Un poco más abajo se explaya
el Autor sobre los bienes prometidos a Israel y trae estas interesantes
palabras:
“Pero
al ser elegido un pueblo especial para que de él descendiese el Mesías, que
había de obrar la redención y bendición de las naciones, se hicieron promesas especiales a ese pueblo para moverlo a mantenerse
fiel, y esas promesas fueron condiciona das a su fidelidad (…) el pueblo
estaba ya formado e interesaba mantenerlo fiel instrumento de los designios
divinos; la bendición principal no eran
los bienes terrenos, sino el ser el pueblo de Dios, participar ya en cierto
modo de la obra redentora del Mesías cuando todas las naciones estaban sumidas
en la noche de la idolatría (Deut. XXVI, 18-19). Esta era la verdadera grandeza del pueblo de Israel, con la cual
ninguna otra grandeza puede compararse. Dejaría de ser exclusiva con la venida
del Mesías. Pero esto, lejos de mermar la gloria de Israel, la aumentaría, ya
que con ello empezaría su imperio espiritual sobre todo el mundo: de Sión
saldría la ley para todas las naciones (Is. II, 3): y éstas la aceptaron al
dársela Jesucristo. Esa es la gran gloria del pueblo de Israel, ante la cual
palidecen todas las glorias de orden político que puedan concebirse; esa era la
gloria que vio el anciano Simeón cuando, teniendo a Jesús en brazos, lo saludó
como “luz para iluminar a los gentiles, y gloria de su pueblo Israel”
(Lc. II, 32).
Y más abajo continúa:
“Paz y
abundancia y, por parte de los pueblos vecinos, respeto y consideración. La
historia de Israel confirma abundantemente esta interpretación. Eso fué, en
efecto, y no otra cosa, lo que Dios les concedió siempre que fueron fieles, aun
en los tiempos más gloriosos de David y Salomón.
Pero esas promesas particulares a Israel estaban
condicionadas a su fidelidad, y no tanto a su conducta moral como a su fe
(Ex. XIX, 5-6; XXIII, 20-22; Deut. XI, 10-27; XXVIII, 1-68.) De ahí que
frecuentemente se le anuncie la dispersión entre las naciones, y aun la
destrucción (Lev. XXVI, 27-45; Num. XXIV, 24; Deut. IV, 25-31.40; V, 33; VIII,
1.19-20; XXXI, 16). Pero se le promete
el perdón y la restauración siempre que se convierta (Deut. XXIX, 22-XXX, 20). La historia de Israel nos demuestra que el
cumplimiento de esas promesas iba vinculado ante todo a la conservación de la
verdadera fe. Así todas las opresiones que sufren en tiempo de los Jueces
vienen determinadas por la práctica de la idolatría. Y es esa misma idolatría,
contra la que en vano luchan los profetas, la que acarrea la cautividad asiría
y babilónica. Había, es verdad, otros pecados, que también llevaron su castigo;
pero la idolatría era la fuente de ellos y el motivo principal de la
cautividad.
Ello nos lleva a la
conclusión de que, si hoy los judíos están dispersos por el mundo, sin patria y
sin santuario, es porque son infieles a la verdadera fe que Dios les exige para
su repatriación y su perdón. No conocen al verdadero Dios, porque no reconocen
al verdadero Mesías Jesucristo (Mt. XI, 27; Jn. VIII, 57-58). Ese
desconocimiento de Jesucristo es lo único que puede explicar su cautividad, ya
que, si Jesucristo no fuera Dios, tendrían ellos la fe verdadera; y profesando
la fe verdadera, Dios los volvería a su patria, según lo tiene prometido. Por
eso, el argumento que con frecuencia toca Jerónimo en la Disputa de que la
cautividad actual es prueba clara de que rechazaron al verdadero Mesías, nos
parece de lo más excelente, y todas las explicaciones que de esa cautividad
intentaron los rabinos no hacen más que resaltar la fuerza del argumento.