trata de un Derecho de la Edad Media, convencional y
transitorio. Es en el Evangelio donde el derecho maternal de la Iglesia
aparece estrictamente definido en su objeto formal: reddite quae sunt Dei Deo, a la vez que casi ilimitado en
su aplicación y su ejercicio. La didracma que reclamaron a Pedro era un
impuesto nacional, tanto como religioso: el Señor se declara eximido de ese
impuesto, como Hijo de Dios; El, y, en principio, todos los hijos de la
Iglesia: "Ergo
liberi sunt filii"[6]. [Luego, los hijos están exentos].
Impuesto nacional, decimos; y, en consecuencia, el Señor piensa lo mismo de los
impuestos debidos al César. Si es excesivo ver en eso una especie de correctivo
del Reddite quae sunt
Ccesaris Caesari, no hay, en cambio, ningún exceso en considerarlo como un signo del
derecho que tiene la Iglesia de ser la única que juzgue en lo que respecta a la
extensión o a los límites de su derecho.
§ Fundados
en que la maternidad de la Iglesia exige esa extensión, por así decirlo,
indefinida de las aplicaciones de su derecho preeminente, algunos teólogos, en
el curso de la historia, han llevado la convicción entusiasta del derecho de la
Iglesia hasta el punto de reivindicar para ella, directamente, todo poder
terrestre. El ne
scandalizemus eos que Nuestro Señor, al pagar la didracma, da con motivo de su pura y
gratuita concesión, les ha parecido el único límite que se pueda poner a los
derechos de la Madre de los rescatados: ¿y qué razón hay para que se les
repruebe tanto por eso?[7]
Más
aún: es esa extensión de las aplicaciones posibles de su derecho lo único que
justifica que la misma Iglesia diera, a veces, una noción del objeto o del
ejercicio de su primacía que, por lo comprensiva, haya parecido, a primera
vista, indistinta; como, por ejemplo, la noción dada al final de la Bula Unam
Sanctam, de Bonifacio VIII: "Subesse Romano Pontifici omnem hurnanam creaturam
declaramus, deffinimus, dicimus et pronuntiamus omnino esse de necessitate
salutis."
[Es de necesidad de salvación que toda criatura humana esté sometida al
Pontífice Romano.] La interpretación exacta de esa definición es fácil, pero
debe quedar siempre como una cuestión filial.
Finalmente,
la misma razón explica cómo le fué tan fácil a la Iglesia en algunos momentos
críticos en Occidente tomar a su cargo los asuntos y la sucesión del Imperio,
hasta que, terminada la difícil transición, pudo entregarlos a los reyes bárbaros
bautizados por ella, y restaurar el Imperio Romano en el Sacro Imperio.
§ Por
lo demás, son testimonio de los miramientos maternales con que la Iglesia ha
ejercitado su primacía las muchas concesiones que ha hecho a los príncipes.
También lo son los Concordatos, que no adjudican a la Iglesia la mayor parte de
las ventajas, y que rara vez reconocen, aunque no fuera más que en principio,
la plenitud de su derecho divino. Mucho menos titubean los poderes terrestres
antes de trasponer los límites de lo espiritual, y los juristas se muestran
menos discretos en sus pretensiones que la Iglesia cuando interviene en el
dominio mixto. Y huelga hacer esta comparación en los hechos; basta con
establecerla entre las ideas que el mundo y la Iglesia tienen de sus derechos
respectivos. No hablemos de las pretensiones ciertísimas de Alejandro y
de César a los honores divinos; ni de las de Octavio, quien, según
el testimonio de Vegetius, al adoptar el nombre de Augusto, en el
año 27 antes de nuestra era, entiende asumir un título sagrado: el paganismo,
tanto entre los príncipes como en los pueblos estaba predispuesto a esa
idolatría[8].
