Miserere mei Deus, por el P. Thibaut S.J.
Nota del Blog: Este bellísimo estudio del P. Thibaut está traducido de la Nouvelle Revue Théologique 74 (1952), pp. 298-301.
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Es la oración de los pecadores y de los desafortunados, es nuestra oración habitual. En ciertos momentos hará lugar al heroico Fiat voluntas tua o también al Magnificat, anticipación del cántico de los elegidos. Incluso entonces, si somos completamente sinceros, la aceptación no existirá sin una secreta esperanza de alivio, al estar atiborrado el alegre reconocimiento de una nota de melancolía. Pues nuestra presente condición es demasiado miserable para que podamos prescindir de un llamamiento a la misericordia divina. Es importante, pues, que nos aseguremos de una buena vez de la perfecta legitimidad de una oración tan nuestra.
Las encontramos equivalentes a las últimas peticiones de la oración dominical: et dimitte nobis debita nostra… et ne nos inducas in tentationem, sed libera nos a malo. Sin embargo, aquí el “nosotros” le da otro tono. Lo que hay que legitimar antes que nada es el “mí” del Miserere.
Sin dudas, todos somos pecadores, excepto la Virgen María, y todos tenemos necesidad de la misericordia infinita. Evidentemente, no se trata de decir a Dios: “¡Ten misericordia de mí solo!”. Esta dureza de corazón con respecto a los demás sería un pecado que clamaría venganza, lejos de apiadar a nuestro Padre común. Está claro que el “mí” no excluye al prójimo, pero, sin embargo, ponemos el acento sobre nuestra propia miseria. Es ella quien inspira nuestro llamamiento a la piedad. ¿Es legítimo ese retorno sobre sí?
Es necesario distinguir. Ciertamente, tenemos derecho a considerar nuestra miseria moral, nuestros pecados, como merecedores de una preferencia. En ese sentido, el adagio “la caridad bien ordenada comienza por casa”, es sin dudas verdadero. Ninguno de nosotros es como San Francisco de Asís, que se tenía por el pecador más grande de todos. Sería una especie de quietismo no querer el perdón para sí antes de haberlo obtenido para los demás. En el fondo, el pecado es siempre egoísmo. Es la conciencia de nuestro egoísmo o de nuestro excesivo amor propio lo que nos hace clamar: “Señor, ten piedad de mí”. El “mí” no se pone aquí en evidencia más que como un mal del cual se pide la liberación. Miserere mei Deus, es decir, sobre todo:
“¡Oh Dios, que eres todo Amor, quitad de mi corazón este veneno que lo estrecha y lo cierra!”.