VII
LA MISION Y EL ESPÍRITU
Scribam super
eum nomen Dei mei, et nomen Civitatis Dei mei nove Jerusalem[1] [Escribiré sobre él el nombre de
mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios; la nueva Jerusalén.].— Tanto el
nombre de la Iglesia como el nombre de Dios y el de su Ungido.
§ La
Encarnación es una misión del Hijo de Dios en el mundo, y esa misión se
continúa y se difunde en todos los tiempos por la multiplicidad de los ministerios
eclesiásticos. Como mi Padre me envió[2].
Así como en el Antiguo Testamento los Profetas, y los Angeles mismos, nunca
intervienen sin ser enviados, tampoco hay ministro de la Redención, en el
Nuevo, que carezca, no digo solamente de un llamado o de una vocación que lo
haga apto, sino de una misión formal que lo impulse a la obra. Dios no
se muestra en esto menos celoso de su derecho exclusivo de ser El quien envía[3]
Ahora bien: esa misión de los ministros jerárquicos, así como la misma
vocación[4], no
vienen de Dios sino pasando por la Iglesia. La Iglesia es una vasta y perpetua
misión.
§ La
distinción entre el poder de orden y el poder de jurisdicción[5]
está fundada en esa necesidad permanente de la misión; de la cual la
Iglesia tiene un sentido admirable, recibido de la Escritura y del Espíritu
Santo. Sin la misión — al menos bajo la forma elemental de un permiso—, el
poder sacerdotal, aunque válido, ya no honraría a Dios, no ofrecería un
sacrificio en olor de suavidad; así como el poder de perdonar o de retener
pecados sería ineficaz sin la jurisdicción, pues la jurisdicción es la que determina
su materia.
§ Pero
hay también en la Iglesia misiones extra-jerárquicas. San Francisco de Asís,
que no es sacerdote, es reconocido como maestro de perfección evangélica.
Mujeres hubo, investidas de una misión reformadora. Y aun las mismas misiones diplomáticas
y militares, en cuanto tienen por objeto los intereses de la cristiandad y son
conferidas por mandato de la Santa Sede, llegan a ser misiones propiamente
sobrenaturales. Don Juan de Austria, encargado de salvar a Europa en
Lepanto, merece tener por epitafio la magnífica apropiación: Fuit homo missus a Deo cui
nomen erat Joannes.
§ Más
aún: la doctrina de la misión debe extenderse a los estados de vida más comunes;
puesto que a todos esos estados, en los cuales se entra por la puerta del matrimonio,
la economía sacramental les asegura una gracia propia, una gracia de esta-do,
al mismo tiempo que precisa y completa la noción de sus deberes. Bien puede verse
en eso una especie de misión. Por lo demás, ¿no nos ayudan todos los
sacramentos a sujetar las circunstancias de nuestra vida a la única regla de la
voluntad Divina? ¿No nos susurran el santo y seña de Dios que corresponde a
cada uno de nuestros años o de nuestros días? Toda la moral sobrenatural, y
en consecuencia la espiritualidad misma, se funda en la santificación del deber
de estado. Por ahí se manifiesta la superior sabiduría y la beneficencia
universal de la dirección de la Iglesia. Pero, también en este caso, trátase de
una extensión de la doctrina de la misión a todas las circunstancias diarias de
los estados comunes de vida cristiana. Por esta conformidad sobrenatural con
el orden providencial nos adherimos al gran acto de obediencia que realiza el
Hijo de Dios viniendo al mundo, acto ordenado, a su vez, al del Calvario.
§ ¿Por
qué exaltar preferentemente y mirar casi como a mártires a aquéllos que por el
progreso de la ciencia o de las invenciones del hombre pierden su vida en hazañas
extraordinarias? La humilde cristiana que muere en la labor silenciosa de su hogar, ¿no se encuentra más genuinamente en la línea del deber?
¿Tiene, acaso, un fin menos hermoso? ¿No se ha sacrificado por una verdadera
misión? Quotidie
morior.
§ Muchos
hay que quieren alguna misión, como si ya no tuvieran una: en realidad, lo que
ambicionan es el estímulo humano de una elección excepcional; quieren hallarse
fuera de las condiciones de la vida ordinaria para sentir el gusto de la
acción. No les falta misión, sino espíritu. Otros, tienen el espíritu de las
más altas y difíciles misiones, pero las temen y se ocultan. Estos, sin embargo,
¿no siguen siendo dentro de la Iglesia instrumentos invisibles?
§ Tales
observaciones nos llevan a completar el principio de la necesidad de la misión
por el principio de la necesidad del espíritu. La misión en la Iglesia,
ya sea jerárquica o extra-jerárquica, debe estar siempre acompañada por el
espíritu de la Iglesia. La totalidad de su virtud, su valor real, su fecundidad
no pueden venirle sino del espíritu. Esto es evidente.