Pero los mismos emperadores cristianos, y el primero de ellos, Constantino,
no repudian de inmediato algunas muestras de adoración, como templos dedicados
y juegos ofrecidos en su homenaje. En Bizancio, los iconoclastas destruyen
las imágenes de Cristo, y de los santos, pero respetan las del emperador.
El título de Pontifex Maximus no es abandonado sino en el siglo IV por
el emperador Graciano. Y para evitarnos recorrer todo el resto de la historia
observemos que la Bestia blasfema del Mar y la Bestia de la Tierra poderosa en
prodigios, de quienes se dice en el Apocalipsis que obtienen la adoración
rehusada al Cordero, simbolizan, precisamente, la civilización profana y usurpadora
de todos los tiempos y de todas las naciones[9].
¡En
qué luz más precisa y más clara mantiene la Iglesia la idea de su derecho! Es
un derecho absolutamente divino; pero que no admite excesos en el homenaje que
reclama para aquéllos que son su propio órgano. Los honores extraordinarios que
se han rendido a los Papas, a imitación de los imperiales, son tardíos y poco
numerosos. Nunca se aplica a los Papas el epíteto de divino. Hasta el
siglo VIII, en Roma, el palacio llamado sacro es el imperial; y en ese mismo
siglo son dos emperadores bizantinos los que introducen la costumbre de besar
los pies del Vicario de Cristo, y casi podría decirse que se la imponen a él
mismo[10].
Más
tarde, cuando por el vigor santo de un Gregorio VII o la actividad
universal de un Inocencio III, la Iglesia quebranta las resistencias del
Poder terrestre o mantiene a Europa en la unidad, por cierto que sus personas
no pueden ser acusadas de exigencia idolátrica ni de ambición dominadora. Más
tarde aún, cuando la creciente de vitalidad natural que refluye hacia el
paganismo oscurece y confunde en los espíritus todas las nociones de los
derechos divinos y humanos, cuando la intrusión o la influencia del espíritu
secular produce dentro de la misma Iglesia los abusos personales de poder, la
extravagancia en el lujo, la manía del clasicismo, no es la Iglesia la
responsable del ideal del "Príncipe", de que tanto se ufana el
Renacimiento. El ideal de su derecho es muy otro, y permanece inalterable en el
alma de la Iglesia, aun en medio de aquella confusión. Y si un Papa adjudica
sin vacilar a una monarquía europea las tierras recién descubiertas, ese acto,
en realidad, no es otra cosa que el ejercicio de un derecho de arbitraje a
propósito de un bien vacante; derecho determinado en su forma por las condiciones
de la época, pero proveniente de la primacía maternal de la Iglesia; no es más
que una de las aplicaciones indefinidamente variadas de esa primacía, como lo
son también las instrucciones y los consejos políticos dados en nuestros días
por la Iglesia.
§ Todos
los instintos de la razón cristiana y del alma católica tienden, pues, no a
confundir los dos Poderes, divino y humano, sino a no distinguir entre la maternidad
de la Iglesia y su primacía, a hacer de una el fundamento y la medida de la
otra, a dejar que el derecho de intervención de la Iglesia llegue a los límites
trazados por ella misma; a reconocerle un carácter de árbitro y de consejera,
no solamente benéfico, sino también necesario y, digámoslo, prácticamente
soberano e ilimitado.
Porque
el cristiano refiere el derecho público y preeminente de la Iglesia a las
cuatro prerrogativas inviolables que certifican su origen y su constitución
divinos. La Unidad es, necesariamente, la que le devuelve unidos todos los
pueblos y todos los estados, y hace que quepan en su seno. La Santidad la
constituye inaccesible a los errores, como también a las ofensas hostiles de la
legalidad humana. La Catolicidad la exime de todo vasallaje nacional. La
Apostolicidad es el sello de su sacerdocio y el muro de su jurisdicción[11]. No puede decirse con entera
propiedad que esas garantías divinas tengan algo de infinito, pero es muy
cierto que por lo menos tienen algo de ilimitado en su aplicación.
