Aquí llegamos a un punto crucial en el ministerio terrestre de Jesucristo. Esta generación perversa rechaza la palabra del reino (Mt. XIII, 19); rechaza «al Rey» que vino a ella.
Entonces Jesús lanzó las primeras maldiciones contra los pueblos de Galilea que habían presenciado tantos milagros, pero no habían creído (Mt. XI, 20-24). Cita el ejemplo de los paganos, los ninivitas, que creyeron las palabras del Profeta Jonás:
«Los ninivitas se levantarán, en el día del juicio, con esta raza y la condenarán, porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás; ahora bien, hay aquí más que Jonás» (Mt. XII, 41).
La llamada al arrepentimiento aparece aquí por última vez; no volverá a aparecer en el Evangelio de Mateo, pero la volvemos a encontrar al comienzo de los Hechos de los Apóstoles (II, 38; y más tarde en III, 19; XXVI, 20). Este recordatorio es muy significativo. El propio Talmud proclama la necesidad del arrepentimiento para que venga el Mesías:
«Si Israel se arrepintiera un solo día, el hijo de David llegaría inmediatamente».
A partir de entonces,
Jesús dejó de actuar y de hablar abiertamente. Alabó a su Padre por haber
ocultado las cosas del Reino «a los sabios y prudentes» para revelárselas «a
los pequeños» (Lc. X, 21-22). A menudo prohibió que se dieran a conocer sus
milagros (Mt. XII, 16). Tanto sus discursos como sus milagros habían marcado su
carácter mesiánico y divino, pero a partir de ahora hablaría en «parábolas».
El Sermón de la Montaña
–con vistas al reino venidero– no estaba oculto ni velado; era una llamada a la
santidad, en lenguaje claro, para todos los que quisieran oírlo (Mt. VII,
28-29).
Pero ahora, cuando Jesús
vio que la multitud se le acercaba a orillas del lago Tiberíades, subió a una
barca, se alejó un poco de la orilla y «les habló en parábolas». Dejó de
anunciar la llegada inminente del Reino, sino que habló de «los misterios del
reino de los cielos» (Mt. XIII).
A los discípulos que se le acercaron y le preguntaron: