INFANCIA
ESPIRITUAL
I
En San Mateo XVIII, 1-4 y en San Marcos X,
14-15, etc., Jesús declara que los mayores de su Reino serán los niños y
que no entrarán en ese Reino los que no lo reciban como un niño. Como un
niño. He aquí uno de los alardes más exquisitos de la bondad de Dios
hacia nosotros, y a la vez uno de los más grandes misterios del amor, y uno de
los puntos menos comprendidos del Evangelio; porque claro está que si uno no
siente que Dios tiene corazón de Padre, no podrá entender que el ideal no esté
en ser para El un héroe, de esfuerzos de gigante, sino como un niñito que
apenas empieza a hablar.
¿Qué virtudes tienen esos niños? Ninguna, en el
sentido que suelen entender los hombres. Son llorones, miedosos, débiles,
inhábiles para todo trabajo, impacientes, faltos de generosidad, y de reflexión
y de prudencia; desordenados, sucios, ignorantes, y apasionados por los dulces
y los juguetes.
¿Qué méritos puede hallarse en semejante
personaje? Precisamente el no tener ninguno, ni pretender tenerlo robándole la
gloria a Dios como hacían los fariseos (cfr. San Lucas XVI, 15; XVIII, 9 ss.).
Una sola cualidad tiene el niño, y es el no pensar que las tiene. Eso es lo que
arrebata el corazón de Dios, exactamente como atrae el de sus padres; es
lo que Jesús alaba en Natanael (San Juan I, 47): la simplicidad,
el no tener doblez. Simple quiere decir "sin plegar” es decir sin
repliegues ocultos, sin disimulo, o sea sin afectar virtudes, ni ocultar las
faltas para quedar bien, sino al contrario, mostrándose a su madre con sus
pañales como están, sabiendo que sólo ella puede lavarlo, y entregándose
totalmente a que su padre lo lleve de la mano, porque cree en el amor de su
padre; y por eso, no dudando de cuanto él le dice, no pretende tener para
sí la ciencia del bien y del mal".
II
En el momento en que la malicia entra en el corazón del
niño, pierde automáticamente la docilidad, porque la serpiente sembró en él, como
en Eva, la duda contra su padre. Así empezamos todos a desconfiar de la
bondad, del amor y de la sabiduría de nuestro Padre celestial, y entonces su
Reino ya no puede ser nuestro.
Entonces empezamos a ambicionar sabiduría y virtudes
propias, como los fariseos. Cuando el niño comienza a valerse por sí
mismo, deja de necesitar a sus padres y naturalmente se aleja de ellos, es
decir, pierde ese contacto permanente que con ellos tenía mientras necesitaba
que lo lavasen, lo vistiesen, le diesen de comer y lo llevasen de la mano. Ese
contacto que era, al mismo tiempo que el sumo bien para el niño, la suma alegría
para sus padres.
Con respecto a Dios, esa autonomía o suficiencia
no nos llega a ninguna edad, porque sin Cristo no podemos nada, ni saber, ni
pensar, ni obrar, ni menos gloriamos de nuestros méritos o virtudes. De ahí que
Santa Teresita quería no crecer nunca, quería seguir siendo siempre niña
delante de Dios.
El niño se deja formar, como María, que primero
dice: Hágase en mí según tu palabra (Luc. I, 38) y después de
haberse entregado, "bienaventurada por haber creído (Luc. I, 45),
proclama que todos la felicitarán "porque el Poderoso, el Santo, el
Misericordioso hizo en ella grandezas" (Luc. I, 48 y ss.). No
hizo Ella grandezas, sino que se las hicieron.
El día en que el hombre deja de ser niño y se siente
capaz de hacer por sí mismo algo sobrenaturalmente bueno, se coloca automáticamente
fuera del Reino de Dios, según lo vemos en las palabras de Jesús. Porque El nos
dijo que nadie es bueno, sino Dios solo (Luc. XVIII, 19). Y Dios no
quiere rivales que le disputen su santidad. Quiere hijos pequeños, hermanos del
Hijo grande Jesucristo (Rom. VIII, 29) que en todo vivan de lo que les dé su
Corazón paterno, como lo practicó Jesús, que no daba un paso sin repetir que
todo lo recibía del Padre.
El que quiere rivalizar con Dios en virtudes, es porque
quiere rivalizar con El en méritos y en gloria, como nos lo enseñó Jesús
en la parábola del fariseo y el publicano. Y en esta materia, la “negación de
sí mismo" tiene que ser total y absoluta. Por eso la humildad cristiana
consiste en ser así, como los niños... y en no ser como esclavos.