El
cristiano llega hasta desear para la Iglesia, no el lujo vano, pero sí la
magnificencia —los más bellos servicios del arte—, el homenaje de las ciencias;
en fin, la plena ostentación de su vida de Ciudad del Rey de los reyes.
§ Mas
como es requerida por su misión maternal, esa fuerza sobrehumana del Derecho de
la Iglesia no opera sino por el amor. "Todo en la Santa Iglesia es del
amor, en el amor, para el amor y con amor", decía San Francisco de Sales[12];
y esto, en su pensamiento, nada quitaba a la fuerza de la Iglesia. La Iglesia
es fuerte, pero la Iglesia merece toda la reciprocidad de nuestro amor. Tiene
derecho a nuestro amor más sencillo, ya que en la tierra somos siempre
sus niños: ella nos toma en sus brazos y sostiene constantemente en nuestra
miseria y en nuestra desnudez moral y física, como sólo una madre puede hacerlo;
en el bautismo, nos quita los pañales para ungirnos; y nuestro sudario en el
lecho de muerte, para volver a ungirnos. Dependencia total de nuestro ser,
interior y visible, privado y público, sin reserva y sin violencia.
Tiene
derecho a nuestro amor más heroico, o por lo menos, a un amor tan habitualmente
generoso, que aun en las ocasiones ordinarias nos dé la alegría que se emparenta
con el heroísmo. Porque con ser tan fuerte, la Iglesia no carece de ninguna de
las debilidades que Dios ama. "Reúne todos los títulos por donde puede esperarse
el auxilio de la justicia. La justicia debe particular asistencia a los
débiles, a los huérfanos, a las esposas desamparadas, a los extranjeros"[13].
La Iglesia es todo eso. Necesita la abnegación caballeresca de todos sus hijos.
§ El
amor que tenemos a la Iglesia significa que conservamos en nosotros el don divino
de la caridad, la prenda viva y personal del amor infinito por nosotros, que es
el Espíritu Santo: en nuestro amor por la Iglesia, amamos la unidad ; y en
nuestro amor, multiplicado por el amor que hay en la Iglesia, crece hasta el
infinito, se pierde en la unidad del amor, prepara la consumación de esa
unidad: "Accipimus
ergo et nos Spiritum Sanctum, si amamus Ecclesiam, si charitate compaginamur,
si catholico nomine et fide gaudemus. Credamus, fratres: quantum quisque amat
Ecclesiam Christi, tantum habet Spiritum Sanctum... Si amas unitatem, etiam
tibi habet quisquis in illa habet aliquid"[14]. [Luego, si amamos a la Iglesia,
si estamos unidos por la caridad, si el nombre y la fe católicos hacen nuestra
alegría, también nosotros recibimos el Espíritu Santo. Creámoslo hermanos:
cualquiera que ama a la Iglesia, en cuanto la ama guarda en si al Espíritu
Santo. Si amas la unidad, lo que otro tiene en la unidad también para ti lo
tiene. —San Agustín].
[1] Encíclica Immortale Dei del I de nov. 1885.
[4] Sum. theol., IIa IIae, q. XII, a. 2. Evidentemente, si se trata del dominio que el Soberano
ejerce sobre sus súbditos, ese dominio no puede perderse por una falta
cualquiera, sino tan sólo por una falta que pone en grave peligro el alma de
sus súbditos. De hecho, Santo Tomás no tiene en vista más que el caso de
crimen contra la fe, "la apostasía (o la herejía) que separan al hombre
totalmente de Dios, lo cual no ocurre en los otros pecados" (ad 3), y
"el apóstata que medita el mal en la depravación de su corazón, y que se
esfuerza por separar de la fe a los otros hombres". Pero ¿no puede haber
otros crímenes que pongan en tan grave peligro el alma de los súbditos?