Cuando Zacarías, el padre de
Juan, tuvo la visión en el Templo y recibió las explicaciones del ángel, no se
equivocó sobre la misión de su hijo, sobre “el que caminará delante de”...
“Y
tú, pequeñuelo, serás llamado profeta del Altísimo,
porque
irás delante del Señor para preparar sus caminos,
para
dar a su pueblo el conocimiento de la salvación,
en la
remisión de sus pecados” (Lc. I, 76-77).
El hijo de Zacarías precederá
a Cristo, al Rey.
“Juan
comenzó a predicar. Levantó alrededor de él un magnífico entusiasmo: Como el
pueblo estuviese en expectación, y cada
uno se preguntase, interiormente, a propósito de Juan, si no era él el Cristo,
Juan respondió a todos diciendo: «Yo, por mi parte, os bautizo con agua.
Pero viene Aquel que es más poderoso que yo, a quien yo no soy digno de desatar
la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. El
aventador está en su mano para limpiar su era y recoger el trigo en su granero,
pero la paja la quemará en un fuego que no se apaga»” (Lc. III, 15-17).
Y también:
“Ya
el hacha está puesta en la raíz del árbol” (Lc. III, 9).
Esta presentación de Cristo
es al menos extraña. Juan hace surgir ante sus auditores un Cristo juez y no un
Salvador de misericordia y amor. “El aventador está en su mano”. Va a limpiar
su era, va a hacer una separación radical; guardar el grano, quemar la paja.
¿Qué decir? Pero Juan va más lejos todavía. Violento reformador, apostrofa a
los fariseos y a los saduceos, los verdaderos hijos del maligno, la
descendencia de la Serpiente, debido a su orgullo y endurecimiento:
“Raza
de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar de la cólera que os viene encima?”
(Lc. III, 7).
¡La cólera que viene!
Atmósfera de juicio, de cólera divina, anuncio de la siega, signo cierto del
fin de la era, y sin embargo Jesús ni siquiera ha comenzado su ministerio
público, durante el cual aparecerá lleno de dulzura, de mansedumbre.
El comportamiento de Juan nos
es dado por Jesús mismo. Cuando apareció, dijo inmediatamente:
“Arrepentíos
porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt. IV, 17).
El Reino debía
aparecer pronto, si los jefes de Israel reconocían al Mesías. Todo
el comienzo del Evangelio está orientado hacia esta bienaventurada esperanza,
hacia estos tiempos sobre los cuales hablaron todos los profetas, sobre los que
Juan tenía la misión de anunciar como inminentes. ¿Acaso no había proclamado el
mismo mensaje:
“Arrepentíos,
porque el Reino de los cielos está cerca?” (Mt. III, 2).
La Tribulación, el tiempo de
la cólera, que debía preceder inmediatamente a la venida del Reino, se iba a
inaugurar y la justicia se iba a ejercer. El tiempo de Elías había sido su
figura. Los juicios que siguieron a los tres años y medio de sequías habían
caído, terribles, sobre los sacerdotes de Baal, sobre Acab y Jezabel. Juicios
semejantes estaban próximos, cuando Juan el Bautista lanzaba sus vehementes
llamados al arrepentimiento.
Si los sacerdotes,
escribas y fariseos hubieran escuchado la “buena nueva”, Jesús hubiera sido
muerto, para quitar el pecado del mundo, pero no por los suyos. Hubiera
sucumbido bajo el yugo de las naciones, de Roma sin dudas; pero, rápidamente,
después de su Resurrección y Ascensión, hubiera venido a establecer el Reino de
Dios. Por eso es que va a predicar en primer lugar el Evangelio del Reino.
Cuando se aleje la esperanza
del restablecimiento de todas las cosas, anunciará el Evangelio de la
Salvación, el rescate por medio de la sangre, su muerte ignominiosa, contra la
cual se levantará Pedro con vehemencia:
“Esto
no te sucederá” (Mt. XVI, 22)[1].
El tono de acusador
público que adquirió Juan sólo podía funcionar si Jesús venía pronto. Su papel
de precursor sólo tenía sentido si un rey aparecía sobre el trono de David;
pero tan pronto como su misión, obstaculizada por “la raza de víboras”, es
cortada… su cabeza cae, por la demanda de una nueva Jezabel: Herodías.
Juan también ingresó en el
espíritu de sufrimiento que Elías había conocido antaño.
Ligado al Reino, anunciador
del Reino, Juan es quitado de en medio cuando el Reino es diferido. La gran
enseñanza de Jesús sobre el Reino próximo es cortada; ¡entonces a Juan, como signo
de su incorporación, de su fusión con el mensaje que debía anunciar, se le
corta la cabeza!