2. Como se sabe, la Epifanía
era primitivamente, la fiesta del nacimiento del Señor. Pues bien, lo propio de una "epifanía" es
ser una aparición pública, una manifestación gloriosa. Por lo tanto, está claro que si la Iglesia celebra como tal la entrada
de su Señor en el mundo, es porque tiene en vista algo distinto del hecho
preciso del nacimiento de Cristo; hecho en el cual casi nada deja traslucir
esta gloria real. ¡En realidad, es la totalidad del misterio "epifánico"
lo que la Iglesia celebra y en ese conjunto, la primera venida del Señor en la
humildad de la carne, nos aparece revestida de todo el esplendor de su venida
en gloria y majestad! Y justamente, lo que da a esta fiesta una profundidad sin
igual es que celebra, bajo forma sacramental, la manifestación final de Cristo
que será, el coronamiento de la Redención.
La celebración
presente es testimonio de la realidad futura. Testimonio tan cierto para nosotros, como lo fuera
para los contemporáneos de Jesús, aquellos acontecimientos de su vida que
nosotros celebramos hoy. Porque no uno sino "tres prodigios han señalado
este día que honramos. Hoy, la estrella guió a los magos hasta el Pesebre; hoy,
el agua se hizo vino, en la fiesta nupcial; hoy día, Cristo quiso ser bautizado
por Juan en el Jordán, para salvarnos. Alleluia" (Antífona del Magnificat,
2° Vísperas).
¿Qué hay de
común entre estos tres sucesos? Que en cada uno de ellos se manifiesta la
gloria del Señor. Manifestación evidente en la adoración de los Magos; testimonio
del Padre en el Bautismo de este hombre que acaba de contarse a sí mismo entre
los pecadores. En las bodas de Caná, el mismo evangelista es quien se encarga
de dar la evidencia: "Este fué el primer milagro que hizo Jesús en Caná de
Galilea; y manifestó su gloria, y creyeron en El sus discípulos" (Jn. II, 11).