§
Ahora bien, uno de los primeros efectos del espíritu es darnos una fe viva
en la misión; es hacer que en el mandato de Dios y de su Iglesia encontremos la
principal fuerza para obrar; es eliminar el exceso de la actividad natural
y personal, la persecución de la propia gloria, la agitación; es inspirar el
sentimiento de la dignidad que corresponde al derecho y a los principios que se
confiesa; es mantener la abnegación hasta el sacrificio.
§ El
espíritu secunda la misión y no dispensa de ella. No hay mística fuera de la
Iglesia.
§ El
espíritu, a veces, antecede a la misión; lo cual no quiere decir que la usurpe
o la presuma temerariamente, sino que la prepara y la merece. Así, en la
historia de casi todas las órdenes religiosas, se ve a los fundadores y a sus
primeros discípulos vivir la idea de la Institución antes de formulársela a sí
mismos o de someterla a la Iglesia. Este fervor inspirado conquista la sanción
de la Iglesia, que formula definitivamente su idea y confiere oficialmente la
misión.
A
menudo esa sanción suele llegar, por desgracia, en momentos en que termina la
edad de oro. Y entonces sobreviene la amenaza de un doble peligro: la rutina o
la sistematización exagerada; en el primer caso el espíritu se amodorra; en el
segundo se falsea.
Ese
doble peligro, que se presenta después que la misión ha sido legítimamente conferida,
es tan real para los individuos como para las instituciones. Para los maestros
en ciencia teológica, para los predicadores, por ejemplo.
§ En
las épocas de herejía y de cisma lo que se repudia es la necesidad misma de la
misión.
En
las épocas de servidumbre política o de liberalismo lo que falta es la plenitud
del espíritu.
§ Esa
falta de integridad del espíritu en las épocas de liberalismo se explica, en su
aspecto psicológico, por dos rasgos manifiestos: los liberales son individuos
receptivos y febriles; receptivos, porque se acomodan con excesiva facilidad a
los estados de espíritu de sus contemporáneos; febriles, porque por temor de
ofender esos diversos estados de espíritu están en una continua inquietud
apologética; parece que padecen en sí mismos las dudas que combaten; no tienen
suficiente confianza en la Verdad; quieren justificar demasiado, demostrar
demasiado, adaptar demasiado, y llegan hasta querer excusar demasiado.
Esa
nervosidad y esa fiebre no son un homenaje suficientemente puro a la Verdad,
indican un comercio demasiado imperfecto con ella; disminuyen la fe en la
misión recibida y debilitan sus correspondientes gracias.
Eso
explica el mal éxito de las restauraciones cristianas emprendidas en nombre del
liberalismo. En sus comienzos, la Iglesia ha podido bendecirlas; pero el
espíritu ha terminado por traicionar la misión.
Hoy
podernos darnos cuenta, gracias a documentos recientemente encontrados[6],
de las caídas lamentables del espíritu de Lamennais frente a la misión
fecunda que pudo ser la suya. Todos los reproches de falta de atención y de
apresuramiento que imputa a la Santa Sede en Les Affaires de Rome son de probada falsedad[7].
Por lo que puede verse en una carta del mes de mayo de 1833, dirigida a Ventura,
ya antes de Paroles d'un Croyant, la apostasía se había consumado en su
corazón. "Para exaltar el papado, Lamennais tuvo un acento imperioso y
una especie de tono de mando… El papado debía ser grande porque él lo quería
grande, y del modo que él quería que lo fuera; y de ese papado que él soñaba
tenía empeño en llamarse hijo obedientísimo. Así entendida, su obediencia era
como un detalle de su sueño: semejante a esos escultores de la Edad Media que
se representaban acurrucados y prosternados bajo la cátedra que construían, Lamennais
se prosternaba bajo la cátedra de Pedro, pero bajo una cátedra que sus manos
soberanas de profeta hubiesen erigido sostenida mediante nuevos puntales"[8].
§ Otras
veces, en cambio, todo parece requerir la misión de la Iglesia, y la misión no
viene. Basta, sin duda, para explicarlo, el sentido superior de las
oportunidades, que es propio de la Iglesia. En vano Newman elabora
ciertos grandes proyectos para estabilizar al catolicismo en Inglaterra: esos
proyectos tenderán a realizarse después de su muerte. Pero este mismo ejemplo
nos sugiere otra explicación. Cuando el hombre que concibe una gran obra
religiosa es un gran sensitivo, acaricia esa obra como el fruto de su arte personal;
en su condición de artista pone en ella exigencias sutiles y ardores de fiebre.
Ahora bien, las obras de Dios y de la Iglesia son frutos de razón y de
sabiduría; y deben ser tales que no se las pueda atribuir al capricho y ni siquiera
al genio de un artista humano. Dios confiere al artista el honor de presentir y
de anunciar la obra; pero reserva a su Iglesia el de cumplirla, y a menudo, por
medio de instrumentos humildes. Esta prueba, esta ley de purificación de lo
individual y de lo humano se impone tanto a las ideas como a las obras. Si Dios no quiso que Santo Tomás de Aquino terminara la Suma, no
fué porque la humildad del gran doctor estuviese en peligro, sino para
significar que la perfección de tales materias corresponde a la Eternidad.
§ No
diré, por cierto, que Pascal haya desconocido, como Lamennais, el
misterio de la Iglesia, ni que a pesar de sus relaciones con la herejía haya
rechazado la necesidad de la misión y del espíritu. Para evitar toda injusticia
a su respecto hay que reconocer el mérito de algunos bellos pensamientos de Pascal
sobre la Iglesia: "La historia de la Iglesia debe llamarse propiamente
la historia de la Verdad. —Tan evidente es la Iglesia, que los que aman a
Dios de todo corazón no pueden desconocerla. —El ejemplo de la muerte de los
mártires nos conmueve, porque son nuestros miembros. — Me hago presente
a ti por mi palabra, en la Escritura; por mi espíritu, en la Iglesia".
Sin embargo, su empresa apologética no se funda suficientemente en el misterio
de la Iglesia; y la visión que tuvo de ese misterio fué disminuida por la influencia
jansenista.
Su
demostración es retorcida, dramática, cuidadosa del individuo y del asunto. Y
hasta cuando derrama su alma en "El Misterio de Jesús" es patético
más que tierno. En vano buscaríamos en él esa especie de bonhomía cristiana,
forma exquisita de la fineza y de la rectitud, y que no puede darse plenamente
sino en la atmósfera aquietadora del misterio de la Iglesia. Podría decirse que
no se olvida suficientemente de los libertinos, y que, su cuidado para
defenderse de ellos, se traduce más a menudo en fiebre que en doctrina. Podría
decirse, sobre todo, que Pascal no olvida su jansenismo — en tanto que Bossuet
olvida a cada momento su galicanismo, para exaltar el misterio de la Iglesia—.
"Dios
ha hecho una obra, en medio de los hombres que, separada de toda causa que no
sea Dios y sólo a El sujeta, llena todos los tiempos y todos los lugares, y
lleva por toda la tierra, con la impresión de su mano, el carácter de su
autoridad: Jesucristo y su Iglesia. Y ha puesto en esta Iglesia la única
autoridad capaz de abatir el orgullo y exaltar la sencillez..."[9].
§ Alguien
ha dicho que es necesario saber sufrir no solamente por la Iglesia, sino
también sufrir a la Iglesia. A veces necesitamos ser tratados con rigor,
mantenidos en la sombra, en el silencio y con apariencia de estar en desgracia,
y quizá, por no haber aprovechado tan santamente como debíamos el favor y el
crédito que la Iglesia nos hizo en otro tiempo.
Y
no dudemos de que ese trato duro, haciéndonos cooperar eficazmente al orden y a
la santidad de la Iglesia, será para nosotros el equivalente sobrenatural de
una misión.
En
todo caso será signo cierto de que no hemos perdido la plenitud del espíritu el
que no admitamos nunca que sea posible sufrir por la Iglesia en forma distinta
de lo que podemos sufrir por Dios.
[1] Apocalipsis, III, 12.
[4] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?):
“Es conocida la interesante respuesta de la Comisión cardenalicia especialmente
instituida en junio de 1912 para examinar la doctrina de la vocación
sacerdotal. Hace consistir únicamente el elemento formal de la vocación
sacerdotal en el llamado de la Iglesia por el Obispo. (Carta de la Secretaría
de Estado al Obispo de Aire, 1 de julio de 1912)”.
[5] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?): “Según los teólogos, el
poder de orden, en la Iglesia, es el poder sacramental, indeleble, que
tiene por objeto la oblación del Santo Sacrificio y todo lo que se relaciona
con la administración de los sacramentos y con la santificación de las almas.
El poder de jurisdicción es el poder de gobierno, el poder de dirigir a los
fieles por la enseñanza de la doctrina y por medio de leyes”.
[7] ”M. Goyau hace notar que desde 1829, el
futuro Gregorio XVI, cardenal Capellari, había tenido que ocuparse de Lamennais,
en una larga correspondencia con el cardenal Lambruschini, Nuncio en
París. Dos años más tarde, cuando las cancillerías se alarmaron a causa de las
doctrinas lamenesianas, el Papa ya no necesitaba el informe de las
cancillerías: su opinión teológica estaba hecha, y su conciencia no debía nada
a la política”.